Sus pasos aceleraron en el pasillo que conducía a su apartamento; se sentía como un animal herido que no quería más que esconderse en su cubil. Se detuvo bruscamente ante la puerta, y respiró hondo. El panel de la cerradura de palma colgaba arrancado de la pared, y la puerta corredera no estaba cerrada del todo. Una fina línea de luz asomaba por el filo. Ella retrocedió un paso y señaló.
Vorkosigan comprendió la situación de inmediato e hizo una señal al guardia, quien, igualmente silencioso, se dirigió hacia la puerta y sacó su aturdidor. Vorkosigan se llevó un dedo a los labios, la agarró del brazo y la hizo retirarse pasillo abajo hasta los ascensores. La puerta automática no funcionaba: el guardia tuvo que agarrarla y apoyarse sobre ella para devolverla al raíl. Con el aturdidor levantado y el visor bajado, entró en el apartamento. El corazón de Ekaterin le golpeaba dentro del pecho.
Después de unos minutos, el guardia de SegImp, con el visor alzado de nuevo, asomó la cabeza por la puerta.
—Aquí ha entrado alguien, milord, en efecto. Pero ya no hay nadie.
Vorkosigan y Ekaterin lo siguieron al interior.
Las maletas de Vorkosigan y las suyas, que Ekaterin había dejado junto a la puerta del vestíbulo, estaban abiertas. Las ropas estaban desperdigadas en montones mezclados por todo el suelo. Al parecer habían tocado pocas cosas más en el apartamento: había algunos cajones abiertos, con su contenido volcado, pero aparte de ese desorden no habían destrozado nada. ¿Se trataba de una violación, cuando ella misma había dejado el lugar, abandonando todas sus posesiones? Apenas lo sabía.
—Así no dejé mis cosas —observó Vorkosigan amigablemente cuando se reunieron de nuevo en el vestíbulo después de su corta inspección.
—Ni yo tampoco —dijo ella, algo desesperada—. Pensé que volvería usted con Tien, y luego se marcharía, así que le hice la maleta.
—No toque nada, sobre todo las comuconsolas, hasta que lleguen los especialistas —le dijo Vorkosigan. Ella asintió, comprendiendo. Los dos se quitaron las pesadas chaquetas; automáticamente, Ekaterin las colgó.
Vorkosigan desoyó su propio consejo, y se arrodilló en el vestíbulo para rebuscar entre los montones.
—¿Guardó mi caja de datos?
—Sí.
—Ya no está.
Suspiró, se puso en pie y alzó su muñeca para informar de los nuevos acontecimientos al capitán Tuomonen, que todavía estaba en la estación experimental. El sobrecargado Tuomonen, sorprendido, maldijo un poco y ordenó a su soldado que permaneciera junto al Lord Auditor como si fuera su sombra hasta que lo relevaran. Por una vez, Vorkosigan no puso objeciones.
Vorkosigan regresó al montón de ropa y empezó a rebuscar.
—¡Ja! —exclamó, y sacó la caja que contenía aquel extraño aparato. La abrió a toda prisa, con manos temblorosas—. Gracias a Dios que no se llevaron esto. Señora Vorsoisson… —su tono, normalmente decidido, vaciló un poco—. Me pregunto si le molestaría… ayudarme en esto.
Ella casi dijo que sí, sin pensar, pero consiguió alterar la palabra a un «¿qué?» antes de que saliera de su boca.
Él sonrió, tenso.
—Ya le mencioné mi problema con los ataques. No tiene cura, por desgracia. Pero mis médicos barrayareses encontraron una especie de paliativo. Uso esta maquinita para estimular ataques, para que ocurran en un momento y espacio controlados y que no se produzcan en momentos y espacios descontrolados. El estrés tiende a agravarlos.
Por su forzada sonrisa, ella vio que él estaba recordando el frío pasillo tras el edificio de Ingeniería.
—Sospecho que me toca uno dentro de muy poco. Me gustaría acabar con eso de una vez.
—Comprendo. Pero ¿qué tengo que hacer?
—Necesito un vigilante. Alguien que se encargue de que no me muerda la lengua, o me haga daño o estropee algo mientras estoy inconsciente. No debe de ser muy difícil.
—Muy bien…
Bajo la mirada dudosa del guardia de SegImp, ella lo siguió hasta el salón. Él se dirigió al sofá.
—Si se tiende en el suelo —sugirió Ekaterin, todavía sin saber con qué tipo de espectáculo iba a encontrarse—, no se podrá caer.
—Ah. Cierto.
Él se tendió en la alfombra, con la caja abierta en la mano. Ella se aseguró de despejar el espacio que los rodeaba, y se arrodilló junto a él.
Miles desplegó el aparato, que parecía un par de auriculares con una almohadilla en un extremo y un misterioso bulto en el otro. Se lo colocó sobre la cabeza y lo ajustó en sus sienes. Le sonrió a Ekaterin de una manera que, ella comprendió, era de enorme vergüenza.
—Me temo que esto parece un poco estúpido —murmuró.
Y se colocó un protector de plástico en la boca y se tumbó.
—Espere —dijo Ekaterin de repente, mientras él se acercaba la mano a la sien.
—¿Qué?
—¿Podrían… podrían haber alterado esa cosa los que han entrado? Tal vez habría que comprobarla primero.
Sus ojos se encontraron con los suyos; con tanta certeza como si hubiera sido telépata, ella compartió con él en ese momento una visión donde su cabeza estallaba al pulsar el mando del estimulador.
Miles se quitó el aparato, se sentó y escupió la protección bucal.
—¡Mierda! —exclamó. Un momento después, con un tono tranquilo pero media octava más agudo de lo normal, añadió—: Tiene razón. Gracias. No estaba pensando. Hice… hice muchas promesas cósmicas, que si me veía en esta situación, haría esto lo primero, y
nunca nunca nunca
lo pospondría ni un día más.
Hiperventilando, miró consternado el aparato que todavía tenía en la mano.
Entonces sus ojos se pusieron en blanco y cayó hacia atrás. Ekaterin le sujetó la cabeza justo antes de que chocara contra la alfombra. Sus labios mostraban una extraña sonrisa. Su cuerpo se estremeció, en oleadas que llegaron hasta los dedos de sus manos y sus pies, pero no se agitó salvajemente como ella esperaba. El guardia se acercó, lleno de pánico. Ella rescató el protector bucal y se lo encajó entre los dientes, una tarea no tan difícil como pareció al principio: a pesar de que daba esa impresión, él no estaba rígido.
Ekaterin se sentó sobre sus talones, y lo observó.
Provocado por el estrés. Sí. Ya veo
. Su cara estaba… alterada, su personalidad ausente pero de un modo que no se parecía al sueño ni a la muerte. Parecía enormemente grosero por su parte verlo así, tan vulnerable; la cortesía la instó a mirar hacia otro lado. Pero él le había encomendado precisamente esta tarea.
Comprobó su crono. Él había dicho que los ataques duraban unos cinco minutos. Pareció una pequeña eternidad, pero de hecho pasaron menos de tres minutos antes de que su cuerpo se relajara. Permaneció tendido en una inconciencia alarmantemente flácida otro minuto más, y luego tomó aire, estremeciéndose. Sus ojos se abrieron y miraron alrededor, sin comprender. Por fin sus dilatadas pupilas consiguieron ser del mismo tamaño.
—Lo siento. Lo siento… —murmuró, aturdido—. No pretendía hacerlo.
Permaneció tumbado boca arriba, las cejas fruncidas.
—¿Cómo es, por cierto? —añadió después de un momento.
—Muy raro —le contestó Ekaterin, sincera—. Me gusta más su cara cuando usted está dentro de su cabeza —ella no había advertido lo poderosa y sutilmente que su personalidad animaba sus rasgos hasta que vio que todo aquello desaparecía.
—A mí también me gusta más mi cabeza cuando estoy dentro —jadeó él. Cerró los ojos y los volvió a abrir—. Me marcharé ahora mismo.
Sus manos se retorcieron, y trató de sentarse.
Ekaterin no creía que debiera intentar hacer nada todavía. Lo obligó a tenderse colocando una mano sobre su pecho.
—No se atreva a llevarse a ese guardia hasta que me arreglen la puerta.
Aunque desde luego su cara cerradura electrónica tampoco parecía servir para mucho.
—Oh. No, por supuesto que no —dijo él débilmente.
Quedaba patente que la declaración implícita de Vorkosigan de que regresaba de sus ataques sin ningún efecto secundario era, si no una mentira, sí una exageración. Tenía un aspecto terrible.
Ella alzó la mirada hacia el preocupado guardia.
—Cabo. ¿Quiere ayudarme a llevar a lord Vorkosigan a la cama para que se recupere un poco más? O al menos hasta que llegue su gente.
—Claro, señora.
Parecía aliviado de que le dieran indicaciones, y la ayudó a poner a Vorkosigan en pie.
Ekaterin hizo un rápido cálculo. La cama de Nikki era la única disponible en este momento, y su habitación no tenía comuconsola. Si Vorkosigan se quedaba dormido, cosa que obviamente necesitaba de manera desesperada después de lo que había experimentado esta noche, existía la posibilidad de que pudiera quedarse allí incluso cuando llegara la invasión de los expertos de SegImp.
—Por aquí —le indicó al guardia, y los condujo pasillo abajo.
La incoherencia de los murmullos de protesta de Vorkosigan aseguró a Ekaterin que estaba haciendo exactamente lo adecuado. Él volvía a tiritar. Le ayudó a quitarse la túnica, lo hizo tenderse, le quitó las botas, lo cubrió con nuevas mantas, subió al máximo la calefacción de la habitación, apagó las luces y se retiró.
No había nadie para llevarla a ella a la cama, pero no tenía ganas de conversar con el guardia, que se apostó en el salón esperando refuerzos. Sentía como si le hubieran dado una paliza por todo el cuerpo. Tomó unos analgésicos y se tumbó vestida en su dormitorio, mientras su mente hervía con un millar de incertidumbres e ideas en conflicto sobre lo que debería hacer a continuación.
El cuerpo de Tien, que había respirado junto a ella en este sitio anoche mismo, debía estar ya en las manos de los forenses de SegImp, tendido desnudo y quieto sobre una fría bandeja de metal en algún laboratorio de Serifosa. Esperaba que trataran al cadáver con algo de dignidad, y no con el nervioso sentido del humor que a veces provoca la muerte.
Cuando le resultaba imposible permanecer más tiempo en esta cama, tenía por costumbre pasar a su taller y juguetear con sus jardines virtuales. El Jardín Barrayarés era últimamente su favorito. Carecía de la textura, el olor, las lentas satisfacciones del de verdad, pero de todas formas la tranquilizaba. Pero primero Vorkosigan había ocupado la habitación, y luego le había ordenado que no tocara las comuconsolas hasta que SegImp las hubiera vaciado. Suspiró y se dio la vuelta, acurrucada en su rincón de costumbre aunque el resto de la cama estuviera vacío. Quiero dejar este sitio en cuanto pueda.
Quiero estar en algún lugar donde Tien no haya estado nunca
.
No esperaba dormir, pero ya fuera por los analgésicos o el cansancio, o por la combinación de ambas cosas, finalmente el sueño la atrapó.
Miles sabía que no iba a gustarle despertar. Un ataque fuerte solía dejarlo con síntomas parecidos a los de la resaca durante todo el día, y los efectos del aturdimiento por pistola incluían dolores musculares, espasmos, y pseudomigrañas. La combinación era espantosa. Gruñó, y trató de volver a dormir. Un suave contacto sobre su hombro frustró el intento.
—¿Lord Vorkosigan?
Era la suave voz de Ekaterin Vorsoisson. Sus ojos se abrieron a la luz, afortunadamente, tenue. Estaba en la habitación de su hijo Nikki, y no pudo recordar cómo había llegado hasta allí. Se volvió y la miró, parpadeando. Ella se había cambiado de ropa desde la última vez que la recordaba, arrodillada a su lado en el suelo del salón. En ese momento vestía una camisa beige de cuello alto y pantalones más oscuros, al estilo komarrés. Tenía el largo pelo suelto en mechones húmedos sobre los hombros. Él todavía tenía puesta la camisa manchada de sangre y los pantalones arrugados de la pesadilla de ayer.
—Lamento despertarle —continuó ella—, pero el capitán Tuomonen está aquí.
—Ah —dijo Miles pastosamente. Se enderezó. La señora Vorsoisson traía una bandeja con un tazón de café solo y un frasco de analgésicos. Ya había sacado dos píldoras del frasco, que esperaban junto a la taza. En la imaginación de Miles, un coro celestial suministró música de fondo—. Oh. Vaya.
Ella no dijo más hasta que él se metió las pastillas en la boca y las tragó. Sus manos hinchadas no funcionaban demasiado bien, pero consiguió agarrar el tazón en algo parecido a un abrazo mortal. Un segundo sorbo barrió todo un mundo desagradable que poblaba su boca y fue capaz de superar el reto de su revuelto estómago.
—Gracias. —Tras un tercer sorbo, consiguió preguntar—: ¿Qué hora es?
—Más o menos una hora después del amanecer.
Entonces había estado desconectado del mundo unas cuatro horas. Todo tipo de cosas pueden pasar en cuatro horas. Sin soltar la taza, trató de levantarse de la cama. Sus pies descalzos tantearon el suelo. Caminar iba a ser un asunto peliagudo durante los primeros minutos.
—¿Tiene prisa Tuomonen?
—No puedo decirlo. Parece cansado. Dice que han encontrado su sello.
Eso lo decidió: Tuomonen antes de una ducha. Tragó más café, le devolvió la taza a Ekater… a la señora Vorsoisson, y se puso en pie. Después de dirigirle una sonrisa incómoda, hizo unas cuantas flexiones y estiramientos, para asegurarse de que podría recorrer el pasillo sin caerse delante de SegImp.
Él no tenía ni idea de qué decirle. «Lamento que por mi culpa mataran a su marido» era inexacto en un par de puntos. Hasta que lo aturdieron, Miles pudo haber hecho media docena de cosas para alterar el resultado de la noche anterior; pero si Vorsoisson hubiera comprobado su maldita mascarilla de oxígeno antes de salir, como tenía que haber hecho, Miles estaba seguro de que todavía estaría con vida. Y cuanto más descubría sobre ese hombre, menos convencido estaba que su muerte fuera a perjudicar a su esposa. Viuda.
—¿Se encuentra usted bien? —ensayó, un momento después.
Ella sonrió débilmente y se encogió de hombros.
—Considerando las cosas…
Finas arrugas corrieron en paralelo entre sus ojos.
—¿Tomó usted, hum…? —él indicó el frasco de pastillas—. ¿Ha tomado alguna?
—Varias. Gracias.
—Ah. Bien.
Le han hecho daño, y no sé cómo arreglarlo
. Iba a hacer falta mucho más que un par de píldoras. Sacudió la cabeza, lamentó el gesto al instante, y salió tambaleándose a ver a Tuomonen.
El capitán de SegImp esperaba en el sofá circular del salón, también bebiendo agradecido el café de la señora Vorsoisson. Pareció considerar el levantarse y ponerse firmes cuando el Lord Auditor entró en la habitación, pero se lo pensó mejor.