—¿Cuántas veces tengo que decirte que no, Jon? Hablaremos cuando regrese.
Mientras veía a su tío guiar al caballo hacia el túnel, Jon recordó lo que Tyrion Lannister le había contado en el camino real, e imaginó a Ben Stark tendido muerto, en un charco de sangre roja sobre la nieve. Sólo con pensarlo se sintió fatal. ¿En qué se estaba convirtiendo? Buscó a
Fantasma
en la soledad de su celda, y enterró la cara en el espeso pelaje blanco.
Si había de estar solo, convertiría la soledad en su armadura. En el Castillo Negro no había bosque de dioses, sólo un pequeño sept y un septon borracho, pero Jon no sentía nada que lo motivara a rezar a ningún dios, nuevo ni viejo. Pensó que los dioses, si existían, eran tan crueles e implacables como el invierno.
Echaba de menos a sus verdaderos hermanos: al pequeño Rickon, con los ojos brillantes al pedirle una golosina; a Robb, su rival y su mejor amigo, su eterno compañero; a Bran, testarudo y curioso, que siempre quería seguirlos y participar en cualquier cosa que hicieran Robb y Jon. También echaba de menos a las chicas, incluso a Sansa, que jamás lo había llamado de otra manera que no fuera «mi medio hermano» desde que tuvo edad y uso de razón para comprender el significado de la palabra «bastardo». Y Arya... A ella la extrañaba aún más que a Robb. Añoraba a aquella chiquilla flaca, siempre con las rodillas llenas de arañazos, el pelo revuelto y desgarrones en la ropa, tan valiente y voluntariosa... Arya nunca había parecido encajar del todo en Invernalia, igual que él, pero siempre conseguía arrancarle una sonrisa. Jon daría cualquier cosa por estar junto a ella en aquel momento, revolverle el pelo una vez más, ver cómo hacía muecas, terminar una frase al unísono...
—Me has roto la muñeca, bastardo.
Jon alzó los ojos al oír la voz hosca. Grenn estaba de pie ante él, cuello grueso, rostro enrojecido, acompañado por tres de sus amigos. Conocía a Todder, un chico bajito y feo con voz muy desagradable. Todos los reclutas lo llamaba Sapo. Los otros dos eran los que habían llegado al norte con Yoren; Jon los recordaba, eran los violadores detenidos en los Dedos. Lo que no recordaba eran sus nombres. Si podía evitarlo, nunca hablaba con ellos. Eran unos salvajes y unos matones, sin un ápice de honor.
—Si me lo pides por favor —dijo mientras se levantaba—, te rompo la otra.
Grenn tenía dieciséis años y le sacaba una cabeza a Jon. Los cuatro eran más corpulentos que él, pero no le daban miedo. A todos los había derrotado en el patio.
—A lo mejor te rompemos nosotros a ti —dijo uno de los violadores.
—Inténtalo. —Jon fue a coger su espada, pero uno de ellos le agarró el brazo y se lo retorció a la espalda.
—Siempre nos dejas mal —se quejó Sapo.
—Ya estabais mal antes de que os conociera —se burló Jon.
El chico que le tenía cogido el brazo tiró de él hacia arriba, con fuerza. El dolor lo recorrió como un latigazo, pero Jon no gritó.
—Menuda boca tiene el señorito —dijo Sapo acercándose un poco más. Tenía ojillos porcinos, pequeños y brillantes—. ¿La boquita la sacaste de tu mamá, bastardo? ¿De qué trabajaba, de ramera? ¿Cómo se llamaba? A lo mejor me la he tirado alguna vez.
Jon se retorció como una anguila y clavó el talón en el empeine del muchacho que lo tenía sujeto. Se oyó un grito de dolor, y quedó libre. Se lanzó contra Sapo, lo derribó de espaldas contra un banco y cayó sobre su pecho, con las dos manos en la garganta del otro, golpeándole la cabeza contra el suelo de tierra.
Los dos chicos de los Dedos se lo quitaron de encima y lo tiraron al suelo sin contemplaciones. Grenn empezó a darle patadas. Jon intentaba esquivar los golpes cuando, en la penumbra de la armería, retumbó una voz.
—¡Basta! ¡Parad ahora mismo!
Jon consiguió ponerse en pie. Donal Noye los miraba con el ceño fruncido.
—Las peleas, en el patio. Si metéis vuestras rencillas en mi armería, serán mis rencillas, y eso no os va a gustar.
Sapo se sentó en el suelo y se palpó la nuca con cuidado. Cuando apartó los dedos, los tenía ensangrentados.
—Ha intentado matarme —se quejó.
—Es verdad, yo lo he visto —asintió uno de los violadores.
—Me ha roto la muñeca —insistió Grenn y se la mostró a Noye.
—Una magulladura. —El armero apenas la había examinado un instante—. Un esguince como mucho. Di al maestre Aemon que te prepare un ungüento. Ve con él, Todder, es mejor que te eche un vistazo a eso de la cabeza. Los demás, a vuestras celdas. Tú no, Nieve. Quiero hablar contigo.
Jon se dejó caer sentado en el banco largo de madera mientras los otros se alejaban. No hizo caso de sus miradas, de las promesas silenciosas de venganza. El brazo le palpitaba.
—La Guardia necesita hasta al último de los hombres —empezó Donal Noye en cuanto estuvieron a solas—. Incluso a hombres como Sapo. No es ningún honor matarlo.
—Dijo que mi madre era una... —Jon había enrojecido de ira.
—Una ramera. Lo he oído. ¿Y qué?
—Lord Eddard Stark no es hombre que se acueste con rameras —dijo Jon con tono gélido—. Su honor...
—No le impidió engendrar a un bastardo. ¿Verdad?
—¿Puedo marcharme? —Jon apenas si lograba contener la ira.
—Te marcharás cuando yo diga.
El muchacho frunció el ceño y clavó la vista en el humo que se elevaba del brasero, hasta que Noye lo cogió por debajo de la barbilla. Los dedos gruesos le obligaron a girar la cabeza.
—Y mírame cuando te hable, chico.
Jon lo miró. El pecho del armero era como un barril de cerveza y la tripa hacía juego. Tenía la nariz ancha y plana, y siempre parecía mal afeitado. Llevaba la manga izquierda de la túnica de lana negra prendida al hombro con un broche de plata en forma de espada.
—Las palabras no convierten a tu madre en una ramera. Es lo que es, y nada de lo que diga Sapo lo puede cambiar. Y por cierto, las madres de algunos de nuestros hombres sí eran rameras.
«La mía no», pensó Jon, obstinado. No sabía nada de su madre; Eddard Stark se negaba a hablar del tema. Pero soñaba con ella con frecuencia, tan a menudo que casi podía ver su rostro. En los sueños era hermosa y de noble cuna, y sus ojos rebosaban bondad.
—¿Te parece que lo has tenido difícil porque eres el hijo bastardo de un noble? —prosiguió el armero—. Pues Jeren es el retoño de un septon, y Cotter Pyke es el hijo bastardo de una criada de taberna. Ahora está al mando de Guardiaoriente del Mar.
—No me importa —replicó Jon—. No me importan ellos, ni tú, ni Thorne, ni Benjen Stark, ni nadie. Detesto este lugar... es frío.
—Sí. Frío, duro y cruel. Así es el Muro, y así son los hombres que lo patrullan. Nada que ver con los cuentos que te contaba tu niñera. Nosotros nos meamos en los cuentos, y también en la niñera. Las cosas son como son, y estarás aquí el resto de tu vida, igual que nosotros.
—Vida —repitió Jon con amargura.
El armero podía hablar de la vida, porque había vivido. Sólo vistió el negro después de perder un brazo en el asedio de Bastión de Tormentas. Antes de eso había sido herrero de Stannis Baratheon, el hermano del rey. Había recorrido los Siete Reinos de punta a punta. Había disfrutado de los banquetes y de las mujeres, había combatido en cien batallas. Se decía que Donal Noye había forjado la maza del rey Robert, la que acabó con Rhaegar Targaryen en el Tridente. Había hecho todo lo que Jon jamás podría hacer y, cuando fue viejo, más cerca ya de los cuarenta que de los treinta, había recibido un hachazo, y la herida se infectó hasta tal punto que hubo que amputarle el brazo. Sólo entonces, tullido, cuando poco le quedaba ya de vida, Donal Noye llegó al Muro.
—Sí, vida —asintió Noye—. Que sea corta o larga, eso depende de ti, Nieve. Por el camino que vas, tus hermanos te cortarán la garganta cualquier noche de éstas.
—No son mis hermanos —saltó Jon—. Me detestan porque soy mejor que ellos.
—No. Te detestan porque te comportas como si fueras mejor que ellos. Te miran y ven a un bastardo criado en un castillo que se comporta como un señor. —El armero se inclinó hacia él—. No eres ningún señor. Recuérdalo siempre. Tu apellido es Nieve, no Stark. Eres un bastardo y un matón.
—¿Yo? ¿Matón, yo? —Jon estuvo a punto de atragantarse con la palabra. La acusación era tan injusta que lo había dejado sin aliento—. Fueron ellos los que me atacaron. Los cuatro.
—Cuatro muchachos a los que habías humillado en el patio. Cuatro muchachos que seguramente te tienen miedo. Te he visto pelear. Contigo no es un entrenamiento. Si tu espada tuviera filo, estarían muertos. Eso lo sabes bien, y ellos también lo saben. No les dejas nada. Los avergüenzas. ¿Te sientes orgulloso de eso?
Jon titubeó. Se sentía orgulloso cuando ganaba. ¿Por qué no? Pero el armero le estaba quitando también eso, hacía que pareciera algo malo.
—Todos son mayores que yo —dijo a la defensiva.
—Mayores, más altos y más fuertes, cierto. Pero me apuesto lo que sea a que tu maestro de armas te enseñó a pelear con hombres más corpulentos en Invernalia. ¿Era algún anciano caballero?
—Ser Rodrik Cassel —asintió Jon con cautela.
Percibía que allí había alguna trampa, notaba cómo se cerraba en torno a él.
—Piénsalo bien, chico. —Donal Noye se inclinó hacia delante, hasta que su rostro casi rozó el de Jon—. Antes de conocer a Ser Alliser ninguno de los otros había tenido un maestro de armas. Sus padres eran granjeros, carreteros, cazadores furtivos, herreros, mineros, remeros en galeras mercantes... Lo poco que saben de lucha lo aprendieron en los malecones, en los callejones de Antigua y de Lannisport, en burdeles de las afueras y tabernas a lo largo del camino Real. Quizá esgrimieran palos alguna vez antes de llegar aquí, pero te puedo asegurar que, en veinte años, no he visto ni a uno que tuviera suficiente dinero para comprar una espada de verdad. —Parecía sombrío, torvo—. Bueno, ¿qué tal te saben ahora las victorias, Lord Nieve?
—¡No me llames así! —le espetó Jon. Pero su ira carecía ya de fuerza. De pronto se sentía avergonzado y culpable—. No sabía... no pensé...
—Pues más vale que empieces a pensar —le advirtió Noye—. O eso, o tendrás que dormir con una daga bajo la almohada. Ya te puedes ir.
Cuando Jon salió de la armería era ya casi mediodía. El sol había conseguido asomar entre las nubes. Le dio la espalda y alzó la vista hacia el Muro, que resplandecía azul y cristalino bajo aquella luz. Pese a las semanas transcurridas seguía sintiendo escalofríos con sólo mirarlo. El polvo arrastrado por el viento a lo largo de los siglos lo había erosionado, lo cubría como una película y le otorgaba un color grisáceo, como de día nublado... pero cuando le daba el sol en un día despejado, brillaba, cobraba vida con la luz, era un acantilado colosal blanco azulado que se alzaba inabarcable hacia el cielo.
Benjen Stark le había dicho a Jon en el camino Real, la primera vez que divisaron el Muro a lo lejos, que era la estructura más grande jamás edificada por el hombre.
—Y también la más inútil —añadió Tyrion Lannister con una sonrisa.
Pero hasta el Gnomo se fue quedando sin palabras a medida que se acercaban. Se divisaba desde muchos kilómetros de distancia, era una línea azul claro, inmensa y continua, que cruzaba el horizonte norte, de este a oeste, y se perdía de vista en la distancia. «Aquí termina el mundo», parecía proclamar.
Cuando por fin divisaron el Castillo Negro, los torreones entibados y las torres de piedra parecían simples juguetes esparcidos sobre la nieve al pie de la vasta muralla de hielo. La antigua fortaleza de los hermanos negros no era ninguna Invernalia. De hecho no era un verdadero castillo. Como carecía de muros era imposible defenderlo de ataques procedentes del sur, del este o del oeste; pero en realidad lo único que importaba a la Guardia de la Noche era el norte, y al norte se alzaba el Muro. Tenía una altura de más de doscientos metros, tres veces más que la torre más alta de la fortaleza que protegía. Su tío le contó que la cima era tan ancha que una docena de caballeros con armaduras podían cabalgar por ella hombro con hombro. Allí montaban guardia las líneas sobrias de catapultas enormes y las monstruosas grúas de madera, como esqueletos de pájaros inmensos, y entre ellos caminaban hombres de negro a los que la distancia reducía al tamaño de pulgas.
Allí, junto a la entrada de la armería, mirando arriba, Jon volvió a sentir un sobrecogimiento casi tan abrumador como el día en que lo había visto por primera vez desde el camino real. Así era el Muro. A veces uno casi se olvidaba de que estaba allí, igual que se olvida del cielo o de la tierra que se pisa, pero en otras ocasiones parecía como si no hubiera otra cosa en el mundo. Era más viejo que los Siete Reinos, y Jon empezó a sentir vértigo mirándolo desde abajo. Sentía como si el peso de todo aquel hielo cayera sobre él, como si estuviera a punto de derrumbarse. Y el muchacho tenía la intuición de que, si el muro caía, el mundo caería con él.
—Hace que uno se pregunte qué hay al otro lado —dijo una voz conocida.
—Lannister —dijo Jon bajando la vista—. No me había dado cuenta... Es decir, creía que estaba solo.
—Pillar a la gente desprevenida tiene muchas ventajas. —Tyrion Lannister iba envuelto en pieles tan gruesas que parecía un oso diminuto—. Nunca se sabe qué vas a aprender.
—De mí no aprenderás nada —replicó Jon.
Apenas había visto al enano desde que terminara el viaje. Como hermano de la Reina, Tyrion Lannister había sido el invitado de honor de la Guardia de la Noche. El Lord Comandante lo había instalado en habitaciones de la Torre del Rey (así llamada aunque hacía más de un siglo que ningún rey ponía el pie en ella), Lannister comía en la mesa de Mormont, se pasaba los días cabalgando sobre el muro y las noches bebiendo y jugando a los dados con Ser Alliser, Bowen Marsh y los otros oficiales de alto rango.
—Yo siempre aprendo algo allí donde voy. —El hombrecillo señaló la cima del Muro con un bastón negro y nudoso—. Como iba diciendo... ¿por qué será que, en cuanto un hombre construye un muro, inmediatamente su vecino quiere saber qué hay al otro lado? —Inclinó la cabeza y miró a Jon con sus curiosos ojos dispares—. Porque quieres saber qué hay al otro lado, ¿verdad?
—Nada especial —dijo Jon. Se moría por acompañar a Benjen Stark en sus expediciones, por adentrarse en los misterios del Bosque Encantado, quería combatir a los salvajes de Mance Rayder, y proteger el reino del ataque de los Otros, pero era mejor no hablar de las cosas que uno quería—. Los guardias dicen que sólo hay bosques, montañas, lagos helados y nieve por todas partes.