Miles apenas pudo contenerse y no apretar la cara contra la escotilla de su nave correo mientras esperaba a que los tubos de sellado de la estación de salto terminaran de colocarse. Cuando la puerta se abrió por fin, la atravesó de un salto, para aterrizar con un golpe y mirar alrededor.
Su comité de recepción en la compuerta privada: el oficial de SegImp de a bordo y un tipo con las ropas azules y naranjas de la Seguridad Civil se pusieron firmes, después de un leve gesto de sorpresa ante su altura (lo notaba en la forma en que sus ojos tuvieron que bajar para encontrarse con su rostro) y aspecto.
—Lord Auditor Vorkosigan —el hombre de SegImp, Vorgier, saludó a Miles—. Éste es el comandante Husavi, que dirige la seguridad de la estación.
—Capitán Vorgier. Comandante Husavi. ¿Algún desarrollo en la situación en los últimos —miró su crono— quince minutos?
Casi habían pasado tres horas desde que el primer mensaje de Vorgier convirtiera su viaje desde la órbita de Komarr en esta viscosa pesadilla de pánico reprimido. Nunca una nave correo de SegImp se había movido tan despacio, y como ni siquiera los gritos que le permitía su cargo como Auditor podían cambiar las leyes de la física, Miles tuvo que reconcomerse en silencio.
—Mis hombres, con el apoyo de los del comandante Husavi, casi están preparados para el asalto —le aseguró Vorgier—. Creemos que podremos colocar un tubo de sellado de emergencia sobre la puerta exterior de la compuerta donde están las mujeres Vor antes de que, o casi antes, de que los komarreses puedan evacuar el aire. En el momento en que recuperemos a las rehenes, nuestros hombres podrán entrar en la bodega. Todo acabará en cuestión de minutos.
—Probablemente será demasiado sangriento —replicó Miles—. Varios ingenieros han tenido un montón de horas para prepararse. Esos komarreses puede que estén desesperados, pero le garantizo que no son estúpidos. Si a mí se me ocurre poner un explosivo sensible a la presión en la compuerta, también a ellos.
Las palabras de Vorgier dispararon la imaginación de Miles: un tubo de sellado mal aplicado o aplicado demasiado tarde a la piel exterior de la estación, los cuerpos de Ekaterin y la profesora lanzados al espacio, algún matón de SegImp que no llegaba a tiempo… Miles casi podía oír su avergonzada expresión por el enlaceaudio, en su mente. Menos mal que Vorgier no le había confesado estos detalles antes, cuando Miles habría tenido un montón de horas en ruta para reflexionar sobre ellos, atascado en su nave correo.
—Las damas Vor no son sacrificables. La señora Vorthys tiene el corazón débil, según me ha dicho su marido, el Lord Auditor Vorthys. Y la señora Vorsoisson es… no es sacrificable. Y los komarreses son los menos sacrificables de todos. Los queremos vivos para interrogarlos. Lo siento, capitán, pero no me gusta su plan.
Vorgier se envaró.
—Lord Auditor, comprendo su preocupación, pero creo que este asunto será concluido de manera más rápida y efectiva como operación militar. La autoridad civil puede ayudar mejor quitándose de en medio y dejando que los profesionales hagan su trabajo.
El mando de SegImp le había confiado a dos hombres de excepcional competencia, Tuomonen y Gibbs; ¿por qué, oh, por qué, no podían venir esas cosas de tres en tres? Se suponía que así tenía que ser, maldición.
—Ésta es
mi
operación, capitán, y responderé personalmente al Emperador por cada detalle. Me he pasado los diez últimos años como agente galáctico de SegImp y he tratado con más malditas situaciones que nadie más en la lista de Simon Illyan y sé
exactamente
cómo se puede meter la pata en una operación
profesional
—se señaló el pecho—. Ahora bájese de su caballo Vor e infórmeme adecuadamente.
Vorgier pareció considerablemente confundido; Husavi ensayó una sonrisa, que indicó a Miles cómo habían ido las cosas por ahí. Para crédito de Vorgier, se recuperó casi instantáneamente.
—Venga por aquí, Lord Auditor —dijo—, al centro de operaciones. Le indicaré los detalles, y usted podrá juzgar por sí mismo.
Mejor
. Se encaminaron por el pasillo, casi demasiado rápido para el gusto de Miles.
—¿Ha habido algún cambio en el aumento de energía en la zona de Transportes Puerto Sur?
—Todavía no —respondió Husavi—. Como usted ordenó, mis ingenieros desconectaron sus líneas, dejando sólo lo necesario para el mantenimiento vital. No sé cuánta energía podrán sacar los komarreses del carguero del sistema local que tienen atracado allí. Soudha ha dicho que si tratamos de capturar o retirar la nave, abrirán la compuerta y expulsarán a las damas Vor, así que hemos esperado. Nuestros sensores no indican ninguna lectura desacostumbrada todavía.
—Bien.
Frustrante, pero bien. Miles no podía imaginar por qué los komarreses no habían conectado ya su aparato colapsador de agujeros de gusano, en un último esfuerzo por conseguir su objetivo tan largamente anhelado. ¿Había descubierto Soudha su defecto inherente? ¿Lo había corregido, o había intentado hacerlo? ¿No estaba preparado aún, y los komarreses disponían los detalles frenéticamente incluso en esos últimos momentos? En cualquier caso, una vez que estuviera armado, todos correrían peligro, porque el profesor y Riva habían llegado a la conclusión de que había un cincuenta por ciento de probabilidades, más o menos, de que hubiera una inmediata sacudida gravitatoria del agujero de gusano en cuanto el artilugio quedara conectado, lo cual destrozaría la estación. Cuando Miles preguntó qué diferencia técnica había entre
una posibilidad del cincuenta por ciento
y un
no lo sabemos
, no recibió una respuesta clara. Los nuevos refinamientos técnicos se detuvieron cuando llegó la noticia de lo que sucedía aquí arriba; el profesor venía de camino, sólo unas horas por detrás de Miles.
Doblaron una esquina y entraron en el tuboascensor.
—¿Cuál es el estado actual de la evacuación de la estación? —preguntó Miles.
—Hemos desviado a todas las naves que venían de camino —respondió Husavi—. Un par tuvo que atracar para repostar, o no habría podido llegar a una estación alternativa —esperó a salir a un nuevo pasillo antes de continuar—. Hemos conseguido trasladar a la mayoría de los pasajeros de tránsito y a unos quinientos miembros no esenciales de personal.
—¿Qué excusa les están dando?
—Les hemos dicho que hay una amenaza de bomba.
—Excelente.
Y completamente cierto
.
—La mayoría está cooperando. Algunos no.
—Hum.
—Pero hay un serio problema con el transporte. No hay suficientes naves para trasladar a todo el mundo en menos de diez horas.
—Si la toma de energía de la bodega de Puerto Sur asciende súbitamente, tendrán que empezar a enviar gente a la estación militar.
Aunque Miles no estaba seguro de que el impacto gravitatorio, si se producía, no fuera a dañar o a destruir también la estación militar. —Tendrán que ayudar.
—El capitán Vorgier y yo discutimos esta posibilidad con el comandante militar, mi señor. No le hizo gracia la perspectiva de una súbita riada de, hum, personas seleccionadas al azar y sin permiso en su estación.
Miles suponía que no.
—Hablaré con él —suspiró.
El «centro de operaciones» de Vorgier resultó ser las oficinas locales de SegImp; Miles tuvo que admitir que la cámara de comunicaciones centrales tenía un parecido razonable con la sala de tácticas de una nave de guerra. Vorgier convocó un holovid de los atracaderos y zona de carga de Puerto Sur, con más detalles técnicos que el que Miles había estado estudiando durante la última hora. Repasó la supuesta colocación de los hombres, y la técnica y el tiempo calculado del ataque. No era un mal plan, para tratarse de un asalto. En su juventud, en operaciones encubiertas, Miles se había encontrado con actos donde la valentía y la idiotez contaban lo mismo. Muy bien… contaba más la idiotez, admitió tristemente para sí. «Algún día, Miles —le dijo una vez su jefe de SegImp, Simon Illyan—, espero que vivas para tener una docena de subordinados como tú.» Hasta ese momento Miles no había comprendido que se trataba de una maldición formal por parte de Illyan.
El tono de vendedor de Vorgier se fue apagando en la mente de Miles, sustituido por una repetición de la grabación del último mensaje de Ekaterin, que Vorgier le había transmitido por tensorrayo. Había memorizado cada expresión durante las tres últimas horas.
Ahora mismo estoy en la cabina de control de una bodega de carga, pero están abriendo la puerta
. Ella no había dicho nada sobre el aparato. A menos que pretendiera continuar informando sobre ello cuando dijo aquello de
Díganle a lord Vorkosigan, díganle a SegImp
y fue tan bruscamente interrumpida por la manaza del enrojecido Soudha. En el fondo de la difusa imagen no podía verse nada más que la cabina de control, a pesar de la ampliación informatizada. Y al matemático, Cappell, sujetando una llave que parecía dispuesto a usar para algo más que para apretar tornillos, aunque evidentemente no lo había hecho; SegImp había recibido vids de ambas mujeres vivas, antes de que Soudha cortara la señal. Esas breves imágenes también ardían en el cerebro de Miles.
—Muy bien, capitán Vorgier —interrumpió Miles—. Dejemos su plan como último recurso.
—¿Para ser aplicado bajo qué circunstancias, Lord Auditor?
Por encima de mi cadáver
, pensó Miles. Vorgier tal vez no comprendiera que no se trataba de un chiste.
—Antes de que empecemos a derribar paredes, quiero intentar negociar con Soudha y sus amigos.
—Son terroristas komarreses. Locos… ¡No puede negociar con ellos!
El difunto barón Ryoval fue un loco. El difunto ser Galen fue un loco, sin dudar. Y al difunto general Metzov también le faltaba algún que otro tornillo, pensándolo bien. Miles tuvo que admitir que todos tenían una clara tendencia negativa a negociar.
—No carezco de experiencia en el problema, Vorgier. Pero no creo que el doctor Soudha sea un loco. Ni siquiera es un científico loco. Tan sólo es un ingeniero muy molesto. Esos komarreses tal vez sean los revolucionarios más sensatos que he visto en mi vida.
Se quedó de pie un momento, mirando sin ver la pintoresca y ominosa táctica de Vorgier, la logística de la evacuación de la estación peleando en su mente con elucubraciones sobre el estado mental de los komarreses. Delirio, pasión política, personalidad, juicio… visiones del terror y la desesperación de Ekaterin giraron en el fondo de su cerebro. Si un lugar tan espacioso como las cúpulas komarresas le producían claustrofobia… basta. Imaginó una gruesa hoja de cristal deslizándose entre él y aquella vorágine personal de ansiedad. Si su autoridad era absoluta, también lo era su obligación de pensar con claridad.
—Cada hora que pasa compra vida. Tenemos que ganar tiempo. Póngame con el comandante de la estación militar —ordenó—. Después de eso, veamos si Soudha contesta a su comuconsola.
La cámara deliberadamente vacía en la que Miles se sentó, tanto podría haber estado en la cercana estación militar, o en una nave a miles de kilómetros de la estación, como a pocos metros de la bodega de Puerto Sur, donde en realidad se hallaba. La localización de Soudha, cuando su rostro se formó por fin sobre la placavid, no fue tan anónima: estaba sentado en la misma cabina de control desde donde Ekaterin había enviado la alarma. Miles se preguntó qué técnicos estarían vigilando los pasillos a la espera de los movimientos de SegImp, y quién mantenía un nervioso dedo sobre el control de la compuerta al exterior. ¿Lo habrían dejado en modo automático?
El rostro de Soudha estaba ceniciento y sinceramente cansado, sin su habitual descaro mentiroso. Lena Foscol estaba sentada, tensa, a su derecha, como una especie de anticuado visir. También se veía a la señora Radovas, el rostro medio en sombras tras Soudha, y Cappell se encontraba a un lado, casi fuera del encuadre. Bien. La asamblea de votantes komarreses, si leía bien los signos.
Al menos honraban hasta ese punto su autoridad como Auditor Imperial.
—Buenas noches, doctor Soudha —empezó a decir Miles.
—¿Está usted aquí? —las cejas de Soudha se alzaron cuando advirtió la falta de retraso en la transmisión.
—Sí, bueno, al contrario que el administrador Vorsoisson, salí con vida de mi encadenamiento en la estación experimental. Sigo sin saber si pretendían ustedes que sobreviviera o no.
—No es cierto que Vorsoisson murió, ¿no? —interrumpió Foscol.
—Oh, sí —Miles hizo que su voz sonara deliberadamente casual—. Tuve que verlo todo, como ustedes habían planeado. Cada sucio minuto. Fue una muerte muy fea.
Ella guardó silencio.
—Todo eso no tiene ya razón de ser —dijo Soudha—. El único mensaje que queremos recibir de ustedes es que tienen la nave de salto preparada para que nos transporte al espacio neutral más cercano, Pol o Escobar, donde les entregaremos a sus damas Vor. Si no es así, cortaré la comunicación.
—Tengo que darle primero un poco de información gratuita —dijo Miles—. Creo que no es lo que espera.
Soudha agitó una mano.
—Adelante.
—Me temo que su colapsador de agujeros de gusano ya no es un arma secreta. Encontramos los datos técnicos en Diseños Bollan. El profesor Vorthys invitó a la doctora Riva, de la Universidad de Solsticio, para que nos asesorara. ¿Conoce usted su reputación?
Soudha asintió, cauto. Los ojos de Cappell se ensancharon. La señora Radovas lo miró, cansada. Foscol parecía profundamente recelosa.
—Bueno, sumando sus datos técnicos, los que extrajimos del accidente del espejo solar, y la física de Riva… también estaba presente un matemático llamado doctor Yuell, por si el nombre significa algo para ustedes, y el principal analista de fallos del Imperio y el principal experto pentaespacial del Imperio han llegado a la conclusión de que no consiguieron ustedes inventar un colapsador de agujeros de gusano. Lo que inventaron fue un bumerán de agujero de gusano. Riva dice que cuando las ondas pentaespaciales amplifican la resonancia del agujero más allá de sus límites de fase, en vez de colapsarse, el agujero devuelve la energía al triespacio en forma de pulso gravitatorio. Entrometerse con este pulso fue lo que destruyó el espejo solar y el carguero, y… lo siento, señora Radovas, mató al doctor Radovas y a Marie Trogir. Lamento informarles que el equipo de investigación de causas probables encontró su cuerpo hace unas horas, envuelto en algunos de los destrozos que recuperamos hace casi una semana.