Ella estaba ya tan nerviosa y exasperada que habría sacado a golpes las explicaciones de su críptica garganta. Se refugió en cambio en la burlesca formalidad que los había sacado tan noblemente del estanque.
—¡Si le place, mi señor!
—Ah, sí, bueno. Dagoola IV. No sé si ha oído hablar mucho de ese lugar…
—Un poco.
—Fue una evacuación bajo el fuego. Fue un caos. Las lanzaderas despegaban repletas de gente. Los detalles no importan ahora, excepto uno. Había una mujer, la sargento Beatrice. Más alta que usted. Teníamos problemas con la rampa de nuestra lanzadera: no se replegaba. No podíamos cerrar la escotilla y dejar atrás la atmósfera hasta que nos deshiciéramos de ella. Estábamos en el aire, no sé a qué altura, y había una gruesa capa de nubes. Lanzamos la rampa dañada, pero ella cayó también. Traté de agarrarla. Incluso le toqué la mano, pero fallé.
—¿Se… se mató?
—Oh, sí —su sonrisa se había vuelto extrañamente peculiar—. Fue una caída muy larga. Pero verá… hay algo que no vi hasta hace cinco minutos. Me he pasado cinco, seis años repasando esa imagen en mi cabeza. No todo el tiempo, entiéndalo, sino cuando me acordaba. Si hubiera sido un poco más rápido, si la hubiera agarrado con un poco más de fuerza, si no hubiera perdido el contacto, podría haberla salvado. Repetición instantánea una y otra vez. En todos estos años, ni una sola vez he pensado qué habría pasado de verdad si la hubiera llegado a sujetar. Ella pesaba dos veces más que yo.
—Le habría hecho caer también —dijo Ekaterin. A pesar de la simpleza de sus palabras, las imágenes que evocaban eran intensas e inmediatas. Ella se frotó las marcas rojas de sus muñecas, que ahora le dolían. Porque no la habría soltado.
Él se fijó por primera vez en las marcas.
—Oh, lo siento.
—No importa —ella dejó de masajearlas.
Eso no sirvió de nada, porque él le tomó la mano y frotó suavemente los cardenales, como si pudiera borrarlos.
—Creo que debe de haber algo extraño en la imagen que tengo de mi cuerpo —dijo.
—¿Se imagina a sí mismo con un metro ochenta de altura?
—Al parecer, parte de mí así lo cree.
—¿Le hace sentirse mejor… haberse dado cuenta de la verdad?
—No, no lo creo. Sólo… diferente. Más extraño.
Tenían las manos heladas. Ella se puso en pie, eludiendo su contacto.
—Tenemos que secarnos y entrar en calor, o a los dos nos… dará algo.
Pillarás una de muerte
, era la frase favorita de su tía-abuela para esos casos, una expresión bastante inadecuada en este momento. Ella dejó caer el zapato inútil que le quedaba en la primera papelera que encontraron.
De camino a la parada del coche-burbuja, cerca de la playa pública, Ekaterin entró en una tienda y compró un par de pintorescas toallas. En el coche-burbuja, conectó la calefacción al máximo.
—Tome —dijo, tendiendo las toallas a lord Vorkosigan mientras el coche aceleraba—. Quítese esa túnica empapada, al menos, y séquese un poco.
—Bien.
La túnica, la camisa de seda y la camiseta térmica cayeron al suelo con un golpe húmedo, y él se frotó el pelo y el torso vigorosamente. Su piel tenía un tono púrpura y azulino; cicatrices rosas y blancas resaltaban en contraste con el fondo más oscuro. Había cicatrices sobre cicatrices sobre cicatrices, la mayoría muy finas y quirúrgicamente rectas, en capas entrelazadas que se hacían más débiles y más pálidas cuanto más antiguas eran: en sus brazos, en sus manos y dedos, en su cuello y bajo el pelo, alrededor de sus costillas y en paralelo a su espina dorsal, y, más rosada y reciente, una marca irregular y convulsa centrada en su pecho.
Ella se quedó mirando, asombrada. Él se dio cuenta.
—No bromeaba con lo de las granadas de aguja, ¿verdad? —dijo Ekaterin a modo de disculpa.
Él se tocó el pecho con una mano.
—No. Pero la mayoría son de operaciones antiguas, por causa de los huesos quebradizos que me dio la soltoxina. Prácticamente han sustituido todos los huesos de mi cuerpo por otros sintéticos, en un momento u otro. Muy gradualmente, aunque supongo que no habría sido práctico desde el punto de vista médico que me quitaran el esqueleto, me sacudieran como a un traje y me volvieran a colocar en otro.
—Oh. Vaya.
—Irónicamente, todo esto representa las reparaciones con éxito. La herida que realmente me apartó del Servicio ni siquiera se puede ver.
Se tocó la frente y se envolvió en las toallas como si fueran un chal. Las toallas tenían gigantescas margaritas amarillas estampadas. Sus temblores disminuyeron, su piel se hizo menos púrpura, aunque aún mostraba parches.
—No pretendía alarmarla hace un rato.
Ella se encogió de hombros.
—Tendría que habérmelo dicho antes.
Sí, ¿y si uno de sus ataques lo hubiera pillado por sorpresa, mientras paseaban esta mañana? ¿Qué demonios habría hecho ella? Lo miró con el ceño fruncido.
Él se agitó, incómodo.
—Tiene usted razón, por supuesto. Hum… bastante razón. Es justo guardar algunos secretos a… gente de tu equipo —apartó la mirada de ella, volvió a mirarla, sonrió tenso, y dijo—: Empecé a decírselo antes, pero no tuve valor. Cuando estaba trabajando ayer en su comuconsola, encontré accidentalmente su archivo sobre la Distrofia de Vorzohn.
La respiración de ella pareció congelarse en su pecho, súbitamente paralizado.
—Yo no… ¿Cómo pudo accidentalmente…?
¿Lo había dejado abierto la última vez? ¿No era posible!
—Podría enseñarle cómo —ofreció él—. La formación básica de SegImp es muy básica. Creo que podría pillar el truco en unos diez minutos.
Las palabras surgieron de su boca antes de que pudiera detenerse a pensar.
—¡Lo abrió deliberadamente!
—Bueno, sí —su sonrisa era ahora falsa y cohibida—. Sentí curiosidad. Estaba descansando después de ver tantos vids de autopsias. Sus, hum, jardines son también muy bonitos, por cierto.
Ella lo miró, incrédula. Una mezcla de emociones ardieron en su pecho: violación, furia, miedo… ¿y alivio?
No tenía ningún derecho
.
—No, no tenía ningún derecho —reconoció él, advirtiendo su demasiado obvia expresión. Ekaterin trató de ocultar lo que pensaba—. Le pido disculpas. Sólo puedo alegar que el entrenamiento de SegImp inculca algunas costumbres bastante feas —inspiró profundamente—. ¿Qué puedo hacer por usted, señora Vorsoisson? Todo lo que necesite preguntar, o pedir… estoy a su servicio.
El hombrecito hizo una media reverencia, un gesto absurdamente arcaico, sentado allí envuelto en toallas como algún arrugado conde de la Era del Aislamiento con su capa.
—No hay nada que pueda hacer por mí —dijo Ekaterin, enfadada. Se dio cuenta de que tenía los brazos y las piernas cruzados, y que empezaba a encogerse; se enderezó con un esfuerzo consciente. Santo Dios, ¿cómo reaccionaría Tien al hecho de que hubiera revelado, aunque sin querer, su letal secreto? ¿En esos momentos nada menos, cuando parecía a punto de superar su negativa, o lo que fuera, y tomar por fin medidas efectivas?
—Le pido perdón, señora Vorsoisson, pero me temo que sigo sin estar seguro de cuál es exactamente su situación. Está claro que se trata de algo muy íntimo, si ni siquiera su tío lo sabe, y apuesto a que él no…
—¡No se lo diga!
—No sin su permiso, se lo aseguro, señora. Pero… si está usted enferma, o espera estarlo, hay muchas cosas que se pueden hacer por usted —vaciló—. Los contenidos de ese archivo me indican que ya lo sabe. ¿Le está ayudando alguien?
Ayuda
. Vaya idea. Ella sintió que podría fundirse y atravesar el suelo del coche-burbuja con sólo pensarlo. Descartó esa terrible tentación.
—No estoy enferma. No necesitamos ayuda —alzó la barbilla, desafiante y añadió con toda la frialdad que fue capaz de acumular—: Hizo usted muy mal al leer mis archivos privados, lord Vorkosigan.
—Sí —reconoció él simplemente—. Un mal que quisiera enmendar ofreciendo la ayuda que pueda conseguir.
Cuánta ayuda podría conseguir un Auditor Vorkosigan… No debía pensar en ello. Demasiado doloroso. Ella advirtió que declararse no afectada era igual que acusar a Tien. El coche-burbuja se detuvo en su estación y la rescató de su confusión.
—Esto no es asunto suyo.
—Le suplico que recurra entonces a su tío. Estoy seguro de que deseará ayudar.
Ella sacudió la cabeza, y pulsó el mando para abrir el dosel. Caminaron en frío silencio hasta el edificio de apartamentos, en embarazoso contraste con su alegre salida. Vorkosigan tampoco parecía feliz.
El tío Vorthys los recibió en la puerta del apartamento, todavía en mangas de camisa y con un disco de datos en la mano.
—¡Ah! ¡Vorkosigan! De vuelta antes de lo que esperaba, bien. He estado a punto de llamarte por el comunicador —hizo una pausa al ver su aspecto mojado y extraño, pero se encogió de hombros y continuó—: Nos ha llegado un segundo correo. Hay algo para ti.
—¿Un segundo correo? Debe de ser importante. ¿Un avance en el caso? —Vorkosigan liberó una mano de su toalla y agarró el disco.
—No estoy seguro. Han encontrado otro cuerpo.
—Ya estaban todos. Será una parte, sin duda… ¿un brazo de mujer, tal vez?
El tío Vorthys negó con la cabeza.
—Un cadáver. Casi intacto. Varón. Están tratando de identificarlo. Los habían encontrado a todos —hizo una mueca—. Ahora parece que hay uno de más.
Miles pasó un buen rato en la ducha, tratando de recuperar el control de su cuerpo aturdido y su mente dispersa. Se había dado cuenta, antes, de que todas las ansiosas preguntas de la señora Vorsoisson acerca de su madre camuflaban la preocupación por su hijo Nikolai, y él las había respondido tan cuidadosa y abiertamente como pudo. Se había visto recompensado, a lo largo del agradabilísimo paseo matutino, viendo cómo ella se relajaba gradualmente y se abría a él. Cuando se reía, sus ojos celestes chispeaban. La inteligencia iluminaba su rostro y se desparramaba para suavizar su cuerpo y soltarlo de su original y tensa pose defensiva. Su sentido del humor, que asomaba lentamente, incluso había sobrevivido a la caída en aquel estúpido estanque.
Su breve expresión de asombro cuando él medio se desnudó en el coche-burbuja casi había conseguido devolverlo a antiguos hábitos de dolorosa vergüenza somática, pero no del todo. Parecía que por fin estaba cómodo con su cuerpo, y darse cuenta de eso le había dado el valor lunático de tratar de aclarar las cosas con ella. Así que cuando toda expresión de su rostro se cerró al confesarle él su fisgoneo… eso había dolido.
Había manejado una mala situación lo mejor posible, ¿verdad? ¿Sí? ¿No? En ese momento deseaba haber mantenido la boca cerrada. No. Su falsa situación con la señora Vorsoisson habría sido insoportable.
¿Insoportable? ¿No es eso un poco fuerte?
Incómodo, corrigió. Embarazoso, al menos.
Pero se suponía que a la confesión le seguía la absolución. Si tan sólo el maldito coche-burbuja hubiera vuelto a retrasarse, si hubiera tenido otros diez minutos más con ella, podría haber enmendado las cosas. No tendría que haberlo hecho pasar por un chiste estúpido,
podría mostrarle cómo
…
Su gélido y acorazado
No necesitamos ninguna ayuda
fue como… no haber llegado a tiempo en un rescate. Él se vería obligado a retirarse, y ella caería hacia la niebla para no ser vista nunca más.
Te estás pasando de dramático, muchacho
. La señora Vorsoisson no estaba en ninguna zona de combate, ¿no?
Sí lo está
. Caía exquisitamente hacia la muerte a cámara lenta.
Necesitaba una copa. A ser posible, varias. En cambio, se secó, se puso otro de sus trajes de Auditor y fue a ver al profesor.
Miles se apoyó en la comuconsola del profesor, en la habitación de invitados que hacía las veces de despacho de Tien Vorsoisson en casa, y estudió el rostro destrozado del muerto en el vid. Esperaba que algo en la expresión de aquel tipo, sorpresa o furia o miedo, le diera una pista sobre su muerte. Aparte de que fue de repente. Pero el rostro estaba simplemente muerto, sus heladas distorsiones completamente fisiológicas y familiares.
—Antes que nada, ¿están seguros de que es nuestro? —preguntó Miles, acercando una silla. En el vid, la anónima grabación tecnomédica se repetía a poco volumen, los comentarios en el tono clínico que se utilizaba universalmente en momentos como ése—. No llegó a la deriva de ningún otro sitio, supongo.
—No, por desgracia —dijo Vorthys—. Su velocidad y trayectoria lo colocan adecuadamente en el lugar de nuestro accidente en el momento de la colisión, y el momento en que se calcula su muerte también encaja.
Miles había deseado un avance en el caso, una nueva pista que lo llevara velozmente en una dirección más fructífera. No había advertido que sus deseos fueran tan mágicamente poderosos.
Cuidadito con lo que deseas
…
—¿Saben si procedía de la nave, o de la estación?
—Con sólo la trayectoria, no.
—Hum, supongo que no. No debería haber estado a bordo de ninguna de las dos. Bueno… entonces esperaremos a la identificación. Confío en que la noticia de este hallazgo no se haya hecho pública.
—No, todavía no se ha filtrado, sorprendentemente.
—A menos que la explicación para su presencia allí resulte sólida como una roca, creo que los informes de segunda mano no van a ser suficientes.
Ya había leído Dios sabía cuántos informes en las dos últimas semanas. Estaba saturado para un año.
—Los cadáveres son asunto tuyo —el profesor le cedió éste con un gesto de buena voluntad claramente cargado de alivio. En el vid, el examen preliminar llegó a su conclusión. Ninguno quiso volver a repetirlo.
Bueno, estrictamente hablando, las consecuencias políticas eran asunto de Miles. Tendría que visitar pronto Solsticio, aunque en la capital planetaria, la visita de un Auditor sería manipulada; él había preferido abordarlo primero desde un punto de vista provinciano, libre de las maniobras de los VIP.
—La ingeniería es lo mío —añadió Vorthys—. Acaban de recuperar algunos de los sistemas de control de la nave que estaba esperando. Creo que voy a tener que volver arriba pronto.
—¿Esta noche?
Miles podría trasladarse a un hotel, con la excusa de la marcha de Vorthys. Sería un alivio.
—Si me fuera ahora, llegaría a tiempo para meterme en la cama. Esperaré a mañana. También han encontrado algunas cosas raras que no pueden clasificar.