–¡Catherine! – exclamó–. ¡Estás sencillamente magnífica! Esta noche seré el hombre más envidiado del «Grill».
La tomó por el brazo y la guió hacia una mesa rinconera, haciendo al mismo tiempo una seña al camarero.
–¿Qué te apetecería tomar? – le preguntó.
–Me parece que me atreveré con un martini seco –repuso Catherine.
–Un auténtico martini seco –le advirtió al camarero–, y haga el favor de traerme mi «Primms» de la barra. Dios mío –exclamó de nuevo volviéndose hacia Catherine–, cuánto tiempo ha pasado… Tenemos que ponernos al día. Qué suerte haberte encontrado en Londres. Dime…, ¿has tenido alguna noticia de tu padre?
–No desde la caída de Singapur –replicó Catherine–. La Cruz Roja suiza me comunicó, en marzo de 1942, que era prisionero de los japoneses en un campamento de guerra cerca de Penang. Desde entonces ya no he sabido nada, ni una palabra. Le envío paquetes a través de la Cruz Roja una vez al mes…
Catherine hizo un resignado movimiento de hombros.
–Dios sabe si llegarán hasta él…
–No te preocupes por tu padre, querida –repuso el contralmirante, mientras colocaba una mano tranquilizadora encima de su rodilla–. Saldrá de esto. Tu padre es de los hombres más fuertes que conozco, si lo sabré yo.
Crane y el padre de Catherine habían servido juntos como jóvenes oficiales en el
HMS Coventry
en 1917, cuando nació Catherine. Habían sido muy buenos amigos ya desde su época en la Escuela Naval de Dartmouth. Eran guardiamarinas cuando el Real Escuadrón Naval del Pacífico recaló en Shanghai, en 1913. El padre de Catherine conoció entonces a la madre de ésta, hija del director para China de la «Banque de l'Indochine et l'Orient» francesa. ¿Y no fue lo más natural del mundo que su padre pidiese a su compañero de armas el ser su padrino, cuando la noticia del nacimiento de Catherine llegó a la cámara de oficiales del
Coventry
? Catherine pensó, mirando a aquel hombre aún apuesto y elegante que tenía ante ella, que
Tuffy
Crane, como ella le llamaba desde la infancia, había sido un padrino notablemente serio y leal.
El matrimonio de sus padres fue breve y desgraciado, nacido de unas ilusiones románticas y destruido por las triviales realidades. Su madre había desdeñado las largas separaciones y los constantes cambios de destino a que la obligaba su matrimonio con un oficial de la Royal Navy. No era para ella la vida de los judíos errantes del Imperio. Ni tampoco la lluvia que empapaba el paisaje inglés había tenido el menor encanto para su alma gala. Cuando su propio padre murió y ella entró en posesión de la herencia, abandonó al padre de Catherine para establecerse al sol de Biarritz, donde podría educar a su hija como debía hacerse con una distinguida señorita francesa. «El francés –le había comentado repetidamente a Catherine como explicación a su divorcio– viaja bien y se exporta mal.»
–Oh,
Tuffy
, espero que tengas razón –suspiró Catherine–. Estoy muy preocupada por él. Se oyen cosas espantosas sobre esos campos.
–Claro que sí. Pero se las apañará, ya lo verás. ¿Y tu madre? ¿Está aquí contigo? ¿Sigue en Francia?
Catherine palideció.
–¿No te has enterado?
–¿Enterado de qué?
–Ha muerto.
–¡Dios mío! – se estremeció Crane–. ¡No puedo creerlo! ¿Qué le sucedió a la pobrecilla?
Ella respiró hondo y tomó un sorbo de su martini, como si su sabor agrio pudiese disciplinarla para continuar. La muerte de su madre estaba constantemente con Catherine, mantenida viva por la brillante llama de sus propios amargos recuerdos al respecto.
–Sucedió durante el éxodo –le contó a Crane–. Mi madre había venido de Biarritz para pasar una temporada conmigo, en mayo de 1940, poco antes del ataque alemán. Tomó un piso en la Rué Pergolése; yo trabajaba para «Coco Chanel».
–¿Aún sigues haciendo de modelo?
–No, no. – Las palabras llegaron como una protesta–. Lo dejé el año pasado. Era un trabajo aburrido y absolutamente carente de valor. Ayudaba a Mademoiselle a cuidar del salón, atendiendo a los compradores extranjeros, aunque tampoco teníamos muchos después de que empezara la guerra. De todos modos, cuando empezó el ataque, no quisimos marcharnos. Simplemente, no podía creer que el Ejército alemán acabaría derrotándonos.
–¿Y quién lo creía?
–Luego, cuando se acercaron más, me puse tan furiosa que deseé irme y luchar en las barricadas. Salvo que naturalmente, no levantamos ninguna barricada.
–¿Hablas en serio, Catherine?
–Naturalmente que sí,
Tuffy
. No olvides que papá me llevaba todos los meses de agosto a cazar urogallos a Escocia. Conseguí un par de «Purdey» con motivo de mi decimoctavo cumpleaños. Disparaba tan bien como él y mucho mejor que la mayoría de los hombres que tiraban con nosotros. Estaba dispuesta a sacar aquellas «Purdey» y defender una barricada, si hubiera habido alguna barricada que defender.
El contralmirante sonrió amablemente y otra vez le dio un golpecito amistoso en la rodilla.
–Naturalmente, olvidaba que tenías una vena hombruna, aunque al mirarte hoy resulta difícil de creer.
–Por eso, finalmente, nos propusimos llegar a Biarritz. Mi madre conducía su «Citroen» que, como medida de precaución, habíamos mantenido con el depósito lleno de gasolina. Salimos el 10 de junio.
Catherine cerró los ojos un segundo y se vio de nuevo en la carretera durante el éxodo.
–No te puedes imaginar lo terrible que fue. Coches, bicicletas, carros de caballos, gente que andaba con paquetes a la espalda, todos gritando, peleándose unos con otros, dispuestos a matar por adelantar a un coche atascado. Dicen que una crisis hace salir lo mejor de la gente. Pues eso no es cierto con los franceses. Sacamos nuestros peores rasgos, créeme. Nunca habrás visto tal egoísmo, semejante falta de compasión hacia los demás, en una actitud de «sálvate y que los demás se condenen». Nos costó un día y una noche llegar más allá de Orleans.
Catherine hizo una pausa. Había vuelto a la carretera nacional, al sur de Orleans, avanzando penosamente hacia el Sur, en un fresco amanecer de junio.
–Fue entonces cuando se presentaron los aviones. Primero llegaron los «Stukas» con sus aterradores rugidos. Bombardearon delante de nosotros, se oía el zumbido de las bombas y luego veías una nube de humo negro subiendo hacia el cielo. Luego los cazas nos alcanzaron por detrás.
Se estremeció, veía los aviones inclinados hacia ellos; tan cercanos que podía ver la cara de los pilotos en el mismo instante en que se oían las balas de sus ametralladoras atravesar el techo del coche. Casi arrancan de cuajo de los hombros la cabeza de su madre.
–Fue horrible. La sostuve en mis brazos durante un momento mientras moría. Cuando los aviones se fueron, pedí a alguien que me socorriese, que me ayudase a enterrarla. Nadie lo hizo. Gritaba que alguien me ayudase a enterrar a mi madre y todos me chillaban que pusiera en marcha el coche y siguiese adelante o dejase de bloquear la carretera.
Tomó otro sorbo de su martini y contuvo las lágrimas que amenazaban con inundar sus ojos.
–Finalmente, se presentaron un par de desertores. Convinieron conmigo en enterrarla si les llevaba hacia el Sur en el coche. Por lo tanto, cavamos un pequeño agujero a un lado de la carretera, la sepultamos y continuamos el viaje.
–Pobre muchacha… –exclamó Crane–, qué cosa más espantosa. ¿Dónde fuiste?
–A Burdeos. Decidí que todo cuanto deseaba era llegar junto a mi padre. Conseguí subir a bordo de un dragaminas de la Royal Navy, gracias a mi pasaporte británico y al hecho de que fuese hija de un oficial de la Armada. Naturalmente, una vez allí, no hubo manera de conseguir prioridad para una plaza en un avión al Lejano Oriente, por lo que estoy pasando esta inútil guerra trabajando de mecanógrafa en el Ministerio de Armamento.
Se acabaron sus bebidas y luego Crane la acompañó hasta una mesa en el «Grill». La visión de las mesas con velas encendidas, los gruesos manteles de lino, la cristalería y la cubertería de plata. Los sonidos de la orquesta que tocaban música de baile al fondo, todo ello devolvió el ánimo a Catherine. Por lo tanto, disfrutó por anticipado de los deleites de la cazuela de camarones y lenguado de Dover, que Crane pidió como cena.
–¿Dónde has estado,
Tuffy
? –le preguntó cuando desapareció el camarero–. Te busqué en cuanto llegué pero no tuve suerte. ¿Estabas en el mar?
–No –replicó el contralmirante, haciendo una mueca–. Lamento decirte que no he paseado por un puente desde diciembre de 1940. Alguien consideró oportuno asignarme el Mando de Oriente Medio, en El Cairo. He pasado estos tres años en una encantadora villa, al lado de la carretera que lleva a las Pirámides, sin otro peligro que echar barriga.
–Pues deberías dar las gracias por ello. ¿Qué has estado haciendo?
–Oh, esto, lo otro… No la clase de cosas de las que se habla seriamente. Cuando llegaron los norteamericanos me trasladaron a Argel.
–¿A otra villa encantadora?
Catherine se echó a reír.
–A un hotel aún más encantador, el «Saint George», que da a la bahía de Argel. Aún sigo destinado allí. Sólo me han mandado aquí para unas diligencias durante unos cuantos días.
El camarero les sirvió el vino y Crane lo probó un poco ausente. No quería recordar a su maravillosa ahijada la muerte de su madre o las tan precarias circunstancias de su padre. Finalmente, regresó al tema más evidente de la conversación.
–Mi guerra carece de interés. Cuéntame lo que has hecho. Creo no haberte visto desde tu boda, o para ser más preciso, desde tu no boda.
Catherine soltó una risa cristalina.
–¿Me has perdonado ya?
–No tengo nada que perdonar –se echó a reír Crane como respuesta–. En realidad, lo pasé estupendamente.
–No llego a imaginarme la reacción de los demás.
–Oh, claro… Todo el mundo lo atribuyó a un gesto caprichoso más de mi rebelde y voluntariosa ahijada.
–Estoy segura. Pero realmente no fue así.
Catherine probó su vino.
–Delicioso. ¿Qué es?
–Un «Chablis» de 1934 de uno de mis bodegueros preferidos, en Beaune, Joseph Drouhin. Pero cuéntame, querida…
Crane se rió por lo bajo.
–¿Qué te llevó a hacer una cosa así?
–Ah,
Tuffy
querido…
Catherine suspiró y dejó su copa.
–A lo que nos empujaban no era a un matrimonio, sino a una alianza. La familia de Jean-Jacques es inmensamente rica.
–Eso he oído.
–Cuando mamá vio su interés, hizo todo lo que pudo por alentarlo. Y lo mismo los padres de él. Y me gustaba Jean-Jacques. En realidad le adoro…, como amigo. ¿Pero como marido? Honestamente, temo que le hubiese puesto cuernos con gran rapidez. Y habrían sido unos cuernos tan grandes, que hubiera tenido que agacharse cada vez que intentase pasar por la puerta de nuestro dormitorio.
Un brillo no muy propio de un padrino apareció en los ojos del contralmirante.
–Entonces, ¿por qué permitiste que las cosas fuesen tan lejos?
–Yo no quería. Ni tampoco Jean-Jacques. Pero seguimos manteniendo aquellas abrumadoras conferencias familiares. La guerra se acercaba. La seguridad de la familia… Tal vez una esposa y un hijo para impedir que llamasen a filas a Jean-Jacques. Supongo que, tras mucho champaña, le diría a uno de ellos: «Bueno, sí, tal vez sea buena idea.» Luego, dos días después desperté y apareció en letras de molde en
Le Fígaro
, el anuncio de nuestro compromiso… Me quedé lívida.
–Pues fue en ese preciso momento cuando debiste haberlo detenido todo…
–Claro que sí,
Tuffy
. Pero no tienes la menor idea de lo que es verse en medio de uno de esos fregados. Te ves metida en plena marea. ¿Recuerdas que sólo tenía veintidós años? De repente, todo fue una serie de recepciones, viajes a París para el ajuar, regalos de boda que llegaban de todo el mundo… Me vi atrapada.
–En realidad debo decir que, ciertamente, iba a ser la boda de la temporada.
–¡Dios santo!
Catherine emitió una risa sonora, en la que toda la tensión de aquel distante día de junio pareció liberarse de nuevo.
–¿Te imaginas que doscientas personas habían venido de París, en un tren especial, sólo para la boda? Aún enrojezco al pensar en ello.
–No comprendo cómo lo hiciste… Cuando menos, debiste tener unos nervios de acero…
–Te lo contaré. Estuve toda la mañana sentada en mi cuarto, mirando mi vestido de novia. Sin llorar. No pude echar una lágrima durante todo el asunto. Tenía aquella espantosa sensación clavada en el estómago, la profunda certeza de que iba a cometer un terrible e irreparable error. Luego entró mi madre, me dijo: «Querida, si no empiezas a ponerte el vestido inmediatamente, llegarás tarde a tu propia boda.» En el instante en que me lo dijo, lo supe. Era algo equivocado para mí, erróneo para Jean-Jacques y lastimoso para los hijos que pudiésemos tener. Sin embargo, por mucho que dañase a Jean-Jacques, aquel daño no sería nada en comparación con lo que sufriría a causa de un matrimonio desgraciado.
Catherine miró a su padrino, mientras sus ojos verdes dejaban ver una sombra del desafío que habían mostrado cinco años atrás.
–Le dije: «No habrá ninguna boda, mamá. Me voy a París.»
–¡Dios mío! – jadeó el contralmirante imaginándose el incidente–. ¡Tu pobre madre se moriría del susto…!
–Se puso histérica. «¿Y qué me dices de las 400 personas a las que hemos invitado a la recepción en el "British Club"? ¿Y las 200 personas que llegan a la ciudad ahora mismo? ¿Y Jean-Jacques?» «Madre –le respondí–, se trata de mi vida y no de la de ellos. Tendrán una fiesta estupenda…, pero sin mí.» Y salí en busca del coche. Así fueron exactamente las cosas…
Catherine rió con ganas al recordar ese momento.
–Te diré que al llegar al coche, experimenté una abrumadora sensación de alivio. Supe que había tenido el valor de tomar la decisión apropiada.
–Está bien –comentó Crane con una admiración sin límites–, pues vaya revuelo armaste. No pasa todos los sábados que una joven dama invite a 400 miembros de la buena sociedad francesa a una boda y que ésta no se celebre.
–Debió de ser algo espantoso.
–Jean-Jacques llegó hinchado como un pavo real. Uno hubiera creído que acababa de ganar el primer premio en un concurso poético en el colegio, al que en cierto sentido creía tener derecho. Pobre tipo… Se deshinchaba a medida que pasaban los minutos. Cuando uno ha estado esperando a su novia –al lado del alcalde– durante más de cuarenta y cinco minutos, empieza a albergar ciertas dudas. Piensa que nunca me había preocupado demasiado de aquel joven. Finalmente, alguien le llevó a otra estancia, mientras el alcalde nos informaba de que se había producido un pequeño cambio en los planes.