La señora Radovas la miró.
—Apoyé a mi marido. Si no lo hubiera hecho… aún estaría vivo. Lena, estoy
cansada
.
—Tal vez deberías descansar, antes de decidir —sugirió Foscol.
La mirada que recibió a cambio le hizo bajar los ojos, y mirar hacia otro lado.
—¿Crees lo que dice? —le preguntó la señora Radovas a Soudha—. ¿El aparato no funciona?
Soudha frunció el ceño.
—Sí. Me temo que así es. O habría votado de otro modo.
—Pobre Barto —ella miró a Miles durante largo rato, con asombro desinteresado.
—¿Por qué es decisivo su voto? —preguntó Miles, animado por su aparente falta de pasión.
—El plan fue originalmente idea de mi marido. Esta obsesión ha dominado mi vida durante siete años. Su proporción en las acciones de voto fue considerada siempre la mayor.
Qué típicamente komarrés. Entonces Soudha era el segundo al mando, obligado a calzar los zapatos del muerto… Todo se había vuelto sorprendentemente irrelevante.
Tal vez le pondrán su nombre. El Efecto Radovas
.
—Entonces ambos somos herederos, en cierto modo.
—En efecto —los labios de la viuda se torcieron—. Sabe, nunca olvidaré la expresión de su cara cuando ese tonto de Vorsoisson le dijo que no había lugar en sus impresos para una orden imperial. Casi me eché a reír, a pesar de todo.
Miles sonrió brevemente, sin atreverse apenas a respirar.
La señora Radovas sacudió la cabeza, incrédula, pero no hacia sus promesas.
—Bien, lord Vorkosigan… aceptaré su palabra. Y descubriremos si es digna —miró los rostros de sus tres colegas, pero cuando habló, lo miró a él—. Voto por dejarlo ahora.
Miles esperó tensamente algún signo de disensión, protesta, revuelta interna. Cappell dio un puñetazo contra la pared de cristal de la cabina, que reverberó, y se volvió, gesticulando. Foscol enterró su rostro entre sus manos. Después de eso, silencio.
—Entonces ya está —dijo Soudha, claramente exhausto. Miles se preguntó si la noticia del defecto inherente del aparato le había drenado de voluntad más que de argumentos—. Nos rendimos, confiando en su palabra de que conservaremos la vida. Lord Auditor Vorkosigan —cerró los ojos con fuerza y volvió a abrirlos—. ¿Y ahora qué?
—Un montón de movimientos lentos y sensatos. Primero, disuado a SegImp de su idea de un asalto heroico. Se estaban poniendo bastante nerviosos ahí fuera. Luego informan ustedes al resto de su grupo. Después desarman las trampas que hayan emplazado, y amontonan las armas bien lejos. Abran las puertas. Luego siéntense tranquilitos en el suelo de la bodega de carga con las manos sobre la cabeza. En ese punto, dejaré entrar a los muchachos. Por favor —añadió prudentemente—, eviten movimientos súbitos, ese tipo de cosas.
—Así sea.
Soudha cortó la comunicación y los komarreses desaparecieron. Miles se estremeció, súbitamente desorientado, solo de nuevo en su pequeña sala.
Parecía que el hombre que gritaba tras la pared de cristal de su mente había lanzado un ariete.
Miles abrió el canal de su comuconsola y ordenó que un equipo médico acompañara a los oficiales de SegImp y Seguridad de la estación, que irían armados con aturdidores y sólo con aturdidores. Repitió la última orden un par de veces, para asegurarse. Le parecía que había pasado un siglo allí sentado. Cuando trató de levantarse, casi se cayó de bruces. Luego echó a correr.
El único compromiso de Miles con la ansiedad de Vorgier respecto a la seguridad personal del Auditor Imperial fue bajar por la rampa de acceso a la bodega de Puerto Sur detrás de él en vez de delante del equipo de seguridad. La docena de komarreses, sentados en el suelo con las piernas cruzadas, se volvieron para ver cómo entraban los de Barrayar. Detrás de Miles venía la escuadra de técnicos, que se desplegaron en busca de trampas ocultas, y tras ellos el equipo médico con una plataforma flotante.
Lo primero que llamó la atención de Miles después de los seres vivos fue la plataforma de carga volcada en el centro de la bodega, en lo alto de una pila de equipo roto. Pudo reconocer a duras penas, por los diagramas que había visto en Komarr, que se trataba del quinto aparato. Su corazón dio un brinco ante esta inexplicable y agradecida visión.
Avanzó hasta el lugar donde estaban esposando a Soudha.
—Santo cielo. Su colapsador de agujeros de gusano parece que ha tenido un accidente. Pero no le servirá de nada. Tenemos los planos.
Cappell y un hombre al que Miles reconoció como el ingeniero que había huido de Diseños Bollan estaban allí cerca. Lo miraron con mala cara. Foscol se acercó para oír, debatiéndose contra la oficial que la arrestaba.
—No fuimos nosotros —suspiró Soudha—. Fue
ella
.
Un gesto con el pulgar y Miles miró hacia la puerta interior de la compuerta del personal de la bodega. Había una barra de metal cruzada en la entrada; los extremos estaban fundidos en la puerta y la pared respectivamente.
Los ojos de Miles se abrieron como platos.
—¿Ella?
—Esa zorra del infierno. O de Barrayar, que es casi lo mismo. La señora Vorsoisson.
—Impresionante.
La fuente de varias de las extrañas respuestas de los komarreses en sus recientes negociaciones empezó por fin a quedar clara.
—Hum…
¿cómo?
Los tres komarreses trataron de responderle a la vez, con una mezcla de reproches que incluían un montón de frases como:
Si Radovas no la hubiera dejado salir, si tú no hubieras dejado que Radovas la dejara salir, ¿cómo iba yo a saberlo? La vieja me pareció enferma. Todavía lo parece. Si no hubieras soltado el mando a distancia delante de ella, si no hubieras salido de la maldita cabina de control, si te hubieras movido más rápido, si hubieras corrido hacia la plataforma y cortado la
energía
, ¿por qué no se te ocurrió eso, eh?
Con lo cual Miles lentamente pudo formar la más gloriosa imagen mental que había tenido en todo el día. En todo el año. Desde hacía un montón de tiempo, en realidad.
Estoy enamorado. Estoy enamorado. Antes sólo pensaba que estaba enamorado. Ahora lo estoy de verdad. ¡Tengo, tengo, tengo que conseguir a esta mujer! Mía, mía, mía. ¡Lady Ekaterin Nile Vorvayne Vorsoisson Vorkosigan, sí!
SegImp y los Auditores Imperiales sólo tenían que recoger los pedazos, y todo por ella. Miles quiso tirarse al suelo y rodar y aullar de alegría, lo que sería muy poco diplomático por su parte, dadas las circunstancias. Mantuvo una expresión neutral y muy seria. De algún modo, le parecía que los komarreses no iban a apreciar el exquisito placer de la situación.
—Cuando la metimos en la compuerta, la soldé —dijo Soudha lentamente—. No iba a dejar que nos lo hiciera una tercera vez.
—¿Tercera vez? —dijo Miles—. Si ésa fue la segunda, ¿cuál fue la primera?
—Cuando ese idiota de Arozzi la trajo, casi lo descubrió todo al pulsar la alarma de emergencia.
Miles miró la alarma en la pared cercana.
—¿Y entonces qué sucedió?
—Tuvimos la súbita visita de los encargados del control de accidentes de la estación. Creí que nunca iba a deshacerme de ellos.
—Ah. Ya veo.
Qué curioso. Vergier nunca mencionó esa parte
. Ya veremos luego.
—¿Quiere decir que hemos pasado las cinco últimas horas evacuando la estación para nada?
Soudha sonrió amargamente.
—¿Y quiere que yo lo compadezca, barrayarés?
—No importa.
Los prisioneros formaron en fila y fueron saliendo: con un gesto, Miles ordenó que Soudha se quedara.
—El momento de la verdad, Soudha. ¿Hay una trampa?
—Hay una carga sensora al movimiento en la puerta exterior. Abrirla desde este lado no la disparará.
Con férreo autocontrol, Miles vio cómo un técnico de SegImp aplicaba su soplete a la barra de metal. Ésta cayó al suelo con un golpe seco. Miles se detuvo en un último momento de temor.
—¿A qué está esperando? —preguntó Soudha, curioso.
—Sólo reflexionaba sobre la profundidad de su ingenuidad política. Supongamos que esto se dispara y nos arrebata el premio al final.
—¿Ahora? ¿Por qué? Se acabó.
—Venganza. Manipulación. Tal vez quiere usted enfurecerme y provocar una repetición de la Masacre de Solsticio, aunque a menor escala. Podría ser un golpe propagandístico. El que merezca la pena perder la vida en el empeño es cosa suya, claro. Bien preparado, el incidente podría ayudar a iniciar una nueva Revuelta en Komarr, supongo.
—Tiene usted una mente verdaderamente retorcida, lord Vorkosigan —dijo Soudha, sacudiendo la cabeza—. ¿Es su educación, o su genética?
—Sí —Miles suspiró. Tras un breve momento de reflexión, indicó a los guardias que continuaran, y Soudha marchó detrás de sus colegas.
Después de que el Auditor Imperial les concediera permiso con un gesto de asentimiento, el técnico pulsó la tecla de control. La puerta interior gimió, atascándose a medio camino. Miles la empujó con la bota, y se abrió por fin.
Ekaterin estaba de pie, entre la puerta interior y la profesora, que estaba sentada en el suelo con el chaleco de su sobrina sobre su propia chaquetilla. El rostro de Ekaterin mostraba una magulladura roja, tenía el pelo en desorden, los puños apretados, y parecía a la vez demente y preciosa, en opinión personal de Miles. Sonriendo de oreja a oreja, extendió los brazos y entró.
Ella lo miró.
—Ya era hora —pasó ante él, murmurando con tono de reproche—. ¡Hombres!
Tras un brevísimo sobresalto, Miles consiguió convertir sus brazos abiertos en una leve reverencia hacia la profesora.
—Señora Vorthys, ¿se encuentra bien?
—Vaya, hola, Miles —ella lo miró parpadeando, el rostro gris y con aspecto de estar pasando mucho frío—. He estado mejor, pero creo que sobreviviré.
—Tengo una plataforma flotante esperándola. Estos fornidos jóvenes la ayudarán.
—Oh, gracias, querido.
Miles se hizo a un lado e indicó a los tecnomeds que entraran. La profesora pareció encantada con que la subieran a la plataforma médica y la cubrieran con cálidas mantas. Un examen preliminar y unas cuantas palabras de debate acabaron por proporcionarle media dosis de sinergina, pero ninguna intravenosa; entonces la plataforma se alzó en el aire.
—El profesor estará aquí dentro de poco —le aseguró Miles—, De hecho, es muy probable que llegue antes de que las dos salgan de la enfermería de la estación. Me encargaré de que lo lleven allí directamente.
—Muchísimas gracias —la profesora le indicó que se acercara; cuando se inclinó sobre ella, lo agarró por la oreja y le plantó un beso en la mejilla—. Ekaterin fue maravillosa —susurró.
—Lo sé —respondió él. Sus ojos se encogieron, y ella le devolvió la sonrisa.
Se acercó al lado de Ekaterin, esperando que el ejemplo de su tía pudiera inspirarla. (No le importaría que mostrara un poquito de agradecimiento, no señor.)
—No pareció sorprendida de verme —murmuró. La plataforma se puso en marcha, bajo la guía del tecnomed, y Ekaterin y él la siguieron a pie. Los técnicos de SegImp esperaron amablemente a que despejaran la cámara para zambullirse en la compuerta y desarmar la carga.
Ekaterin se pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja con una mano que temblaba ligeramente. En sus brazos asomaron también magulladuras cuando su manga se retiró. Miles las miró con el ceño fruncido.
—Sabía que tenían que ser los nuestros —dijo ella simplemente—. O de lo contrario habría sido la otra puerta.
—Oh. Cierto —había tenido tres horas para contemplar esa posibilidad—. Mi correo rápido fue lento.
Pasaron en silencio al siguiente pasillo. Aunque habría sido gratificante que ella se echara en sus brazos y llorara aliviada (bueno, si no en su hombro sí al menos en su coronilla) delante de todos aquellos tipos de SegImp, él tenía que admitir que admiraba aún más este estilo.
¿Qué don tienes con las mujeres altas y el amor no correspondido?
Su primo Iván sin duda tendría algo mordaz que decir. Gruñó al pensar en ello. Ya trataría con Iván y otros peligros a su cortejo más tarde.
—¿Sabe que ha salvado unas cinco mil vidas? —le preguntó.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué?
—El aparato era defectuoso. Si los komarreses lo hubieran puesto en marcha, el rebote gravitacional del agujero de gusano habría destrozado esta estación como hizo con el espejo solar, posiblemente con el mismo número de supervivientes. Y me estremezco ante la idea de la factura por daños. Pensar que Illyan se quejaba de las pérdidas de equipo cuando yo era agente encubierto…
—¿Quiere decir… que no funcionaba después de todo? ¿Hice todo eso por nada? —ella se detuvo en seco, los hombros hundidos.
—¿Qué quiere decir por nada? He conocido a generales imperiales que completaron sus carreras con menos éxitos. Creo que deberían darle a usted una maldita medalla. Excepto que todo este asunto acabará siendo confidencial, y tendrán que inventar un nuevo nivel de confidencialidad sólo para él. Y luego hacer confidencial la confidencialidad.
Ella arrugó los labios, no demasiado alegremente.
—¿Y qué haría yo con un objeto tan inútil como una medalla?
Él pensó divertido en el contenido de cierto cajón en la Casa Vorkosigan.
—¿Enmarcarla? ¿Usarla como pisapapeles? ¿Quitarle el polvo?
—Justo lo que siempre quise. Más trastos.
Él le sonrió; ella sonrió por fin, superando claramente su subida de adrenalina. Respiró hondo y se puso de nuevo en marcha, y él mantuvo el paso. Ekaterin se había enfrentado al enemigo, lo había dominado, había esperado tres horas a las puertas de la muerte, y había acabado de pie y mostrando los dientes. Demasiado educada, ja.
Oh, sí, papá, quiero ésta
.
Se detuvo en la puerta de la enfermería. La profesora se perdió en el interior, acompañada por los médicos, como una dama en un palanquín. Ekaterin se detuvo con él.
—Tengo que dejarla un rato y comprobar cómo están mis prisioneros. El personal de la estación cuidará de usted.
Ella arrugó el entrecejo.
—¿Prisioneros? Oh, sí. ¿Cómo se deshizo de los komarreses?
Miles sonrió torvamente.
—Persuasión.
Ella lo miró, sonriendo con un lado de la boca. Tenía el labio inferior lastimado; él quiso besarlo y curarlo.
Todavía no. Oportunidad, muchacho. Y otra cosa más
.