Jugada peligrosa (29 page)

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Authors: Ava McCarthy

BOOK: Jugada peligrosa
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—No te muevas.

Imogen se levantó de golpe y desapareció. Regresó treinta segundos después con un vaso de agua y dos pastillas blancas.

—¿Que es esto?

—Tómalas.

Harry la obedeció. Imogen le cogió el vaso vacío.

—No deberías estar aquí, tienes un aspecto horrible —le dijo mientras volvía a su escritorio—. Procuraré vigilarte.

Harry esperó a que su amiga se fuera. Entonces, moviendo el cuello lo menos posible, se volvió para leer su correo electrónico. Setenta y dos mensajes sin abrir. Se le estaba acumulando el trabajo desde el viernes. Le habían asignado tres test de intrusión más, dos inspecciones de posibles intromisiones informáticas y la evaluación de seguridad de una empresa, pero afortunadamente nada era urgente. Echó un vistazo a los mensajes y comprobó las direcciones de los remitentes por si había algo más apremiante. Se quedó helada.

El nombre de dominio de un remitente parecía palpitar en la pantalla: anon.obfusc.com. La mano le tembló al agarrar el ratón. Apretó los dientes e hizo doble clic.

Ha llegado la hora de entregar el dinero, Harry. Realiza una transferencia a la cuenta siguiente antes de las 17.00 horas del miércoles:

CÓDIGO SWIFT: CRBSCHZ9

IBAN: CH9300762011623852957

Mis fuentes me comentan que quizá te eches atrás, No lo hagas. Hoy te enseñaré qué le sucede a la gente que me engaña. Tienes cuarenta y ocho horas, Harry.

E
L
P
ROFETA

Harry se llevó rápidamente la mano a la boca. Era lunes. ¿Qué ocurriría si le confesaba que no tendría el dinero antes de las cinco del miércoles? ¿Qué sería de ella?

El teléfono de su escritorio sonó y se asustó. Era Annabelle.

—Un tal señor Tiernan está en recepción. Quiere verte.

Harry lanzó una mirada a la puerta de recepción y acto seguido al mensaje de El Profeta. El pulso se le aceleró. ¿Qué demonios hacía Jude allí?

Intentó tragar saliva pero tenía la boca seca.

—Dile que ahora salgo.

Jude caminaba de un lado a otro en la recepción cuando Harry apareció por la puerta. Se detuvo al verla y abrió los ojos de par en par al percatarse de sus nuevos cortes y magulladuras.

—Dios mío, Harry.

Observó el aspecto de Jude mientras él la miraba fijamente. El banquero de inversión se había esfumado. Había cambiado el traje de negocios por unos vaqueros desteñidos y una camiseta que ceñía su torso. Tenía los puños cerrados y los bíceps tensos. Parecía un luchador preparándose para empezar un combate.

Se acercó con decisión hacia ella. Sin querer, Harry dio un paso hacia atrás. Después entró en una oficina vacía a la derecha y le hizo un gesto a Jude para que la siguiera. Este obedeció y dio un portazo.

—Por Dios, Harry, ¿se encuentra bien? ¿Se puede saber qué sucede?

Ella se señaló la cara.

—No es nada serio.

Jude dio un paso hacia Harry, que intentó no inmutarse.

—¿Nada serio? —Empezó a contar con los dedos todo lo acaecido—. Le ayudo a engañar a Felix Roche, lo matan, la policía me interroga, no responde a mis llamadas y la encuentro cubierta de moretones. Puede que hasta este momento no me haya tomado las cosas en serio, pero ahora sí, créame.

—Mire, agradezco mucho su ayuda, pero no es necesario que se involucre más en este asunto.

—¿Qué no me involucre? La policía sabe que llamé a Felix la noche en que murió. Estoy metido hasta el cuello. —Se pasó una mano por el pelo. Tenía aspecto de no haber dormido mucho en las últimas cuarenta y ocho horas—. De todas formas, no me puedo olvidar de Felix. —Hizo una pausa y la miró a los ojos—. Ni de usted.

Harry desvió la vista. Jude la tocó con suavidad en el hombro.

—¿Qué le sucede, Harry?

Cruzó los brazos y lo fulminó con la mirada.

—¿Qué le explicó a Ashford? —inquirió Harry.

—¿Qué?

—Ayer estuvo aquí. Usted le habló sobre mí.

—Me preguntó sobre el accidente, parecía preocupado.

—¿Seguro que es lo único que le contó?

Jude la miró con ojos entrecerrados.

—Vamos, Harry, ¿qué pasa? Comentamos lo de su accidente, eso es todo. ¿Es que hay algo nuevo?

Pensó en todo lo que había sucedido en los últimos días. ¿Y si le informaba sobre la desaparición del dinero? Se le hizo un nudo en la garganta. No podía arriesgarse. Él ya había hablado con Ashford, ¿quién sería el siguiente? En cualquier caso, El Profeta no debía enterarse bajo ningún concepto de que el dinero se había esfumado.

Harry negó con la cabeza.

—Nada nuevo.

Jude se aproximó a ella y la cogió de los hombros. Al acercarle la cara, Harry empezó a respirar con dificultad y notó la calidez de su aliento en las mejillas. Olía a cerveza y a sudor masculino limpio.

—¿Pasa algo con Felix? —Le apretó los hombros con los dedos—. ¿Habló con él aquella noche? ¿Qué le dijo?

—Nada, ya se lo he explicado. No respondió.

Clavó sus ojos en los de Harry y sus narices casi se rozaron. Recorrió el rostro de Jude con la vista en busca de algún rastro del intachable banquero que nunca violaba las normas, pero ya no quedaba nada de él. Sólo vio a un atrevido piloto capaz de todo.

De repente, le quitó las manos de encima.

—Como usted quiera. —Dio un paso hacia la puerta—. Pero no voy a desaparecer del mapa, Harry. Ni hablar.

—Espere...

Abrió la puerta y se fue.

Harry se abrazó el pecho y se masajeó los hombros justo en donde la había agarrado. Se estremeció. Tenía razón: nada de aquello iba a desaparecer. Pensó en el plazo de cuarenta y ocho horas y en el dinero que ya no tenía. Pensó también en su padre esperándola junto a los siniestros muros de la prisión.

En cualquier caso, estaba harta de él. ¿Por qué no le había revelado dónde se encontraba el dinero? En una entidad bancaria extranjera sin identificar eso era lo único que sabía. Averiguar el nombre tampoco arreglaría las cosas. ¿Qué iba a hacer,
hackear
una cuenta bancaria secreta en las Bahamas? Harry cerró los ojos y negó con la cabeza. Ni en sueños se veía capaz de lograr una hazaña de semejante calibre.

Abrió los ojos de golpe.

¿Y si lo intentaba?

Capítulo 37

—¿Qué tal por Copenhague?

—Mucho frío —contestó Dillon por teléfono.

Harry sonrió.

—Eso te pasa por intentar conquistar Escandinavia.

Dillon rió.

—¿Dónde estás?

Echó un vistazo a la alargada fortaleza gris que se extendía por Arbour Hill, con su sombría fachada protegida por unas rejas plateadas que brillaban bajo el sol.

—En el coche.

Al menos esta vez no mentía. Acababa de detenerse delante de la cárcel cuando Dillon la llamó. Se quedó mirando las estrechas ventanas de la entrada principal. Eran altas y arqueadas, con una gran cantidad de pequeños cristales cuadrados. Recordaban a las ventanas de una catedral salvo por los barrotes de hierro.

Apartó la vista de ellas. Dillon insistiría en que acudiera a la policía, pero no podía hacerlo. A pesar de los errores de su padre, no se iba a arriesgar a volver a encerrarlo tras aquellos muros.

—Dentro de un par de días habré terminado por aquí —aseguró Dillon—. Si compras provisiones para tu cajón de los domingos por la noche, podríamos vernos en tu casa.

Harry volteó los ojos, avergonzada de que él recordara aquel desordenado cajón de la cocina.

—Pinta muy bien —contestó—. Y si traes cerveza danesa, ya será una cita.

¿Cita? ¿Por qué había dicho aquello? Tendría que haber empleado otra palabra. Quería preguntarle sobre la noche que habían pasado juntos y lo que significó para él, pero resultaba difícil introducir el tema en una conversación informal. Movió la cabeza de un lado a otro mientras pensaba que la soltería tenía sus ventajas.

—¿Cómo ha ido el vuelo? —preguntó, y al instante hizo una mueca de vergüenza.

A este paso, al final le iba a preguntar por el tiempo.

—Tranquilo. Pero creo que alguien me ha seguido hasta el aeropuerto.

—¿Qué?

Enderezó la espalda.

—Un tipo fornido con una chaqueta oscura y la cabeza como una bola de billar.

Quinney.

—Parece el amiguito de Leon.

—Eso pensé. Pero por lo que pude ver, no embarcó conmigo en el avión.

—Mierda. Siento que estés metido en todo esto.

—Ya te dije que no te preocuparas por mí. En cualquier caso, ¿qué va a hacer? ¿Escarbar en mi pasado en busca de qué? No hallaría nada interesante. Volvería a Leon con las manos vacías.

—Eso espero.

—Olvídalo, yo ya lo he hecho.

Harry se mordió los labios al darse cuenta de que aún escondía algo a Dillon. Las viejas costumbres no se modificaban de un día para otro. Respiró hondo.

—Esta mañana he ido a visitar a mi padre.

—¡Vaya! —Hubo una pausa—. Bueno, me alegro. ¿Y qué tal?

—Mal. No me ayudará. Si te parece, podemos hablar cuando estés de vuelta.

—Sí, me gustaría. —Se hizo de nuevo un silencio—. Mira, voy a ducharme y a arreglarme, pero te llamo más tarde, ¿de acuerdo?

Harry se sorprendió a sí misma imaginándolo en la ducha, y sonrió.

—Sí, está bien. No olvides la cerveza danesa.

Cuando Dillon la volvió a telefonear, Harry llevó a cabo una lectura de sus propios indicadores internos. Necesidad cero, deseo cien. Mejor así.

Miró la hora: las 13.45. Su padre saldría pronto. La luz del sol atravesaba el parabrisas y abrasaba la tapicería del coche. Las nubes que amenazaban lluvia habían desaparecido para dar paso a un despejado cielo azul. Harry bajó la ventanilla y miró a ambos lados de la calle. Arbour Hill era un solitario tramo de vía con escaso tráfico. Había aparcado frente a las puertas principales de la cárcel, justo contra los muros de piedra de las Collins Military Barracks
[5]
. La calle empezaba y acababa con unas curvas cerradas, lo cual aumentaba la sensación de aislamiento.

Una mujer con chándal rojo dobló la esquina y apareció frente a Harry. Empujaba un cochecito con un niño, y éste llevaba un palo que hacía ruido al rozar contra la verja de la cárcel.

Harry volvió a mirar el austero edificio victoriano que dominaba la colina. La entrada del porche estaba protegida por una verja de hierro similar al rastrillo de un fuerte. Los muros de la prisión, coronados en varios puntos por un grueso alambre de púas espinoso y horripilante, parecían más elevados que nunca. Al pensar en todos los maleantes congregados detrás de aquellos muros y en el sucedáneo de vida que llevaban, se estremeció.

«Esto es otro mundo», pensó.

La mujer del carrito pasó de largo. El niño paró un momento de rozar los barrotes con el palo y quedaron a la vista los arbustos de flores amarillas que crecían cerca de la entrada de la prisión. La mujer siguió adelante y Harry vio cómo desaparecían los dos en el espejo del retrovisor.

De repente, escuchó un fuerte tintineo y clavó su mirada en la cárcel. Dentro del porche, un vigilante introdujo la llave en la cerradura de la verja. Al empujarla, emitió un gemido similar al de un acorde menor de un violín. El vigilante se hizo a un lado y el padre de Harry salió a la luz del sol.

Llevaba un blazer azul marino encima de un jersey de escote redondo blanco y unos pantalones grises. Con una mano sostenía una bolsa de viaje; con la otra se protegía los ojos al tiempo que levantaba la cabeza y miraba hacia el cielo. Después se giró y le dio la mano al vigilante con una sonrisa. Parecía un oficial de marina a punto de disfrutar de un permiso en tierra.

Echó a andar con decisión por el camino y la puerta se cerró detrás de él. Harry lo observó un momento y se preguntó qué personaje le mostraría aquel día. ¿Un delincuente de cuello blanco o un banquero triunfador? ¿Un héroe de la infancia o un padre fracasado? Harry sintió que tenía que reconsiderar la identidad de su padre cada vez que se encontraban.

Respiró hondo y salió del coche. Notó el frescor del aire en los brazos descubiertos y en el rostro después de haber sufrido el efecto invernadero del Nissan Micra. Su padre dirigió la mirada hacia ella al oír cerrarse la puerta del coche y le dedicó un caluroso saludo y una amplia sonrisa, todo muy acorde con aquella imagen de marinero jovial. A pesar de sus recelos, se sorprendió a sí misma devolviéndole la sonrisa.

Harry empezó a caminar mientras su padre se aproximaba a ella apresuradamente. Bajo los rayos del sol su rostro parecía descolorido y las cejas negras ofrecían un aspecto artificial en contraste con su lívida tez. Pasó de largo los arbustos de rosas con la bolsa de viaje rebotándole en el costado de la pierna.

Quizá todo saldría bien. Quizá su padre tendría algún plan para ayudarla. Y, en caso contrario, ella solucionaría el problema. Sólo necesitaba el nombre del banco, y con sus habilidades de ingeniería social lo arreglaría todo.

Su padre cogió la bolsa de viaje con la otra mano, hizo sonar la verja al abrirla y salió a la calle. Entonces, frunció el ceño y miró de soslayo a la izquierda. Harry advirtió al instante de que a su progenitor se le salían los ojos de las órbitas en señal de alarma y le siguió la mirada.

Lo primero que vio fue el parachoques delantero de cromo, aparatoso y amenazante. El Jeep al cual pertenecía iba disparado hacia su padre. Ella intentó moverse pero no pudo sus piernas parecían anestesiadas. Su padre movió los labios para pronunciar su nombre, aunque no se oyó nada.

El tiempo pareció dilatarse. Por cada segundo, tenía la sensación de que transcurrían cinco. De repente, lo captó todo: la luz del sol reflejada en el cromo; el pálido rostro de su padre surcado por las arrugas; el calor que desprendía el Nissan Micra detrás de ella; los bordes amarronados de los pétalos de las rosas amarillas.

Su padre se abalanzó al otro lado de la calle para tratar de apartarse del camino que seguía el Jeep. Sal chocó contra Harry, y ésta cayó de espaldas contra el coche. El metal caliente le quemó la carne y el dolor le acuchilló los omóplatos. Recuperó el sentido del oído y el rugido del Jeep le asaltó los tímpanos. Se escuchó un golpe tremendo y su padre salió despedido por los aires.

—¡Papá! —gritó.

Cayó a algunos centímetros de Harry con un escalofriante crujido. El Jeep abandonó el lugar a toda velocidad con el motor a tope de revoluciones y los neumáticos dejando marcas en la seca calzada. Tomó la curva girando sobre dos ruedas y desapareció de la vista.

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