Authors: Ava McCarthy
Harry se separó del coche con los brazos y las piernas temblorosos, y tropezó con su padre. El horror la invadió. Yacía de espaldas, inmóvil, con los ojos cerrados y la piel blanquecina. Un hilo escarlata le brotaba del extremo de la boca hacia la barba plateada.
«Hoy te enseñaré qué le sucede a la gente que me engaña.»
Escuchó el chirrido de una verja y el sonido de unos pasos que se acercaban corriendo. Se arrodilló junto a su padre y le tocó una mejilla. A pesar del sol que hacía, estaba frío.
Harry echó un vistazo a su familia y trató de recordar la última vez que se habían reunido todos en una habitación. No fue capaz.
Su madre estaba sentada al otro lado y agarraba fuertemente con sus huesudas manos un bolso Gucci. A su lado, Amaranta se apretaba los nudillos contra los labios hasta prácticamente hacerlos desaparecer.
El respirador artificial de su padre trabajaba en medio de aquel silencio para insuflarle aire en los pulmones. Harry observó el constante subir y bajar de su pecho, la única señal de que aún estaba con vida. La piel de los brazos le colgaba y presentaba hematomas de color berenjena en los lugares donde habían intentado encontrarle la vena.
Los médicos le diagnosticaron importantes daños en órganos vitales: rotura de bazo y lesiones en los pulmones, el hígado y los riñones. Lo operaron de inmediato y se esforzaron en detener la hemorragia interna. No sabían si sobreviviría.
Harry respiró profundamente. Le escocían los ojos y ya no quedaba casi nada del pañuelo de papel que sujetaba en la mano. Empujó suavemente con los pies la bolsa de viaje azul de su padre, que estaba bajo la cama, y se revolvió en la silla.
Amaranta la miró con los ojos inyectados en sangre.
—¿Ya has acabado con la policía?
—Se marcharon hace una hora más o menos —contestó Harry—. Lo califican como un caso de atropello y fuga.
La policía la había interrogado durante casi dos horas. De nuevo, Lynne la observó sin intervenir, silencioso pero atento. Harry les explicó todo salvo el tema de los doce millones. Se fijó en los delgados tubos que brotaban de la carne de su padre y subían como lombrices hasta el equipo de monitores situado detrás de la cama. Quizá no debería haberles ocultado nada. Al fin y al cabo, ¿qué más podían hacerle ahora a aquel pobre hombre?
A su madre y su hermana no les contó nada. Ambas imaginaron que los cortes y las magulladuras eran producto de aquel accidente y Harry no se molestó en corregirles. Era inútil. Hasta la policía pareció dudar de su historia y no creyó que fuera tan grave. Sabían aún menos que ella.
—Deberías haberme dejado hablar con ellos —le reprochó Amaranta.
—No lo he decidido yo. No han querido hablar contigo porque no te encontrabas en el lugar de los hechos.
—Pues debería haber estado allí. Él estaba invitado a mi casa. —Fulminó a Harry con la mirada—. Le ofrecí una habitación durante el tiempo que quisiera. ¿Dónde iba a alojare si no?
Harry se encogió de hombros.
—Ya te lo dije, no lo sé.
—En mi casa.
La voz de Miriam sonó pastosa y grave, como si alguien le hubiera recubierto la laringe con melaza.
Harry arqueó las cejas. Era lo primero que decía su madre en una hora.
Miriam les lanzó una mirada.
—¿Por qué no? He estado mucho tiempo sola. Le dije que podía quedarse una noche, lo suficiente para recuperarse un poco.
Dirigió la vista hacia Harry. Miriam tenía los ojos llorosos y extraviados. Las arrugas se dibujaban encima de su labio superior como si sujetara continuamente un cigarrillo. Resopló y apartó la mirada de nuevo.
—No sabía que tuviera otros planes —contestó.
Harry miró al techo con ojos incrédulos y se levantó.
—Necesito un descanso. Estaré fuera.
Salió al pasillo y cerró la puerta. Se apoyó contra ella un momento y aspiró aquel olor a enfermo y a comida de hospital.
—¿Cómo está?
Harry se dio la vuelta. Era Jude. Instintivamente volvió a recostarse en la puerta como si quisiera obstruirle el paso.
Él levantó las manos.
—No estoy aquí para discutir otra vez. Sólo quiero saber cómo se encuentra. —Hizo una pausa—. Y cómo se encuentra usted.
Harry lo miró fijamente e intentó adivinar sus intenciones. Vestía de nuevo el traje de banquero. Lo llevaba limpio y planchado, aunque se había pasado la mano por el cabello y lo llevaba de punta.
—¿Cómo ha averiguado que estaba aquí? —le preguntó Harry.
—Ashford me lo dijo. No me pregunte cómo lo averiguó. —Metió las manos hasta el fondo de los bolsillos y echó un vistazo por el pasillo—. Hospitales y cárceles: no puedo soportarlos.
—Yo tampoco.
Jude miraba fijamente sus propios zapatos.
—Yo tendría que haber ido a visitarlo. En la cárcel, quiero decir.
—¿Y por qué? Nadie lo hizo.
—Porque se suponía que era amigo suyo.
Harry encorvó los hombros y la vergüenza se reflejó en su rostro. En aquel momento le resultaba absurdo pensar que Jude hubiera querido hacerle daño.
Se quedaron algunos minutos en silencio. Finalmente, sin alzar la vista, Jude dijo:
—¿Saldrá de ésta?
La pregunta se clavó como un puñetazo en el estómago. Movió la cabeza con gesto de disgusto y tragó saliva, incapaz de hablar. Su padre no podía morir, se suponía que era invencible. Cerró los ojos. Regresó a su cabeza una imagen congelada del Jeep acercándose: negro metálico, parachoques de aluminio. Otra imagen, en esta ocasión en primer plano: el conductor con un gorro oscuro y mechones de pelo blanco, inclinado sobre el volante con la intención de acabar con la vida de su padre. Abrió los ojos de golpe y se mordió los labios. «No llores, no llores, no llores.» Unos segundos después reunió fuerzas para hablar.
—Los médicos no han perdido la esperanza, ni yo tampoco —respondió al fin—. Será mejor que vuelva dentro.
Jude asintió con la cabeza y le tocó suavemente en el brazo,
—Ya sé que es capaz de cuidar de sí misma pero, si necesita ayuda, cuente conmigo.
Antes de que pudiera contestarle, dio media vuelta y empezó a caminar con las manos en los bolsillos de nuevo. Lo observó un momento y se mordió los labios. Después, entró en la habitación de su padre.
Su madre y Amaranta no se habían movido. Seguían sentadas codo con codo y a Harry le llamó la atención su parecido físico, que aumentaba con la edad. La tez y el cabello claros, la estructura ósea afilada y la misma expresión de irritabilidad. Levantaron la vista cuando Harry entró a la habitación. Madre e hija constituían un frente unido. Como no quería volver a sentarse delante de ellas, se situó a los pies de la cama.
Amaranta se colgó el bolso del hombro y se levantó.
—Vamos, mamá, vete a casa. Estás rendida. —Esperó que su madre se moviera—. Has estado aquí muchas horas, ya volveremos por la mañana. Las enfermeras nos avisarán si hay noticias.
—Vuelve con tu familia. —Miriam agarró con más fuerza su bolso—. Harry me puede llevar a casa.
Harry parpadeó y echó un vistazo a su hermana, que estaba con la boca abierta.
Amaranta frunció el ceño.
—Escucha, mamá...
—Quiero hablar con Harry.
Harry arqueó las cejas.
—Como quieras.
Amaranta se quedó quieta un momento como si esperara que su madre cambiara de opinión. Entonces se giró y le lanzó a Harry una mirada asesina al pasar por su lado.
—No dejes que se quede mucho rato.
Harry asintió y la siguió con la vista hasta que cerró la puerta. Después, volvió a mirar a su madre. Miriam observaba el movimiento del pecho de su marido mientras se toqueteaba el collar de perlas. Los músculos del cuello le sobresalían como las raíces de un árbol y la piel que los cubría se veía flácida y arrugada. A pesar de lo que le había dicho a Amaranta, no parecía tener muchas ganas de hablar. Harry decidió no presionarla.
Examinó la cara de su padre. Su tez tenía un aspecto ceroso. La parte superior de la cama estaba algo elevada, como si en cualquier momento pudiera abrir los ojos y reclamarles una buena perspectiva de la habitación. Harry hubiera dado cualquier cosa por ver cómo se despertaba en aquel momento.
—Era todo encanto cuando nos conocimos —dijo Miriam de repente—. Tan moreno y tan guapo. Y tan ambicioso. Planes para esto, ideas para lo otro... —Sus dedos se entretenían en cada perla como si fueran las cuentas de un rosario—. Pero quedarse sin blanca no tiene ningún encanto, sobre todo con dos hijas pequeñas.
Dejó de juguetear con las perlas y abrió el bolso para coger un encendedor dorado y un paquete de tabaco. Entonces pareció acordarse de dónde se encontraba, de modo que los guardó de nuevo y volvió a tocarse las perlas.
—Casi nunca sabía dónde estaba ni si regresaría. Y cuando volvía, tanto podía ser para comunicarnos que nos habíamos quedado sin casa como para llevarnos a cenar fuera. No había manera de adivinarlo.
Harry quería preguntarle sobre Ashford, pero no se atrevió. Una cosa era saber que ella había sido un incordio para su propia madre, pero oírselo decir de su boca podía ser insoportable.
—Intenté dejarlo una o dos veces —confesó su madre. Sin proponérselo, acababa de abrir la veda para tratar aquel tema—. No funcionó. Salvador siempre tenía un nuevo plan maravilloso, un proyecto que lo iba a cambiar todo.
Miriam suspiró, negó con la cabeza y le dedicó a Harry una larga mirada.
—Sois muy parecidos. Deseaba que no lo fuerais tanto.
Harry apartó la vista. Desplegó su raído pañuelo de papel y empezó a doblarlo una y otra vez. Resultaba complicado saber quién había decepcionado más a Miriam: su marido o su hija.
—Estabas muy unida a él cuando eras pequeña —prosiguió su madre—. Vosotros dos contra el mundo. Contra mí.
Harry frunció el ceño.
—No era así.
Miriam continuó como si no la oyera.
—¿Sabes que me llamó la semana pasada? Tenía un plan disparatado. Me contó que se iba a las Bahamas para empezar allí una nueva vida.
El corazón de Harry dio un vuelco. Apretujó el pañuelo en una bola.
—Dijo que quería despedirse. —Miriam frunció el entrecejo—. Sal acostumbraba a hacer eso.
Harry enterró el pañuelo en el interior de su puño. Así que su padre tenía previsto desaparecer de nuevo y dejar que los demás asumieran las consecuencias.
—Me pregunté si estaría metido otra vez en algún lío o si tendría problemas con la policía. Él solía hablar contigo. ¿Te dijo algo?
Harry rehuyó su mirada. No había ningún motivo para no contarle todo a su madre. Tenía derecho a saber qué sucedía. Miró con atención el indefenso cuerpo de su padre, con unos brazos tan delgados como los de un niño. Sin saber por qué, negó con la cabeza.
—Nunca me explicó nada —aseguró.
Alguien tocó a la puerta con suavidad y la abrió. Enseguida reconoció sus mechones de cabello gris y aquellos ojos tristes. Era Ashford.
Entró en la habitación, se dirigió hacia Miriam y le tendió las manos.
—Miriam, querida, lo lamento. He venido lo antes posible.
Su madre dejó de jugar con las perlas y accedió a que le cogiera las manos. Levantó la mirada y, al ver su rostro, los músculos del cuello se le relajaron.
Ashford se giró hacia Harry y le cogió la mano.
—Harry, lo siento mucho.
Miriam frunció el ceño.
—¿Os conocéis?
—Sí.
Inclinó su voluminosa cabeza hacia un lado y le apretó la mano. Sus ojos rezumaban compasión.
Harry le correspondió asintiendo con la cabeza, pero tuvo que hacer un gran esfuerzo para no apartarse de él. Sentía su presencia como una molesta intromisión del mundo exterior en su profundo dolor.
Ashford soltó sus manos y dio la vuelta a la cama hasta situarse junto al hombro de Sal. Tocó su frente lívida con el dorso de los dedos.
—Mi viejo amigo —dijo, casi para sí mismo.
Lo miró un momento como si rezara en silencio y volvió a buscar a Harry con los ojos.
—¿Es muy grave?
Harry negó con la cabeza.
—No están seguros.
Ashford miró a su madre.
—Miriam, pareces exhausta. ¿Desde cuándo estás aquí?
Ella suspiró.
—Todos insisten en que me vaya a casa. Estoy bien.
—Pues yo también insisto. Te llevaré en coche.
Regresó junto a Miriam y le puso la mano en el codo para que se levantara. Harry se sorprendió al ver que no opuso resistencia. La condujo amablemente hacia la puerta y Harry tuvo que tragar saliva más de una vez para aflojar el nudo que se le había formado en la garganta. Le recordó a la forma en que Dillon la guió montaña arriba y, de golpe, sintió la imperiosa necesidad de que la abrazara.
Antes de llegar a la puerta, Ashford se volvió y le dio una tarjeta de visita.
—Si necesita ayuda, no dude en llamarme —dijo—. Me encontrará siempre en alguno de estos dos números.
Harry levantó las cejas y se lo agradeció. Ahora parecía que todo el mundo quería ayudarla. Cerraron la puerta al salir y se quedó por primera vez sola en la habitación con su padre.
Dio la vuelta a la cama y se hundió en la silla que había ocupado anteriormente. Le dolía todo el cuerpo a consecuencia del accidente de las montañas.
Descansó la mirada en el rostro de su padre. Los blancos tubos ondulados brotaban serpenteantes de su boca. Arriba, los orificios nasales parecían más estrechos y alargados. Harry le cogió la mano que reposaba sobre la cama.
Echó un vistazo a la tarjeta que sostenía en la otra mano. Logotipo azul, Klein Webberly and Caulfield, Ralph Ashford, director ejecutivo.
Harry se quedó con la boca abierta. ¿Ralph? Negó con la cabeza. Por Dios, era sólo un nombre.
Ralphy.
¿Sería Ashford el quinto banquero?
Se acordó del día en que fue a visitarla a su oficina y del Jaguar plateado que vio detrás de su coche. ¿La habría seguido hasta allí? Pensó en cómo se rió Felix cuando le amenazaron con contarle a Ashford su negativa de revelar la contraseña. ¿Sabría Felix que estaba implicado en el caso? ¿Sería Ashford El Profeta?
Maldito Ashford y maldito Profeta, fuera quien fuese. Tenía que encontrar el dinero, pero ¿cómo? Ni siquiera sabía el nombre del banco de su padre. Si pudiera hablar con él, la ayudaría.
Miró al suelo. La bolsa aún se encontraba en el mismo lugar. La empujó con el pie y frunció el ceño. La bolsa de viaje azul de su padre. Todos los objetos personales que tenía en Arbour Hill estaban allí dentro.