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Authors: James Oliver Curwood

Tags: #Aventuras, Naturaleza, Canadá

Kazán, perro lobo (12 page)

BOOK: Kazán, perro lobo
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—Hay un lobo grande y otro más chico —dijo Loti—, siempre es el mayor el que pelea y des­troza a los linces. Lo he averiguado por las huellas en la nieve. Mientras él pelea, el lobo más pequeño espera alejado del combate y cuan­do el lince está ya vencido o muerto, acude para ayudar a destrozarlo. Todo eso lo he averiguado por la nieve. Una vez vi dónde el más pequeño intervino en la lucha, y la sangre que quedó en el suelo no era de lince. Y por las huellas de la sangre seguí a los dos tunos por espacio de dos kilómetros.

En las dos semanas siguientes Weyman pudo reunir muchos y nuevos materiales para el libro que preparaba. No pasaba un día sin que Loti descubriera las huellas de los dos lobos a lo largo de su línea de trampas y Weyman observó que, como le dijera Loti, las huellas estaban siempre juntas y nunca eran de un lobo solo. Al tercer día llegaron junto a una trampa en la que había caído un lince y al ver lo que quedaba de él Loti blasfemó y maldijo en francés y en inglés hasta que se le congestionó el rostro, porque el animal había sido destrozado y de tal manera que su piel no servía para nada.

Weyman observó que el lobo más pequeño aguardó sentado sobre su cuarto trasero a que el otro hubiese matado al lince, pero no dijo a Loti todo lo que pensaba. Y pasados unos días se convenció de que había encontrado la mejor demostración de su teoría. Detrás de la misteriosa tragedia había indudablemente una razón.

¿Por qué los dos lobos destruían solamente a los linces y respetaban a los demás animales? Weyman se emocionó singularmente ante el problema. Era un enamorado de los animales salvajes y por eso nunca llevaba arma alguna. Al ver que Loti ponía cebos envenenados para los enemigos de los linces se estremeció, pero en vista de que pasaban los días sin que los lobos se dejaran atrapar por la gula se regocijó, pues sentía la mayor simpatía hacia aquellos extraños animales que no dejaban de dar batalla al lince. Por la noche, en la cabaña escribía en un cuaderno sus reflexiones y descubrimientos. Y una vez se volvió hacia su compañero, para decirle:

—¿No ha sentido Usted nunca compasión hacia los pobres animales que mata?

—Los he matado a millares —contestó el otro admirado por la pregunta—. Y pienso seguir matando.

—Hay, por lo menos, veinte mil cazadores semejantes a usted, que matan en esta parte del Norte, y eso ocurre desde hace varios siglos. Sin embargo, no han podido exterminar la vida salvaje. Podría llamarse la Guerra entre el Hombre y la Bestia. Y si naciera usted dentro de quinientos años, no hay duda de que encontraría aún vida en estas regiones. Casi todo el resto del mundo está cambiando, pero nadie puede alterar estas miles y miles de millas de impenetrables extensiones de montes, pantanos y bosques. Los ferrocarriles nunca entrarán aquí y por ello doy gracias a Dios. En cambio, en las grandes praderas del Oeste es diferente. Por todas partes se ven antiquísimas sendas de huellas de los búfalos y, sin embargo, prosperan por allí mismo los pueblos y las ciudades. ¿No ha oído usted hablar de North Battleford?

—¿Está cerca de Montreal o de Québec? —preguntó Loti.

Sonrió Weyman y sacó de su bolsillo la fotografía de una joven.

—No, está muy lejos, hacia el Oeste, en Saskatchewan. Hace siete años solía ir yo allí to­dos los años para cazar chochas, coyotes y al­ces. Entonces no existía North Battleford, sino tan sólo la hermosa pradera inmensa. Había sólo una cabaña junto al río Saskatchewan, en donde ahora está la ciudad y yo me alojaba en ella. En aquella cabaña vivía una joven de doce años y los dos salíamos a cazar juntos. Yo mataba a cuantos animales se me ponían a tiro y ella lloraba a veces al ver mi crueldad, cosa que me hacía reír. Llegó luego un ferrocarril y luego otro. Uniéronse junto a la cabaña y como por encantamiento surgió la ciudad. Siete años atrás no había allí más que la cabaña, y hace dos años la ciudad que surgió allí, tenía ya mil ochocientos habitantes. El año pasado llegaban a cinco mil y dentro de dos años serán diez mil.

»En el mismo terreno que ocupaba la cabaña hay ahora tres bancos con un capital de cuarenta millones de dólares y desde treinta kilómetros de distancia se advierte el resplandor de las luces eléctricas. Tiene la ciudad un colegio que cuesta cien mil dólares, una escuela superior, un asilo provincial, servicio de incendios, dos clubs, una cámara de comercio y dentro de dos años tendrá tranvía eléctrico. Es maravilloso que se haya formado una ciudad donde hace muy pocos años aullaban los coyotes.

»La población aumenta tan rápidamente que no pueden formar un censo y dentro de cinco años habrá una ciudad de veinte mil almas, en el lugar de la vieja cabaña. Y la jovencita que la habitaba es ahora una hermosa dama y su familia muy rica. Pero eso no me importa. Lo esencial es que en la primavera próxima va a casarse conmigo. Por su causa, cuando ella te­nía diez y seis años, dejé de matar y de cazar. El último animal que maté era un coyote y éste tenía un pequeñuelo. Exilen lo crió y lo conserva amansado y domado. Por eso, por encima de los demás animales salvajes, quiero a los lobos y deseo que esos dos no caigan en las trampas que usted les ha preparado.

Enrique lo miraba extrañado y Weymann le dio el retrato. Era el de una hermosa joven de grandes y puros ojos. Loti hizo una ligera mueca con la boca cuando la miraba.

—Mi Iowaka murió hace tres años —dijo—. La pobre también quería a los animales… pero esos condenados lobos… Me obligarán a marcharme si no puedo acabar con ellos.

Dicho esto echó combustible a la estufa y se preparó para acostarse.

Un día Loti tuvo una gran idea. Weymann lo acompañaba cuando descubrieron señales recientes del paso de unos linces. Había cerca irnos cuantos árboles derribados por el viento y estaban amontonados de tal manera que formaban una especie de caverna con casi paredes completas en tres de sus lados. Loti se puso muy contento al verlo y exclamó:

—Creo que esta vez los cogeremos.

Construyó la trampa, colocó cebo y en sus ojos brilló la astucia. Entonces explicó a Weyman su proyecto. Si caía el lince y venían los dos lobos para destruirlo, la lucha se efectuaría en el recinto formado por los árboles, de manera que los merodeadores no tendrían más re­medio que pasar por la entrada. Allí Loti puso otras cinco trampas más pequeñas escondiéndo­las hábilmente con hojarasca, musgo y nieve y a bastante distancia de la trampa destinada al lince para que no pudieran destrozarse unos a otros después de ser cogidos.

—No hay duda de que esta vez caerán los lobos —dijo.

Aquella misma mañana cayó una ligera nevada que completó el trabajo, pues cubrió las huellas e hizo desaparecer el olor del hombre. Aquella noche Kazán y Loba Gris pasaron a menos de treinta metros de la trampa que les habían preparado y la loba, con su fino olfato, descubrió algo intranquilizador. Informó de ello a Kazán, empujándole, y los dos torcieron en ángulo recto, siguiendo la dirección del viento hacia la línea de trampas.

Durante dos días y tres frías y claras noches nada ocurrió. Loti lo comprendió y lo explicó a Weyman. El lince era un cazador, como él mismo, que tenía su terreno de caza propio y lo recorría aproximadamente una vez por semana. A la quinta noche volvió el lince, fue hacia la trampa, y los afilados dientes de acero se cerraron despiadadamente sobre su pata trasera derecha. Kazán y Loba Gris estaban a cosa de cuatrocientos metros de distancia en el bosque, cuando oyeron el ruido de la cadena de acero y el que producía el lince al tratar de liberarse. Diez minutos después, los dos se hallaban a la entrada de la cavidad en la que es­taba preso su enemigo.

Era una noche clara y tan alumbrada por las estrellas, que se habría podido cazar sin otra luz. El lince había agotado sus fuerzas y estaba echado sobre el vientre cuando llegaron Kazán y Loba Gris. Como de costumbre, ésta se quedó atrás, mientras su compañero iniciaba la pelea. Las dos primeras veces que combatió con linces, Kazán habría perecido con el vientre abierto o la yugular cortada, de estar los enemigos en libertad. En lucha abierta no habría podido con ellos, a pesar de su mayor peso. El azar lo salvó en la lucha de la Roca del Sol y Loba Gris y el puercoespín contribuyeron a la derrota del que atacara en el banco de arena. Los que combatió después pudo vencerlos gracias a la trampa en que cayeran y aún así a veces corría verdadero peligro. Pero aquella vez se acercó más confiado que nunca.

El lince era un viejo luchador de seis o siete años de edad. Sus garras tenían tres centímetros de largo y estaban encorvadas como cimitarras. Tenía libres las patas delanteras y la izquierda posterior, y cuando avanzaba Kazán, él retrocedió todo lo que le permitió la cadena. Allí Kazán no pudo seguir su acostumbrada táctica de dar vueltas en torno de su preso ene­migo hasta que quedaba enredado con la cadena o ésta se había acortado tanto que el lince no podía ya saltar. Era preciso atacar cara a cara y de improviso saltó. Chocaron los dos cuerpos y los dientes de Kazán buscaron el cuello del otro, pero no lo encontraron y antes de que pudiera repetir el ataque el lince adelantó su pata trasera libre y hasta Loba Gris oyó el ruido que hacía al desgarrar la carne. Kazán retrocedió dando un aullido, con la espalda herida hasta el hueso.

Entonces fue cuando una de las trampas ocultas de Loti salvó a Kazán de un segundo ataque y de la muerte misma. Las mandíbulas de acero se cerraron sobre una de sus patas anteriores y cuando él saltó la cadena lo detuvo en su impulso. Loba Gris acudió advirtiendo que Kazán corría peligro y, olvidando toda pre­caución al oír el grito de dolor de su macho, entró cayendo en dos de las cinco trampas de Loti. Comenzó a lanzar rugidos de rabia y mientras tanto Kazán, debatiéndose, disparó las dos trampas restantes. Una falló, pero la otra cogió al perro por una pata posterior.

Ello ocurrió un poco después de media no­che. Hasta la mañana siguiente, el perro, la loba y el lince no cesaron de luchar por recobrar su libertad y, en su lucha, revolvieron la tierra y la nieve inmediatas a las trampas. Y al llegar la mañana los tres estaban derrengados, de la­do, jadeantes y ensangrentados, esperando la llegada del hombre… y de la muerte.

Loti y Weyman salieron muy temprano. Al llegar a la línea de trampas descubrieron las huellas de los dos lobos y el cazador se puso muy contento. Y al hallarse ante el abrigo formado por los derribados troncos, los dos se quedaron mudos de asombro por el espectáculo que se les ofrecía. Ni el mismo Loti viera en su vi­da cosa semejante: dos lobos y un lince caídos en las trampas y a tan corta distancia unos de otros que casi habrían podido morderse. Pero la sorpresa no tuvo mucho tiempo inactivo al cazador. Los lobos era lo que más cerca te­nía y levantaba ya el rifle para atravesar de un balazo la cabeza de Kazán, cuando Weyman le cogió rápidamente el arma. Este último tenía los ojos muy abiertos por el asombro, pues había descubierto el collar que Kazán llevaba.

—¡Espere! —gritó—. No es un lobo. ¡Es un perro!

Loti bajó el arma mirando también el collar mientras Weyman fijaba los ojos en Loba Gris, la cual tenía vuelta la cabeza hacia ellos y les gruñía. Sus ciegos ojos estaban cerrados y en las órbitas le crecía el pelo.

—¡Mire! —exclamó entonces Weyman—. ¿Qué será eso?

—Uno es perro —contestó Loti— un perro salvaje que se juntó a los lobos. Y el otro es lobo.

—¡Y ciego!


Oui
,
ciego
, monsieur —añadió Loti mezclando palabras francesas en su respuesta sin advertirlo siquiera. Levantaba nuevamente el rifle, pero Weyman se lo cogió con mano firme.

—No los mate, Enrique —dijo—. Démelos vivos. Calcule el valor de los linces que le han destrozado y añada el valor del lobo y se lo pagaré. Vivos tienen para mí mucho más valor. ¡Dios mío! ¡Un perro y un lobo ciego… compañeros!

Todavía sostenía el rifle de Loti y éste lo miraba asombrado, sin acabar de comprender.

Weyman seguía hablando muy excitado:

—¡Un perro y un lobo ciego… compañeros! —repitió—. Es maravilloso. No tire, le digo. Cuando aparezca mi libro, éste hecho va a asombrar a la gente, pero tendré pruebas indiscutibles. Voy a impresionar veinte fotografías aquí mismo antes de que mate al lince. Y voy a dar a usted cien dólares por cada uno. ¿Le con­viene?

Enrique hizo una señal afirmativa y con el rifle dispuesto esperó a que su compañero sacara de su estuche la cámara fotográfica y empezara a trabajar. Rugidos y exhibición de dientes contestaron a los ligeros chasquidos del aparato, no solamente por parte de la loba, sino también por la del lince. En cuanto a Kazán, estaba en cierto modo atemorizado, por reconocer un vez más el poderío del hombre. Y cuan­do hubo terminado de impresionar las placas, Weyman se acercó a él y le dirigió la palabra más bondadosamente todavía que el hombre que había vivido en la desierta cabaña.

Loti mató al lince de un disparo y cuando Kazán se dio cuenta de ello, tiró fuertemente de la cadena que lo retenía y gruñó al caído cuerpo de su enemigo. Por medio de un largo palo y de una correa, Kazán fue sacado de allí y llevado a la cabaña de Loti. Luego volvieron con un grueso saco y más correas y así pudieron inmovilizar a la ciega Loba Gris. Aquel día lo emplearon los dos hombres en construir una fuerte jaula con gruesas ramas y cuando estuvo terminada, encerraron en ella a los dos anima­les.

Antes de encerrar al perro con la loba, Weyman examinó atentamente el estropeado collar que llevaba. En la placa de cobre vio grabada la palabra «Kazán» y anotó cuidadosamente es­te hecho en su dietario.

A partir de entonces Weyman se quedaba en la cabaña cuando salía Loti a recorrer sus trampas. Al segundo día se aventuró a pasar la mano por entre los barrotes de la jaula y tocar Kazán, y al día siguiente éste aceptó un trozo de carne de alce cruda de su mano. Pero Loba Gris no toleraba que el hombre se le acercase y se acurrucaba en la pila de bálsamo que había en un extremo de la jaula. El instinto atávico de centenares de generaciones le indicaba que el hombre era el más terrible enemigo de su raza. Y, sin embargo, ella advirtió que aquel hombre no le hacía ningún daño y que el mismo Kazán no manifestaba temor alguno de él. Al principio estuvo asustada; luego el miedo desapareció para ser substituido por el asombro y finalmente sintió enorme curiosidad. Al tercer día sacaba el hocico por entre los barrotes de la jaula y husmeaba cuando Weyman se acercaba para entablar relaciones amistosas con Kazán. Pero no quería comer a pesar de que Weyman guardaba para ella los bocados más exquisitos de venado y le daba grasa de alce.

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