Kazán, perro lobo (11 page)

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Authors: James Oliver Curwood

Tags: #Aventuras, Naturaleza, Canadá

BOOK: Kazán, perro lobo
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Debido a su ceguera Loba Gris ya no podía cazar con su compañero, pero gradualmente, se estableció entre ellos una clave de señales y a pesar de su ceguera ella pudo aprender muchas cosas que antes no conociera. A principios del verano Loba Gris podía viajar con Kazán, si éste no iba muy aprisa. Corría junto a él, tocándolo con el hocico o con la espalda, y Kazán, a su vez, aprendió a ir trotando en vez de saltando. Rápidamente comprendió que debía elegir los caminos más fáciles para Loba Gris y cuando llegaban a un lugar que era preciso franquear de un salto, advertía a su compañera tocándola con el hocico y gimiendo. Esta escuchaba con las orejas erguidas y entonces Kazán saltaba y ella se daba cuenta, por el ruido, de la distancia que era preciso franquear. De todos modos siempre daba el salto demasiado largo, lo cual no le acarreaba ningún contratiempo.

Por otra parte, Loba Gris se hizo más indispensable que nunca a Kazán. El oído y el olfato substituyeron a la vista y cada día se desarrollaban más y más estos dos sentidos, al mismo tiempo que se hacía más completo el mudo lenguaje por medio del cual podía comunicar a Kazán lo que descubriera con el oído o con el olfato. Y por parte de Kazán, fue una curiosa costumbre, desde entonces, la de mirar a Loba Gris cuando se detenían para escuchar o para olfatear el aire.

Después de la marcha de Juana y de su hijita, Kazán llevó a su compañera a un espeso bosquecillo de abetos y de bálsamos inmediato al río; y allí permanecieron hasta los primeros días de verano. Durante varias semanas Kazán estuvo yendo diariamente a la cabaña en que habitaban sus amas y el hombre. Al principio acudía allí esperanzado, buscando de día y de noche algo que le indicara que el lugar estaba habitado, pero no lo halló. Nunca vio la puerta abierta. Los postigos de las ventanas estaban siempre igual y jamás se levantaba de la chimenea la más leve espiral de humo. En el camino que conducía a la puerta empezó a crecer la hierba y el olor de los seres que amara era cada día más débil para el olfato de Kazán.

Un día encontró un mocasín de niño junto a una de las cerradas ventanas. Era viejo y estaba muy usado y ennegrecido por la intemperie, pero Kazán permaneció echado mucho rato al lado de aquella prenda, mientras la niña Juanita, a mil quinientos kilómetros de distancia, es­taba jugando con los juguetes que le compraran en los bazares de la ciudad. Luego Kazán se volvió junto a Loba Gris, al bosque.

La cabaña era un lugar a donde Loba Gris no quería acompañar nunca a Kazán. Cuando se trataba de ir a otros sitios siempre estaba junto a él. Y ahora que ya se había acostumbrado a su ceguera, incluso lo acompañaba cuando iba de caza hasta que descubría alguna pieza y empezaba la persecución. Entonces lo esperaba. Kazán, usualmente, perseguía a los enormes conejos de las nieves que en la comarca había, pero una noche persiguió y con­siguió matar a un gamo joven. Como le costara mucho trabajo arrastrar su víctima hasta donde quedara Loba Gris, fue en busca de ésta y la guió hasta la pieza cobrada. Y cada día se hacían más inseparables, a medida que transcurría el verano, de modo que, en aquellos solitarios parajes, sus huellas quedaban impresas en el suelo, siempre unas junto a otras y nunca solas.

Y entonces llegó el gran incendio.

Loba Gris lo husmeó cuando estaba aún a dos jornadas de distancia hacia el Oeste. Aquella tarde se puso el sol envuelto en una nube lúgubre y la luna, al hallarse en la parte Oeste del cielo, se puso rojiza. Cuando se hundía en el horizonte de tal manera, los indios la llamaban «La Luna Ensangrentada» y el aire estaba lleno de tristes presagios.

Al día siguiente Loba Gris estaba nerviosa y hacia el mediodía Kazán encontró en el aire el aviso que ella sorprendiera muchas horas antes. El olor era cada vez más fuerte y, a media tarde, el sol estaba casi oculto por una nube de humo.

En otras circunstancias habría empezado ya la fuga de toda clase de animales desde el triángulo que formaba el bosque entre los ríos Pipestone y Cree, pero cambió el viento, y los anima­les, engañados por ello, no emprendieron la fuga. Cuando nuevamente volvió a soplar hacia el Este y quisieron huir, el fuego los había rodeado ya por todas partes y no había salvación posible.

Entonces cambió el viento otra vez y el fuego se corrió hacia el Norte, de manera que el ápice del triángulo se convirtió en una trampa mortal. Durante toda la noche el cielo del Sur estuvo cubierto de una nube de fantástico esplendor y por la mañana el calor, el humo y las cenizas hacían el aire irrespirable.

Presa de pánico, Kazán buscó en vano el modo de escapar, pero ni por un instante abandonó a Loba Gris. Fácil le hubiera sido huir nadando por cualquiera de las dos corrientes, pero Loba Gris retrocedía, asustada, en cuanto el agua tocaba sus patas delanteras. Como todos los de su raza, prefería afrontar el fuego y la muerte que el agua. Kazán la instaba y más de una docena de veces saltó al agua y nadó en la corriente, pero Loba Gris no quería seguir adelante en cuanto perdía pie.

Podían oír ya el distante rugido del fuego ante el cual huían los animales de todas clases. Alces, renos y venados se echaban al agua y ganaban la opuesta orilla. Incluso saltó al agua un enorme oso negro con dos cachorros y hasta estos se alejaron nadando. Kazán los estaba observando y gimió a Loba Gris.

Y luego, por aquel mismo punto, se echaron al agua otros animales que la temían como Loba Gris; un enorme puercoespín, una marta esbelta y un gato silvestre que olfateaba el aire y gemía con voz de niño. Y los animales que no podían o no querían nadar, estaban, con respecto a los demás, en la proporción de tres a uno. Centenares de armiños corrían como ratas por la orilla, profiriendo incesantemente sus vocecillas; las zorras corrían a lo largo de la orilla buscando un tronco caído o una rama derribada por el viento que pudiera sostenerlas en el agua; los linces gruñían y afrontaban el fuego, y los hermanos de Loba Gris, los lobos, no se atrevían a más que ella misma.

Mojado, jadeando y casi sofocado por el calor y el humo, Kazán se puso al lado de Loba Gris. No había más que un refugio cerca de ellos y era un banco de arena del río, que se adentraba en la corriente en unos quince metros. Apresuradamente llevó allí a su ciega compañera y cuando pasaban a través del matorral, en su camino hacia el lecho del río, algo hizo detenerse a ambos. A ellos llegaba el olor de un enemigo más terrible que el mismo fuego. Un lince había tomado posesión del banco de arena y estaba echado en su extremo. Tres puercoespines se habían arrastrado también al borde del agua y allí estaban semejando a tres bolas, con las espinas enhiestas y temblorosas. Un gato silvestre estaba gruñendo al lince y éste, con las orejas inclinadas hacia atrás, observaba a Kazán y a Loba Gris cuando empezaba a invadir el banco de arena.

La fiel Loba Gris estaba deseosa de pelear y, acercándose más a Kazán, hasta tocar su lomo, enseñó los dientes. De un mordisco encolerizado Kazán la hizo retroceder y ella se quedó temblando de rabia y gimiendo mientras él avanzaba. Ligeramente se adelantaba Kazán, con las orejas inclinadas, aunque sin manifestar en su actitud la más pequeña amenaza. Era el modo de atacar de los perros de trineo adiestrados en la pelea y en el arte de matar. Un hombre civilizado, al ver a Kazán, se habría figurado que se acercaba al lince con intenciones amistosas, pero el felino se dio cuenta de la verdad.

El instinto advirtió al gato silvestre lo que iba a ocurrir y se acurrucó en el suelo cuanto le fue posible; los puercoespines, gritando como niños, pusieron más erguidas sus púas al advertir la presencia de los enemigos y sentir la aproximación del fuego. El lince es­taba echado sobre su vientre, semejante a un gato, con el cuarto trasero temblando de impaciencia y dispuesto para dar el salto. Los pies de Kazán parecían no tocar el suelo de arena cuando daba vueltas en torno del lince, el cual giraba también sin perder de vista a su enemigo, gruñendo furioso a Kazán que estaba a unos tres metros de distancia.

Fue el lince el que saltó primero.

El perro no hizo esfuerzo alguno para evitar el ataque, sino que resistió el salto del lince con las fuerzas de sus espaldas, como hacen los perros de trineo al combatir entre ellos. Su peso sería de unos cinco kilogramos más que el del lince y por un momento el enorme y agilísimo gato, con sus veinte garras semejantes a cuchillos, chocó contra su costado. Como un rayo Kazán aprovechó el momento y se arrojó sobre el cogote del lince.

En aquel preciso instante Loba Gris saltó al lugar de la lucha dando un grito de rabia y, situándose bajo el vientre de Kazán, logró cerrar sus mandíbulas sobre una de las patas traseras del lince y el hueso se rompió con un crujido. El lince, dominado por enemigos que duplicaban su peso, saltó hacia atrás, arrastrando no solamente a Kazán sino también a Loba Gris. Cayó sobre uno de los puercoespines y se clavó por lo menos un centenar de espinas. Dio otro salto y quedó libre, huyendo hacia la columna de humo. Kazán no lo persiguió y Loba Gris se acercó a su macho y le lamió el cuello, en donde manaba la sangre, manchando su leonado pelaje. El gato silvestre estaba quieto, como muerto, observando a la pareja con sus vivos ojuelos negros. Los puercoespines continuaban gritando, como si pidieran gracia. Entonces una espesa columna de humo se arrastró por encima del banco de arena y con él llegó una ráfaga de aire que quemaba.

Al extremo del banco de arena, se echaron y enroscaron Kazán y Loba Gris, ocultando los hocicos bajo sus cuerpos. El fuego estaba ya muy cerca, y su rugido se parecía al de una gran catarata, aumentado por la caída de los árboles. El aire estaba lleno de cenizas y de chispas y por dos veces Kazán sacó la cabeza para morder a las chispas ardientes que caían a su alrededor y le quemaban. A lo largo de la orilla había un matorral verde, y cuando el fuego llegó allí, ardió con mayor lentitud y el calor disminuyó algo. Pero transcurrió bastan­te rato antes de que Kazán y Loba Gris pudieran sacar las cabezas y respirar con mayor libertad. Entonces observaron que el banco de arena que se internaba en el río, los había salvado. Por todas partes, a excepción de aquel lugar, el mundo se había puesto negro y no se podía andar por lo ardiente que estaba el suelo.

El humo desapareció. El viento cambió de nuevo y trajo aire fresco y respirable del Oeste y del Norte. El gato silvestre fue el primero en volverse hacia la región devastada por el fuego, y los puercoespines estaban todavía hechos una bola cuando Kazán y Loba Gris dejaron el banco de arena. Empezaron a andar por la orilla, corriente arriba, y antes de que llegase la noche, sus pies se hallaban ya en muy mal estado a causa de las cenizas ardientes y de las brasas que a pesar suyo pisaron.

La luna tenía extraño aspecto y parecía traer algún mal presagio. Atravesaba el cielo como un disco de sangre y durante las largas y silenciosas horas no se oyó siquiera la voz de un búho que diera la impresión de que todavía existía la vida en donde el día anterior hubiera un paraíso para los animales. Kazán comprendió que no había nada que cazar y continuó viajando durante la noche entera. A la aurora llegaron a un terreno pantanoso y estrecho que se extendía a lo largo de la corriente. Allí los castores habían construido un dique que permitió a Kazán y a Loba Gris cruzar el río en busca de la otra orilla, poblada de vegetación. Durante otro día y otra noche continuaron el camino hacia el Oeste, y esto los llevó a una región pantanosa y forestal a un tiempo, a lo largo del Waterfound.

Y a medida que Kazán y Loba Gris llegaban del Oeste, desde la factoría de la Compañía de la Bahía de Hudson, marchaba hacia el Este un mestizo francés, delgado, de piel oscura, llama­do Henri Loti, el más famoso cazador de linces en toda la región de la Bahía de Hudson. Andaba en busca de huellas de dichos animales y las encontró numerosas a lo largo del Waterfound. Aquel era un paraíso para los cazadores, pues los conejos se contaban allí por millares. Como consecuencia, abundaban también los linces y Henri preparó su cabaña y luego regresó a la factoría para esperar que cayesen las primeras nieves, en cuya ocasión volvería con su trineo, los instrumentos y víveres necesarios y también las trampas que quería armar.

Y al mismo tiempo, desde el Sur, avanzaba en una canoa hacia el Norte y a pie cuando era necesario, un joven zoólogo de una universidad que reunía materiales para una obra que iba a publicar, titulada «La razón de los anima­les salvajes». Llamábase Pablo Weyman y habíase puesto de acuerdo para pasar una parte del invierno con Henri Loti, el mestizo. Llevaba consigo numerosas cuartillas, un aparato fotográfico y el retrato de una joven. Su única arma era un cortaplumas.

Y mientras tanto, Kazán y Loba Gris halla­ron la vivienda que buscaban en un terreno pantanoso, a unos diez kilómetros del lugar en que Henri Loti había construido su cabaña.

Capítulo 11 - Siempre apareados

Corría el mes de enero cuando un guía de la factoría condujo a Pablo Weyman a la cabaña de Henri Loti en Waterfound. Era un muchacho de unos treinta y dos años, lleno de vitalidad, que agradó inmediatamente a Loti. De no haber sido así, la primera noche hubiese transcurrido desagradablemente porque Loti estaba de mal humor, pero en vez de eso, des­de el primer momento se franqueó con él mientras fumaban en sus pipas, junto a la estufa candente.

—Es muy raro —le dijo—. He perdido siete linces ya cazados, pues los encontré destrozados como los conejos devorados por los zorros. Ningún animal, ni siquiera el oso, ha ata­cado nunca a un lince cogido en una trampa. Es el primer caso que veo. Y los encuentro de tal manera destrozados que ya no me darán ni siquiera medio dólar en la factoría. ¡Siete! He perdido por lo menos doscientos dólares. Y son dos lobos los autores de eso. Dos, los conozco por sus huellas, siempre dos y nunca uno. Siguen mis trampas y se comen los conejos que cojo. Dejan en paz a los gatos silvestres, los armiños y las martas, pero los malditos me des­trozan todos los linces que encuentran. Les había puesto cebos envenenados con estricnina, pre­parando trampas y cepos, pero los malditos no caen. Y me obligarán a alejarme de aquí si no los cojo antes, porque solamente he logrado do­ce linces y me han destrozado siete de ellos.

El caso despertó el interés de Weyman. Era de los que creían que el egoísmo humano ciega al hombre con respecto a muchas de las maravillas de la creación. Había arrojado el guante a los que sostenían que el hombre era el único ser dotado de razón y que el sentido común y la habilidad, al ser empleados por otros animales, no merecía más que el nombre de instinto, y había logrado muchos partidarios. Como advirtiera en la relación de Loti algo interesante que aún estaba oculto, prolongó la con­versación acerca de los dos extraños lobos hasta más de media noche.

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