Kazán, perro lobo (17 page)

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Authors: James Oliver Curwood

Tags: #Aventuras, Naturaleza, Canadá

BOOK: Kazán, perro lobo
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Kazán se acercó a ella, olió su cara y gimió. Pero Loba Gris no se movió. El se volvió hacia los perros y, tras abrir la boca, cerró con ruido las mandíbulas. Más claro que nunca llegó hasta ellos el vocerío de la fiesta y sin que Kazán pudiera hacer valer su autoridad sobre ellos, los cuatro perros inclinaron las cabezas al suelo y como sombras partieron hacia las hogueras. Kazán vaciló y se acercó a Loba Gris tal vez con la esperanza de que quisiera acompañarlo, pero no se movió un solo músculo de la loba. Habríalo seguido ante el peligro de un incendio, pero no cuando quería acercarse al hombre. Ni un solo ruido dejó de percibir; oyó el que hacían los pies de Kazán cuando la dejó y un momento después comprendió que se había marchado. Entonces, y no antes, levantó la cabeza y de su garganta salió un quejunbroso gemido.

Era su última llamada a Kazán. Pero en la excitada sangre de éste corría entonces con mayor fuerza el atractivo del hombre y del perro. Los que hasta poco antes lo siguieran le llevaban mucha ventaja y por un momento corrió locamente para alcanzarlos. Luego acortó la marcha hasta ir casi al trote y cien metros más lejos se detuvo. A menos de un kilómetro podía ver cómo las llamas de las hogueras enrojecían el cielo. Miró hacia atrás para ver si lo seguía Loba Gris y luego prosiguió su camino hasta llegar a una pista muy frecuentada por hombres y perros y por la cual el día anterior habían sido arrastrados los cuerpos de los renos.

Por fin llegó a la línea de árboles que rodeaba el claro, y el brillo de las llamas iluminó sus ojos. El ensordecedor ruido que llegó a sus oí­dos parecía hacer correr fuego por su cerebro. Oyó las canciones y las risas de los hombres, los gritos agudos de mujeres y niños, los ladridos, gruñidos y luchas de un centenar de perros. Sintió la necesidad de dar una carrera para reunirse con ellos y ser nuevamente un perro como lo había sido ya otra vez. Paso a paso, se deslizó tras los árboles, hasta llegar al claro. Allí se quedó a la sombra de un abeto y contempló la vida que en otros tiempos llevara, tembloroso, atento y, sin embargo, indeciso en el último instante.

A cosa de cien metros de distancia estaba el círculo de hombres, perros y hogueras. Su nariz se llenaba del delicioso aroma de la carne de reno asada y cuando se echó, dominado aún por la prudencia propia del lobo que Loba Gris le inculcara, unos hombres provistos de largos palos descolgaron los renos asados, que cayeron sobre la nieve licuada en torno de las hogueras. La horda de los que celebraban la fiesta se arrojó cuchillo en mano hacia los renos y una masa gruñidora de perros acudió tras ellos. Kazán olvidó a Loba Gris y todo lo que el hombre y la selva le habían enseñado, y como un rayo salió al claro.

Los perros retrocedían cuando él los alcanzó, porque media docena de los hombres del factor los golpeaban con largos látigos de nervio de reno. La punta de uno de ellos golpeó la espalda de un perro esquimal y cuando quiso morder la cuerda, sus mandíbulas chocaron con la grupa de Kazán. Este, con rapidez extraordinaria, mordió al perro, y un momento después se habían agarrado como fieras. Poco después estaban echados en el suelo y Kazán tenía cogido a su contrario por el cuello.

Dando gritos se acercaron algunos hombres. Una y otra vez sus látigos cortaron el aire como cuchillos y sus golpes fueron recibidos por Kazán, que estaba encima de su contrario, y cuando sintió el agudo dolor del Garrote y del Látigo gruñó fieramente y, despacio, soltó la presa que había hecho en el cuello del perro esquimal. Y entonces se acercó al grupo de hombres y perros otro hombre… ¡armado de un garrote! el palo se desplomó sobre el lomo de Kazán y la fuerza del golpe lo hizo caer al suelo. El palo se levantó otra vez. Tras el garrote había una cara brutal y encolerizada. Un rostro como aquel fue el causante de la fuga de Kazán al bosque, y cuando caía el palo por segunda vez, evitó el golpe y sus dientes brillaron como cuchillos de marfil. Por tercera vez se levantó el palo y esta vez Kazán dio un salto y sus dientes se cerraron sobre el ante­brazo del hombre.

El hombre profirió un grito de dolor.

Kazán entrevió el brillo del cañón de un arma de fuego y echó a correr hacia el bosque. Oyó un tiro y algo semejante a una brasa de carbón encendida corrió a lo largo de su cadera. Una vez se hubo internado en el bosque se detuvo para lamer la herida que afortunada­mente no fue más que una rozadura, pues la bala trazó un surco sobre la piel, arrancando ésta y el pelo por donde pasara.

Loba Gris lo esperaba aún bajo el arbusto de bálsamo cuando Kazán volvió a su lado. Alegremente se adelantó a recibirlo. Una vez más el hombre se lo devolvía. Le olió el cuello y la cara, y luego, por unos instantes, apoyó su cabeza sobre el cuello de su compañero, escuchando los distantes sonidos.

Con las orejas gachas Kazán se encaminó hacia el Noroeste. Y Loba Gris corría a su lado, tocando su espalda, como antes de que se uniera a ellos la jauría de perros sin amo. Y aquella cosa maravillosa que existía más allá del reino de la razón, le dijo que una vez más ella camarada y hembra de Kazán y que su caminí de aquella noche conducía a su antigua vivienda situada entre los troncos, en el terreno pantanoso.

Capítulo 17 - El hijo de Kazán

Kazán, el perro lobo, recordaba tres cosas sobre todas las demás. No podía olvidar por completo el tiempo que pasó antiguamente arrastrando trineos, a pesar de que tal recuerdo se nacía cada vez más confuso en su memoria, a medida que pasaba el tiempo. Como un sueño, recordaba la época en que fue llevado a la civilización. Las visiones que se ofrecían a su memoria eran muy vagas y entre ellas se le presentaron las imágenes de la primera mujer que había conocido y las de los amos que tuviera, los cuales vivieron en tiempos muy remo­tos. Y nunca olvidaba el Fuego y sus luchas contra el hombre y los animales, así como tampoco sus largas cacerías a la luz de la luna. Pero dos cosas recordaba siempre como si hubiesen ocurrido el día anterior y se destacaban clarísimas sobre todas las demás, como las dos estrellas del Norte que nunca pierden su brillo. Una de ellas era la Mujer. La otra, la terrible lucha con el lince en lo alto de la Roca del Sol, cuando perdiera la vista Loba Gris. Ciertos sucesos quedan grabados de modo indeleble en la mente de los hombres y del mismo modo, y no de otro, quedan registrados en la mente de los animales. No hay necesidad de cerebro ni de razón para medir las profundidades del dolor o de la felicidad. Y Kazán, en su mente irracional, sabía perfectamente que el contento y la paz, el estómago lleno y las caricias y las palabras bondadosas en vez de los golpes, los tuvo siempre gracias a la Mujer y que la camaradería en la soledad, la fe, la lealtad y la devoción, la disfrutó gracias a Loba Gris. La tercera cosa in­olvidable estaba a punto de ocurrir en la vivienda que eligieron en el terreno pantanoso durante los días de hambre y de frío.

Cosa de un mes antes dejaron aquella guarida, cuando estaba cubierta por la nieve. Al volver a ella brillaba un sol cálido y espléndido, pues comenzaba la primavera. Por todas partes había ruidosos torrentes debidos a la licuación de las nieves, y el hielo al desmoronarse producía continuos chasquidos, en tanto que disminuían cada vez más los estampidos que en árboles, tierra y rocas causaban las es­carchas; y cada noche, por espacio de muchas, el frío y pálido brillo de las auroras boreales se alejaba más hacia el Polo, desvaneciéndose su glorioso resplandor. Habían empezado a hincharse las yemas de los álamos y el aire estaba lleno del suave olor de los bálsamos, de los pinos y de los cedros. Donde seis semanas antes h i naba el hambre, la muerte y la soledad, Kazán y Loba Gris percibían los aromas primaverales de la tierra y oían los diversos sonidos producidos por multitud de vidas. Sobre sus cabezas habían dos pájaros que estaban construyendo el nido y piaban y disputaban. Un enorme grajo se alisaba las plumas a la luz del sol. Más lejos oyeron el ruido que hizo una ramita al romperse pisada por una enorme pata. Procedente de la eminencia inmediata a su guarida percibieron el olor de una cosa que estaba muy atareada cogiendo las yemas de los álamos para sus oseznos de seis semanas, nacidos mientras ella estaba sumida en su in­vernal sueño. Y en el calor del sol y la suavidad del aire respiraba Loba Gris el misterio de la época del celo y de la maternidad. Gimió suavemente y frotó su cabeza contra Kazán. Por espacio de muchos días, y a su modo, había tratado de hacérselo comprender. Más que nunca sentía la necesidad de hacerse un ovillo en aquella guarida caliente y seca, en vez de salir a cazar, y ni el chasquido de una ramita bajo el peso de una pezuña ni el olor de una osa que estuviera a dos pasos acompaña­da de sus cachorros despertaba en ella ninguno de los instinto que le eran peculiares. Deseaba echarse en el interior de su guarida y esperar. Y había tratado de dar a entender su deseo a Kazán.

Ahora que la nieve había desaparecido ya, observaron que había un estrecho arroyo muy cerca de su guarida. Loba Gris enderezó sus orejas al oír el ruido del pequeño torrente. Desde el día del incendio, cuando ella y Kazán se salvaron en el saliente de arena, cesó de sentir el horror al agua propio de los de su raza. Si­guió sin temor y con la mejor voluntad a Kazán cuando éste buscaba un lugar en que pudiera vadear la pequeña corriente. Desde la orilla opuesta Kazán no podía ver su guarida, pero Loba Gris la husmeaba perfectamente y gimió alegre con la cabeza vuelta en aquella dirección. Un centenar de metros corriente arriba, un enorme cedro había caído sobre ella, formando un puente que Kazán cruzó. Loba Gris vaciló un instante, pero luego siguió sin miedo, y, uno al lado del otro, volvieron a su guarida. Asomando primero la cabeza, olieron larga y cuidadosamente el aire. Luego entraron. Kazán oyó perfectamente a su compañera cuando se echaba en el seco suelo del fondo de su vivienda. Jadeaba y no de cansancio, sino por sentirse penetrada de extraño contento. En la obscuridad se abrieron las mandíbulas de Kazán, pues también estaba contento de hallarse una vez más en la antigua vivienda. Se acercó a Loba Gris y lamió su cara jadeando todavía con más fuerza, lo cual tenía solamente un significado que Kazán entendió muy bien. Por un momento estuvo echado a su lado escuchando y con los ojos fijos en la entrada de su nido. Luego empezó a olfatear las paredes de troncos de la guarida y estaba casi en la entrada cuando llegó a él un nuevo olor y se quedó rígido, con los pelos del espinazo erizados. El olor fue se­guido por un charloteo quejumbroso e infantil. Por la abertura entró un puercoespín y avanzó con su peculiar descuido, charlando como de costumbre. Kazán había oído anteriormente aquel ruido y, como los demás animales, aprendió a ignorar la presencia de la inofensiva criatura que lo producía. Pero entonces no se detuvo a considerar que estaba viendo un puercoespín y que a su primer gruñido el pacífico y buen animal se apresuraría a alejarse, aunque sin cesar en su parloteo infantil. Su primer razonamiento fue que un ser vivo había invadido su hogar, al cual acababan de regresar él y Loba Gris. Un día o una hora más tarde tal vez se habría contenta­do con alejar al intruso con un gruñido, pero ahora saltó sobre él.

Un grito de espanto, mezclado con gruñidos semejantes a los de los cerdos, y luego un clamor de aullidos espantosos, siguió al ataque.

Loba Gris se acercó a la entrada de su hogar. El puercoespín estaba convertido en una bola de aceradas puntas a la distancia de tres metros y pudo oír a Kazán que se lamentaba desesperadamente por el dolor más fuerte que puede sobrevenir a un habitante de los bosques. Su cara y su nariz estaban convertidas en un acerico lleno de agujas. Por unos instantes se re­volcó por la húmeda tierra, golpeando furiosamente con las patas delanteras las horribles cosas que se hundían en su carne. Luego echó a correr como hacen todos los perros que se han puesto en contacto con un cariñoso puercoespín y galopó como un loco dando varias vueltas en torno de la vivienda, aullando de dolor a cada uno de los saltos que daba. Loba Gris tomó el asunto con más tranquilidad. Es posible que en la vida de los animales haya algunos momentos de ironía y si es así, ella debió de creer que éste merecía más bien burla que compasión. Olió al puercoespín y comprendió que Kazán estaba lleno de espinas; y como no podía hacer nada, ni había nadie contra quien combatir, se sentó sobre las ancas y esperó, enderezando las orejas cada vez que Kazán pasa­ba, en su loco circuito, por la guarida. A la cuarta o la quinta vuelta el puercoespín se tran­quilizó un tanto y continuó su monólogo mientras se dirigía a un álamo inmediato, al que se encaramó para roer la tierna corteza de una rama. Por último Kazán se detuvo ante Loba Gris. El horrible dolor que le causaran las in­numerables púas al clavarse en su carne, habíase transformado en escozor ardiente. Loba Gris se acercó a él y lo examinó olfateándolo con la mayor prudencia. Luego, con los dientes, cogió los extremos de tres o cuatro púas y tiró con fuerza. Kazán, que entonces era más perro que nunca, dio un alarido de dolor. Luego se tendió en el suelo, extendidas las patas anteriores y se sometió a la curación sin proferir más que alguno que otro gemido. Por suerte no se clavó ninguna de las espinas en la boca o en la lengua. En cambio, las mandí­bulas y la nariz quedaron muy pronto cubiertas de sangre. Loba Gris continuó dedicada a la tarea de arrancarle las espinas a Kazán, y logró extraer la mayor parte. Quedaban, des­de luego, algunas, sobrado cortas o demasiado clavadas en la carne para poder tirar de ellas.

Luego Kazán se fue al arroyo y metió su ardoroso hocico en el agua fría, lo cual lo alivió algo, pero no por mucho tiempo. Las espinas que quedaban iban introduciéndose cada vez más en la carne, como si fueran cosas vi­vas. La nariz y los labios empezaron a hincharse y de la boca le caía una baba sanguino­lenta en tanto que los ojos se ponían enrojecidos. Loba Gris se había retirado a su nido y Kazán sintió que una espina que le atravesó por completo el labio, empezaba a clavarse en su lengua. Desesperado, empezó a morder un trozo de madera, mediante lo cual consiguió romper la punta de la espina, inutilizándola. Y en vista del buen resultado obtenido, se pasó gran parte de aquel día mordiendo madera y rompiendo terrones de tierra con los dientes, gracias a lo cual consiguió desgastar las puntas de las espinas que atravesaban sus labios. Al obscurecer se retiró a la guarida y Loba Gris le lamió el hocico con su lengua suave. . Aquella noche Kazán fue con mucha frecuencia a sumergir el hocico en el agua fría del arroyo, lo cual le producía alivio.

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