Jugada peligrosa (2 page)

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Authors: Ava McCarthy

BOOK: Jugada peligrosa
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—Soy yo —dijo.

—Perdón, ¿quién es?

Leon podía oía un rumor de voces masculinas de fondo. Seguramente Ralph estaba reunido con los mandamases del banco e intentaba marcar su territorio. En el pasado, Leon también había conseguido prosperar en aquel mundo.

—No seas gilipollas, Ralphy.

Las carcajadas de los hombres resonaron en su oído y se hicieron cada vez menos perceptibles, hasta reducirse a un vago eco. Parecía que Ralphy se había movido.

—¿Más cómodo ahora? —preguntó Leon.

—¿Qué diablos estás haciendo?

—Busco a viejos amigos. Por lo visto, hoy es el día de las llamadas del pasado.

—¿De qué me hablas? Te advertí que no me telefonearas nunca.

—Sí, sí, lo sé. Escucha, Ralphy, ¿estás cerca de tu despacho?

—Estoy en plena reunión de la junta directiva y no...

—Bien. Voy a enviarte ahora un correo electrónico a tu cuenta privada. Ve y léelo.

—¿Te has vuelto loco?

—Hazlo y punto. Te llamo dentro de unos minutos.

Leon colgó y volvió a su ordenador. Abrió de nuevo el mensaje y lo envió a la dirección personal de Ralph.

Giró la silla para observar por la ventana los contenedores de vidrio y los pequeños cubos de basura con ruedas que flanqueaban el reducido aparcamiento situado detrás de su despacho. Justo enfrente se levantaba la mugrienta pared de un restaurante chino de comida para llevar, La Tigresa Dorada: un nombre elegante para un establecimiento de mala muerte que constituía un peligro para la salud.

Un joven chino con bata blanca salió con dificultad por la puerta trasera y tiró una bolsa llena de sabe Dios qué porquería en el cubo con ruedas situado a los pies de su ventana. Leon arrugó la nariz al percibir aquel olor a ajo y se le retorcieron las tripas. La mayor parte de los tenderos de la zona despedían un olor fétido similar cuando le traían sus cuentas. La úlcera empezó a molestarle.

Antes, la gente le llamaba Leon el Rico. Llegó a trabajar dieciséis horas al día y se ocupaba de las operaciones más importantes. En aquellos tiempos era un verdadero jugador, con millones en el banco y una flamante esposa. Ahora, su matrimonio de veinte años se había ido al garete, así como su reputación y su saldo bancario.

Leon apretó los ojos. Pensar en su mujer le hacía acordarse de su hijo, lo cual le resultaba más difícil de soportar que la úlcera. Se concentró en el dolor punzante que le atenazaba el estómago y trató de borrar la imagen de Richard en la estación de trenes aquella mañana. Era la primera vez que había visto a su hijo en casi un año.

Se había pasado toda la noche jugando al póquer. Para dirigirse a su despacho tomó el tren, que iba repleto de viajeros de los barrios periféricos. Las miradas de asco de las que fue objeto le corroboraron lo que él ya sabía: que sus ojos estaban inyectados en sangre y el aliento le apestaba, igual que sus axilas.

Su vagón se había detenido delante de un grupo de colegiales en el andén de Blackrock. Les miró distraídamente por la ventanilla y el corazón le dio un vuelco: pelo oscuro, ojos redondos, pecas similares a salpicaduras de barro. Richard. Los pasajeros empujaban a Leon, pero éste los apartó a codazos para alcanzar a ver a su hijo de nuevo. Richard, que les sacaba una cabeza a los otros chicos, era fácil de reconocer. Había crecido. A su padre se le hinchó el pecho de orgullo: el niño sería alto como su madre, no achaparrado como él.

Leon se situó más cerca de la puerta. Uno de los amigos de Richard se abrió paso dentro del vagón y, de cerca, Leon reconoció en su jersey el emblema del Blackrock College. Frunció el ceño. Maura no le había comentado nada sobre el cambio de colegio aunque, en realidad, hacía tiempo que no hablaban. Se preguntó quién pagaría las mensualidades.

Richard se encontraba en la puerta. Leon alzó el brazo para captar su atención mientras escuchaba el acento refinado con el que hablaban los amigos de su hijo. Al mismo tiempo, reparó en la cutrez de sus propias ropas, en el anorak manchado y en su rostro sin afeitar. Su mano vaciló y quedó suspendida en el aire.

—¡Richard!

El chico giró la cabeza y miró hacia atrás, al andén de la estación, Leon bajó el brazo y observó lo que sucedía por la ventanilla. Un hombre rubio de unos cuarenta años corría hacia el tren. Llevaba un abrigo de lana oscuro y una bolsa de deporte roja en la mano. Le alargó la bolsa a Richard y despeinó cariñosamente el cabello del muchacho. Leon advirtió la amplia sonrisa que se dibujaba en la cara de su hijo y sintió una punzada en el estómago, como si se hubiera tragado un cristal roto. Lentamente, dio media vuelta y, entre la multitud, consiguió llegar hasta la otra punta del vagón, donde permaneció escondido hasta asegurarse de que su hijo se había marchado.

El tintineo de las botellas sobresaltó a Leon. El chino había regresado al aparcamiento, esta vez para depositar unos tarros de cristal en el contenedor del vidrio. Leon se frotó la cara de nuevo y respiró hondo para intentar aliviar el malestar de su estómago. Quizá mañana se lavaría y se arreglaría. Quizá le haría una visita a Richard.

Miró su reloj. Era hora de llamar otra vez a Ralphy. Se aclaró la voz y marcó su número.

—¿Lo has leído? —preguntó cuando Ralph descolgó el teléfono.

—¿Se trata de una broma pesada?

—Me lo has quitado de la boca.

—¿Crees que te lo he enviado yo? No quiero tener nada que ver con esto.

—¿Qué te pasa, Ralphy? ¿Tienes miedo?

—Pues claro. Aunque tú no tengas nada que perder, yo sí.

Leon agarró con fuerza el auricular.

—Yo me encargué de que tú no lo perdieras todo hace ocho años. No olvidemos eso, ¿de acuerdo?

Ralph suspiró.

—¿Qué quieres exactamente, Leon? ¿Mi dinero?

Buena pregunta. Al principio, sólo buscaba asegurarse de que Ralph no había enviado el mensaje, pero ahora se le estaba ocurriendo otra idea.

—Has leído el mensaje, ¿no? —le preguntó Leon.

—Sí, dice que la chica lo tiene, ¿y qué?

—A lo mejor quiero recuperarlo.

—¿Acaso crees que lo va a entregar tan fácilmente? ¿Y si no está en lo cierto?

—El Profeta nunca se ha equivocado en nada hasta ahora —respondió Leon—. Asegura que tiene pruebas.

—¿Que te ocurre? ¿Quieres que acabemos los dos en la cárcel?

Leon miró por la ventana de nuevo. Al fin y al cabo, a lo mejor no era tan malo recibir noticias de El Profeta. Quizá sería su salvación.

—Conozco a un tipo al que ya he recurrido anteriormente. Se encargará de esto —afirmó Leon.

—No me gusta este asunto.

—No tiene que gustarte, Ralphy.

Leon colgó de golpe el teléfono y contempló otra vez el panorama por la ventana. En esta ocasión no se fijó en los grafitis ni en los cubos de basura repletos. Se imaginó a sí mismo aseado, afeitado y con diez kilos menos, enfundado en un traje italiano y presidiendo la mesa de una sala de juntas. Se visualizó con un elegante abrigo de lana, animando a Richard mientras éste disputaba un partido de rugby con el equipo de su colegio. Leon apretó los dientes y los puños.

Aquella chica tenía algo que le pertenecía y estaba dispuesto a recuperarlo.

Capítulo 3

—Buenas tardes, Sheridan Bank... no me aparecen sus operaciones bancarias, señor Cook. ¿Desea que pruebe con otra cuenta?

El murmullo de unas treinta conversaciones distintas invadía el ambiente. Las voces, en su mayor parte femeninas, llenaban la sala zumbando cual amables abejorros. Harry se paseaba entre las mesas, separadas por tabiques acolchados azules, y escuchaba de pasada a las chicas que respondían las llamadas. Ella misma tenía una cuenta en Sheridan, aunque quizá se viera obligada a cambiar de banco después de aquello.

Había muchas mesas vacías, pero Harry quería una al fondo. Llegó al fondo de la sala y se hizo con una mesa libre en la esquina. Dejó su bolso en la silla y esperó a que la muchacha de cara redonda que ocupaba la terminal de trabajo contigua finalizara su llamada.

—Discúlpenos, señora Hayes. Adiós.

La chica tecleó algo y le guiñó el ojo a Harry.

—Otro cliente descontento.

Harry sonrió.

—¿Hay alguno que no lo esté?

—Aquí no.

Harry le tendió la mano.

—Soy Catalina. Empiezo a trabajar aquí esta tarde.

—Ah, muy bien. Me llamo Nadia.

Le estrechó la mano. Llevaba las uñas largas y de color rojo, y lucía un anillo de plata en cada uno de sus rollizos dedos, incluido el pulgar.

Harry señaló la mesa vacía.

—¿Puedo sentarme aquí?

—Claro, no hay nadie.

Harry se sentó y encendió el ordenador.

—Creo que aún no estoy registrada en el sistema. ¿Podrías ayudarme a entrar?

Nadia parecía dubitativa.

—Se supone que no debería hacerlo.

Había que tomárselo con tranquilidad.

—Bueno, no importa. Sólo quería echarle otro vistazo al sistema de asistencia antes de que la señora Nagle vuelva de almorzar.

Nadia se mordisqueó el labio inferior y sonrió.

—¿Por qué no? Mejor que no te vea perdida el primer día, ¿verdad?

Se sacó los auriculares, se acercó y escribió su nombre de usuario y su contraseña. Harry percibió un aroma mezcla de Calvin Klein y caramelo de menta.

—Ya está —dijo Nadia.

—Gracias, te debo una.

Harry esperó a que Nadia regresara a su mesa y contestara otra llamada. Ajustó el ángulo de la pantalla para que nadie pudiera ver lo que estaba haciendo, y empezó a trabajar.

Con unas pocas pulsaciones salió de la aplicación de asistencia al cliente y accedió al sistema operativo del ordenador. Harry movió la cabeza de un lado a otro y estuvo a punto de chasquear la lengua en señal de desaprobación. Debería estar más protegido. Husmeó en los entresijos de la máquina y se introdujo en archivos y directorios, pero se trataba de un ordenador de mesa y no encontró ninguna sorpresa. Hizo clic con el ratón y al punto aparecieron todas las conexiones de red:

F: \\Jupiter\shared

G: \\Pluton\users

H: \\Marte\system

L: \\Mercurio\backup

S: \\Saturno\admin

Aquello sí podía constituir un camino hacia los ordenadores centrales del banco.

Harry intentó acceder a las máquinas en red de aquella lista. Fue capaz de introducirse en algunas de ellas y ver sus archivos, pero casi ninguna le permitía apretar una sola tecla. Siguió curioseando en busca de algo útil hasta que finalmente lo encontró: el archivo de contraseñas del sistema, que contenía almacenados los nombres de usuario y las contraseñas de red. Era la llave del sistema. Hizo doble clic con el ratón y trató de abrir el archivo. Bloqueado.

Harry frunció el ceño y comprobó de cuánto tiempo disponía aún. El pulso se le aceleró: habían transcurrido ya veinte minutos y aún no había conseguido prácticamente nada. Se olvidó del archivo de contraseñas y empezó a hurgar en la red. Examinó a fondo el sistema de archivos y rastreó todos sus rincones. Sabía lo que buscaba, no podía andar muy lejos. Efectivamente, allí estaba: escondida en una unidad compartida de libre acceso, encontró la copia de seguridad desprotegida del archivo de contraseñas.

Harry sintió un hormigueo en la nuca. Siempre le sucedía lo mismo cuando lograba acceder a un sistema supuestamente seguro. Le hubiera gustado emular el redoble de un tambor sobre la mesa, pero no era ni el lugar ni el momento.

Abrió el archivo de la copia de seguridad y examinó su contenido. Los nombres de usuario aparecían en texto común, pero las contraseñas estaban cifradas. Harry miró con disimulo y comprobó que Nadia estaba hablando con un cliente por teléfono mientras repiqueteaba con sus largas uñas sobre el teclado.

Harry se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó un CD que insertó en el ordenador. Contenía un programa de detección de contraseñas en el que introdujo el archivo de la copia de seguridad. Fingió que hojeaba un manual del ordenador mientras esperaba a que el programa acabara su tarea.

Como solía ocurrir con los cotejos de diccionario, podía tardar un rato. El programa recorría todo el diccionario y cifraba cada palabra para tratar de hallar correspondencias con las contraseñas cifradas del archivo. Seguidamente, lo intentaba con las combinaciones de letras y números. Cuando finalizara, Harry dispondría de todas las contraseñas que necesitaba.

Harry volvió a echar un vistazo a su reloj. Se le erizó el vello de la nuca y se la masajeó con los dedos. Dentro de diez minutos regresaría la supervisora, pero el programa tal vez necesitara quince minutos. Siempre que conseguía introducirse en un sistema, el tiempo la apremiaba; precisamente por eso le resultaba tan apasionante.

Su padre siempre había asegurado que acabaría siendo una ladrona desde el día en que arrojó un ladrillo contra la ventana de la cocina y consiguió entrar en casa a través de ella. Todo sucedió al salir de la escuela: llegó a casa y no llevaba llaves, pero no dejaba de pensar en el escáner de puertos que había ejecutado desde su ordenador aquella mañana y en lo que éste podría haber encontrado. Más tarde, intentó explicárselo a su padre mientras los cristales rotos crujían bajo sus pasos y él la miraba perplejo. Estaba convencida de que ya nunca más le permitiría utilizar el ordenador pero, en lugar de eso, le actualizó el procesador y le proporcionó su propio juego de llaves de casa. Ese día, aquella niña de once años subió a su padre a un pedestal.

Desde entonces, él empezó a llamarla Harry. A veces hubiera deseado llevar un nombre español más exótico como el de su hermana. Amaranta era alta, tenía el cabello de color rubio ceniza y había nacido cuando la madre de Harry aún se sentía hechizada por el encanto irlandés y español de su marido. Cuando nació Harry, los descalabros económicos del padre de familia les habían obligado a abandonar su mansión por una pequeña casa adosada, y su madre perdió el gusto para los nombres. Harry heredó de su padre los oscuros ojos españoles y los rizos de un negro azulado. Sin embargo, esto no impresionó a su progenitora, que rechazó de plano todo lo que le recordara mínimamente a España y bautizó a su hija con el nombre de Henrietta como su madre, una remilgada mujer del norte de Inglaterra.

—¿Acaso alguien conoce alguna ladrona que se llame Henrietta? —preguntó su padre después del incidente de la ventana.

Así que desde aquel momento se empeñó en llamarla Harry, y ahora ya no respondía a ningún otro nombre.

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