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Authors: James Oliver Curwood

Tags: #Aventuras, Naturaleza, Canadá

Kazán, perro lobo (21 page)

BOOK: Kazán, perro lobo
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Pero a la sazón era verano y Diente Roto y su colonia no tenían mucho miedo a la nutria. Les costaría algún trabajo reparar los daños que causara, pero nada más. Durante dos días, la nutria rondó por los alrededores de la presa y por el agua profunda del pantano. Kazán la tomó por un castor y en vano trató de cogerla. La nutria miró a Kazán con desconfianza y procuró no encontrarse en su camino. Ninguno de los dos sabía que el otro era un aliado. Mientras tanto, los castores continuaban trabajando con mucha precaución. El agua en el pantano habíase elevado hasta un punto propicio para que los pequeños ingenieros pudiesen empezar la construcción de tres viviendas. Y al tercer día empezó a obrar el instinto destructor de la nutria. Comenzó por examinar la presa cerca de sus cimientos y no tardó en encontrar un punto débil para trabajar en él. Entonces, con sus agudos dientes y su cónica cabeza, empezó sus operaciones de perforación. Centímetro a centímetro se abrió un paso a través del muro del dique, royendo las maderas y la argamasa, y así practicó un agujero redondo de quince centímetros de diámetro, logrando en seis horas atravesar el grueso de un metro y medio que tenía la base de la presa.

Desde el pantano se precipitó por aquella abertura un verdadero torrente de agua, como si lo impulsara una bomba hidráulica. Kazán y Loba Gris, en aquel momento, estaban ocultos en el matorral que se hallaba situado en la par­te Sur del dique. Oyeron el ruido del agua al precipitarse por la abertura y Kazán vio cómo la nutria se subía sobre el dique y allí se sacudía el agua como una enorme rata acuática. A los treinta minutos había ya bajado de un modo perceptible el nivel del pantano y la misma fuerza del agua que se escapaba corriente abajo, aumentaba el tamaño del agujero. Media hora más tarde, los cimientos de las tres viviendas construidas a diez centímetros de profundidad, estaban ya al aire. Diente Roto no se alarmó al principio, pero cuando vio que el agua se retiraba de sus guaridas comprendió la gravedad del caso. Sintióse presa de pánico y en breve todos los castores de la colonia acudieron a la presa. Nadaban apresuradamente de una a otra orilla, sin hacer caso del peligro que pudieran correr. Diente Roto y los castores más viejos se encaminaron hacia la nutria, la que dan­do un grito se hundió en el agua, entre ellos, y logró escapar por una orilla del pantano. El agua había descendido a la mitad de su anterior altura antes de que Diente Roto y sus obreros pudieran descubrir la abertura en el muro de la presa. Inmediatamente empezaron el trabajo de reparación. Para ello se precisaban ramas y maleza de gran tamaño y a fin de reunir este material los castores se veían obligados a arrastrar sus gruesos cuerpos a través de diez o quince metros de agua enlodada. Pero el peligro de ser atacados por Kazán o por Loba Gris no los retuvo, pues el instinto les dijo que estaban luchando entonces por la existencia, y que si la abertura no era tapada en seguida para conservar el agua en el pantano, se verían a merced de sus enemigos. Aquél fue un día de matanza para Kazán y para Loba Gris. Mata­ron dos castores más en el lodo, cerca del matorral que tantas veces les sirviera de escondrijo. Luego cruzaron el arroyo más abajo de la presa y cortaron la retirada a tres castores que estaban en la depresión situada detrás de la guari­da. No hubo escapatoria posible para aquellos tres desgraciados y fueron materialmente des­trozados. Poco después Kazán sorprendió a un castor joven corriente arriba y también le dio muerte.

Hacia el atardecer terminó la matanza. Diente Roto y sus valientes ingenieros lograron tapar perfectamente el agujero y empezó a subir el nivel del agua en el pantano.

A cosa de setecientos metros corriente arriba estaba la nutria tendida en un tronco caído y tomando los últimos rayos de sol. Al día siguiente se proponía volver a la presa y continuar su trabajo de destrucción. Este era su método y el practicarlo le divertía extraordinariamente.

Pero el extraño e invisible árbitro de los bosques, llamado «
O-se-ki
, el Espíritu» por los que hablan la lengua salvaje, miró, por fin, compasivamente a Diente Roto y a su amenazada tribu, porque en aquellos momentos en que el sol lanzaba sus últimos resplandores, Kazán y Loba Gris tomaron el camino corriente arriba, para encontrar a la nutria que, medio dormida, recibía los dorados rayos solares.

El trabajo del día, la plenitud de su estómago y el calor del sol, todo se combinó para hacer dormitar a la nutria. Estaba tan inmóvil como el tronco en que se había tendido. Era un animal enorme, gris y viejo. Llevaba diez años viviendo y probando su astucia, muy superior a la del hombre, pues aunque se prepa­raron múltiples trampas para ella, la vieja nutria había sabido eludir sus mandíbulas de hierro. El rastro que dejaba en el lodo daba a entender claramente cuál era su tamaño y algunos cazadores pudieron verla. Su suave piel habría ido a parar a París, Londres o Berlín porque era una piel digna de una princesa o de una emperatriz, pero la nutria se salvó merced a su astucia.

Ahora era verano, y ningún cazador la habría perseguido, porque a la sazón su piel no tenía ningún valor. Y la naturaleza y el instinto así lo daban a entender a la nutria, de manera que no temía al hombre, y mucho menos entonces, que no había ninguno a quien temer. Por eso estaba dormida sobre el tronco, sin cuidarse de nada y gozando del sueño y del calor del sol.

Andando sin ruido y buscando todavía rastros de los animales que habían invadido sus dominios, Kazán avanzaba a lo largo del arroyo, seguido por Loba Gris. No hacían el más pequeño ruido y el viento soplaba en su favor, llevando varios olores a sus olfatos y entre ellos el de la nutria. Para Kazán y su compañera aquél era el olor de un animal acuático, olor rancio y parecido al de los peces, y lo confun­dieron con el de los castores. Avanzaron con mayores precauciones y, viendo Kazán a la nutria dormida sobre el madero, se apresuró a avisar a Loba Gris. Esta se detuvo levantando la cabeza mientras Kazán seguía avanzando. La nutria se revolvió intranquila, pues estaba oscureciendo y los rayos del sol habíanse desvanecido en aquel lugar. Más allá, en el bosque, un búho daba la bienvenida a la noche, y la nutria respiró profundamente. Luego movió su hocico y estaba ya completamente despierta cuando Kazán saltó sobre ella. Cara a cara, en noble lucha, la vieja nutria habría dado buena muestra de su valor, pero entonces no se le ofreció oportunidad de hacerlo. Por primera vez en su vida el Espíritu de la selva fue su peor enemigo. No era el hombre, sino «
O-se-ki
, el Espíritu», quien había dejado caer su mano sobre ella. Y siendo así, no había manera de escapar. Los dientes de Kazán se clavaron en su cuello y le partieron la yugular, de manera que la nutria murió acaso sin saber ni siquiera quién la había atacado. Y murió rápidamente. Kazán y Loba Gris continuaron su camino, en busca de nuevos enemigos que matar y sin advertir que en la nutria había muerto al único aliado capaz de echar a los castores del nuevo dominio que habían elegido.

Los días que siguieron fueron a cual más desconsolador para Kazán y Loba Gris. Una vez desaparecida la nutria, Diente Roto y su tribu triunfaban por completo. Cada día subía el agua un poquito más y rodeaba más estrechamente la pequeña eminencia en que se bailaba la guarida. A mediados de julio sólo que­daba una estrecha faja de terreno seco que permitía el acceso a la guarida. Los castores, gracias al agua profunda, podían ya trabajar sin ser molestados. El agua crecía continuamente, hasta que llegó el día en que también cubrió el caminito. Kazán y Loba Gris pasaron por última vez por él, alejándose de su guarida, y siguieron corriente arriba. El arroyo tenía ya para ellos un nuevo significado; y mientras andaban, iban husmeando con el mayor cuidado y escuchando los ruidos que llegaban hasta ellos, con un interés que nunca había conocido hasta entonces. Era un interés en el que había algo de miedo, porque en la manera como fueron derrotados por los castores Kazán y Loba Gris, recordaron al hombre. Y aquella noche, cuan­do, a la luz de la brillante luna, llegaron a oler la colonia de castores que Diente Roto abandonara, los dos se volvieron hacia el Norte, en dirección a la llanura. Así fue cómo el valiente y viejo Diente Roto les enseñó a respetar el trabajo de su tribu.

Capítulo 20 - La captura

En los meses de julio y agosto del año 1911 hubo grandes incendios en el Norte. El terreno pantanoso donde Kazán y Loba Gris tenían su guarida y la llanura entre las dos montañas habían escapado a los mares de devastadoras llamas; pero ahora, al continuar la pareja sus errantes aventuras, no transcurrió mucho tiempo sin que sus patas se pusieran en contacto con las extensiones llenas de carbón y ceniza, obra de los incendios que tan de cerca siguieron a la epidemia y al hambre del invierno anterior. En su humillación y derrota, después de haber sido arrojados de su guarida por los castores, Kazán llevó a su ciega compañera hacia el Sur. Treinta kilómetros más allá se encontraron en la región de los bosques destruidos por el fuego. Los vientos procedentes de la Bahía de Hudson habían empujado las llamas hacia el Oeste y por donde ellas pasaron no dejaron un vestigio de vida ni una faja de vegetación. Loba Gris no podía ver la desolación del mundo que atravesaba, pero en cambio la sentía. Recordó el fuego que hubo después de la tragedia de la Roca del Sol, y sus maravillosos instintos, aguza­dos y desarrollados por la ceguera, le dieron a entender que hacia el Norte y no al Sur, estaban los terrenos de caza que andaban buscan­do. La sangre de perro que corría por las venas de Kazán lo impulsaba hacia el Sur, no porque buscara al hombre, pues de éste era tan mortal enemigo como la misma Loba Gris, sino porque obedecía a su instinto de perro de dirigirse hacia el Sur, así como ante el fuego su instinto de lobo le impelía a encaminarse al Norte. Al terminar el tercer día venció Loba Gris, pues desandando lo que habían recorrido, torcieron hacia el Noroeste, hacia la región de Athabasca, emprendiendo un camino que los llevaría finalmente a las fuentes del río Mac Farlane.

A últimos del otoño anterior un buscador de oro llegó a Fort Smith, en el río Slave, con una botella llena de polvo de oro y pepitas. Había hecho el hallazgo en el Mac Farlane. Los primeros correos llevaron la noticia a las regiones civilizadas y a mediados de invierno la primera horda de buscadores de oro se precipitaron sobre el país en trineos o calzados de raquetas de nieve. Se encontraron rápidamente yacimientos de oro. El Mac Farlane era rico en pepitas de oro y numerosos mineros denunciaron sus pertenencias y empezaron a trabajar. Los últimos en llegar buscaron en nuevos campos situados más al Norte y al Este, y al Fort Smith llegaron rumores acerca de filones mucho más ricos que los de Yukon. Al principio una veintena de hombres, luego un centenar, quinientos y hasta un millar, acudieron a la nueva región. Muchos de estos procedían de las praderas del Sur y de los placeres de Saskatehewan y el Frazer. Desde el lejano Norte, siguiendo el Mackenzie y el Liard, llegó cierto número de buscadores de oro veteranos y algunos aventureros del Yukon, gente que ya sabía lo que era pasar hambre y frío, y morirse poco a poco.

Uno de los últimos en llegar fue Sandy Mac Trigger, el cual tenía varias razones para marcharse del Yukón. Estaba en malas relaciones con la policía que recorría el país al Oeste de la ciudad de Dawson, y apurado como estaba, tenía necesidad de alejarse. A pesar de estos hechos era uno de los mejores buscadores de oro que siguiera las orillas del Klondike. Había hecho descubrimientos importantes que valieron uno o dos millones, pero lo perdió todo bebiendo y jugando. Era muy astuto y listo, y ni tenía conciencia ni conocía el miedo. La brutalidad era el rasgo que más claramente ex­presaba su semblante. Su mandíbula inferior prominente, los abiertos ojos, la frente estrecha y los revueltos mechones de cabello rojo lo designaban en seguida como hombre de quien se debía desconfiar. Se sospechaba que había dado muerte a dos personas y que robó a otras; pero la misma policía no pudo encontrar pruebas de cargo suficientes. Sin embargo, a pesar de todas estas malas cualidades, Sandy Mac Trigger tenía un valor frío y temerario que hasta sus peores enemigos se veían obligados a admirar, y también ciertas profundidades mentales que no expresaban sus desagradables facciones.

A los seis meses, una ciudad,
Red Gold City
[7]
había brotado en las márgenes del río Mac Farlane, a doscientos kilómetros del Fuer­te Smith, el cual se hallaba a setecientos kilómetros de las regiones civilizadas.

Al llegar: Sandy, observó la abigarrada colección de barracas, casas de juego y salones de reunión de la nueva ciudad y comprendió que la ocasión no era favorable todavía para realizar uno de los proyectos que llevaba estudiados. Jugó un poco y ganó lo suficiente para comprar víveres y medio equipo. Un detalle de este equipo era un rifle que se cargaba por la boca, y Sandy, que siempre había usado los últimos modelos de las armas de fuego, se rió al verlo. Pero era lo mejor que le permitían adquirir sus recursos. Se dirigió hacia el Sur, remontando el Mac Farlane. Más allá de cierto punto, los buscadores de oro no habían hallado el precioso metal, pero Sandy prosiguió su camino y hasta que no estuvo a bastante distancia no empezó a buscar. Remontó el curso de un pequeño río tributario cuyas fuentes estaban cien kilómetros hacia el Sudeste. De vez en cuando encontraba algunas muestras de oro, pero no más de lo suficiente para ganar de seis a ocho dólares por día y ello le causó profundo disgusto. Siguió corriente arriba por espacio de algunas semanas, pero cada vez era más pequeña la cantidad de oro que encontra­ba. Por fin, sólo muy de tarde en tarde encontraba algo y en poquísima cantidad. En tales ocasiones Sandy se convertía en un hombre que hubiera sido peligroso de hallarse en compañía de otras personas, pero si estaba solo era in­ofensivo.

Una tarde acercó su canoa a una estrecha faja de arena. Era un recodo del río, que allí se ensanchaba y hacia él se dirigió con la esperanza de encontrar algo. Se había inclinado sobre la arena, para examinarla, cuando llamaron su atención unas huellas que descubrió en ella. Dos animales, uno al lado del otro, habían estado allí bebiendo. Las huellas eran muy recientes, tal vez de una hora antes. Brillaron los ojos de Sandy y miró curiosamente en todas direcciones, murmurando:

—Lobos. Me gustaría poder largarles un ti­ro con este rifle.

A unos quinientos metros Loba Gris sorprendió el temido olor del hombre y avisó a Kazán con un largo aullido que llegó a oídos de Sandy Mac Trigger. Este desembarcó en el acto, cargó de nuevo su rifle y se metió tierra adentro.

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