Read James Potter y la Encrucijada de los Mayores Online
Authors: George Norman Lippert
—Ted —dijo James con alivio—. Necesito la contraseña. ¿Una ayudita?
Ted vio a James cuando él y los otros se aproximaron.
—Genisolaris —dijo, y después añadió para una de las chicas del grupo—. Aprisa, Petra, no dejes que el hermano de Noah te vea.
Ella asintió, pasando rozando junto a James cuando el retrato de la Dama Gorda se hizo a un lado para revelar el brillo del fuego encendido en la sala común. James empezaba a seguirla cuando Ted le pasó un brazo alrededor de los hombros, dándole la vuelta y llevándole de regreso al rellano.
—Mi querido James, no habrás imaginado que íbamos a dejar que te arrastraras hasta la cama a una hora tan temprana, ¿verdad? Hay tradiciones Gryffindor en las que pensar, por las barbas de Merlín.
—¿Qué? —tartamudeó James—. Es medianoche. Lo sabes, ¿verdad?
—Comúnmente conocida en el mundo muggle como "La hora de las brujas" —dijo Ted instructivamente—. Un nombre tristemente equivocado, por supuesto, "La hora de que brujas y magos gasten alguna broma a desprevenidos muggles" es un poco largo para que nadie lo recuerde. Nos gusta llamarla simplemente “Hora de Elevar el Wocket". —Ted estaba conduciendo a James de vuelta a las escaleras, junto con otros tres Gryffindors.
—¿El qué? —preguntó James, intentando no perderse.
—El chico no sabe lo que es el Wocket —dijo Ted tristemente hacia el resto del grupo—. Y su padre es el propietario del famoso Mapa del Merodeador. Pensad en lo fácil que sería esto si pudiéramos poner nuestras manos en semejante tesoro. James, déjame presentarte al resto de los Gremlins, un grupo al que ciertamente puedes esperar unirte dependiendo de cómo vayan las cosas esta noche, por supuesto. —Ted se detuvo, se giró y ondeó el brazo ampliamente, señalando a los otros tres que se escabullían con ellos—. Mi número uno, Noah Metzker, cuyo único defecto es su involuntaria relación con su hermano prefecto de quinto año.
Noah se inclinó cortésmente por la cintura, sonriendo.
—Nuestra tesorera —continuó Ted—, si alguna vez nos las arreglamos para encontrar alguna moneda, Sabrina Hildegard.
Una chica de cara agradable con un montón de pecas y una pluma prendida en el espeso cabello rojizo asintió hacia James.
—Nuestro chivo expiatorio, si tales servicios son requeridos, el joven Damien Damascus. —Ted agarró el hombro de un chico corpulento con gafas gruesas y una cara de calabaza que sonrió hacia él y gruñó—. Y finalmente, mí coartada, mi pantalla perfecta, la favorita de todos los profesores, la señorita Petra Morganstern. —Ted gesticuló afectuosamente hacia la chica que acababa de volver por el agujero del retrato, metiéndose algo pequeño en el bolsillo de sus vaqueros. James notó que todo el mundo excepto él se había cambiado la túnica y llevaban vaqueros y camisetas oscuras—. ¿Todo listo para el despegue? —preguntó Ted a Petra cuando se reunió con ellos.
—Afirmativo. Todos los sistemas en marcha, capitán —replicó ella, y se oyó una risita disimulada de Damien. Todos se volvieron y comenzaron a descender la escalera, Ted conducía a James con ellos.
—¿Debería ir a cambiarme o algo? —preguntó, su voz temblaba mientras bajaba las escaleras.
Ted le dirigió una mirada evaluadora.
—No, no creo que sea necesario en tu caso. Relájate, colega. Vas a tener una revelación
.
Así que basta de hablar. Será mejor que saltes aquí. No querrás pisar
ese
escalón, créeme. —James saltó, con la mochila balanceándose sobre su hombro, sintiéndose empujado por el entusiasmo del grupo más que por el apretón de Ted en su codo. Aterrizó en el suelo de un largo pasillo iluminado por antorchas y se tambaleó para recuperar el equilibrio. Al final del pasillo, el grupo se encontró con tres estudiantes más, todos de pie bajo la sombra lanzada por la estatua de un gigantesco mago con la espalda encorvada por una joroba y que llevaba un sombrero muy alto.
—Buenas noches, compañeros Gremlins —susurró Ted a todos cuando se reunieron bajo la sombra de la estatua—. Os presento a James, hijo de mi padrino, un tipo llamado Harry Potter.
James sonrió tímidamente a las caras nuevas, y reaccionó tardíamente ante la tercera cara.
—James, te presento a nuestra rama Ravenclaw, Horace, Gennifer, y el joven como se llame. —Ted se volvió hacia Gennifer—. ¿Cómo se llama? —preguntó, gesticulando hacia el chico del final.
—Zane —dijo Gennifer, pasando un brazo alrededor del chico menor, que sonrió y permitió ser juguetonamente sacudido—. Acabamos de conocerle esta noche, pero tiene un cierto no sé qué que me dice que estamos ante un Gremlin. Estaba pensando que podría haber algún pequeño demonio en alguna parte de su linaje.
—¡Vamos a jugar a cazar el Wocket! —dijo Zane a James en un aparte susurrado que recorrió todo el pasillo—. A mí me suena dudoso, pero si esto nos hace guays, bueno, me imaginé que bien podríamos ¡lanzarnos de cabeza!
James no podía decir si Zane estaba bromeando o no, y entonces comprendió que en realidad no importaba.
—Elevar el Wocket —corrigió Noah.
James decidió que era el momento de meterse en la conversación.
—¿Entonces qué es ese Wocket? ¿Y por qué estamos todos hacinados en una esquina tras una estatua?
—Esta no es solo una vieja estatua —dijo Petra, mientras Ted se deslizaba tan lejos entre la estatua y la pared como podía, aparentemente buscando algo—. Es San Lokimagus el Perpetuamente Productivo. Estudiamos su historia el año pasado, y eso nos llevó a un descubrimiento bastante asombroso.
—
Te
condujo, querrás decir —dijo Ted, su voz se oía amortiguada.
Petra lo consideró y asintió.
—Bien cierto —estuvo de acuerdo.
—En los días de tu padre —dijo Noah mientras Ted se arrastraba tras la estatua—, habían seis pasadizos secretos para entrar y salir de Hogwarts. Pero eso fue antes de la Batalla. Después de eso, gran parte del castillo fue reconstruido, y todos los viejos pasadizos secretos fueron permanentemente sellados. Pero hay algo curioso en un castillo mágico. Al parecer le crecen nuevos pasadizos secretos. Solo hemos encontrado dos, y eso solo gracias a Petra y a nuestros amigos Ravenclaw de aquí. San Lokimagus, el perpetuamente productivo es uno de ellos. Está todo claro aquí en su leyenda.
Noah señaló a las palabras grabadas en la base de la estatua:
Igitur qui moveo, qui et movea.
Ted soltó un gruñido de triunfo y se oyó un ruidoso chasquido.
—Nunca adivinaríais donde estaba esta vez —dijo, saliendo de detrás de la estatua. Con un arañar de piedra en movimiento, la estatua de San Lokimagus se enderezó tanto como su espalda jorobada le permitía, bajó cuidadosamente de su pedestal y después cruzó el pasillo con un andar ligeramente cojeante. Desapareció por la puerta opuesta, que correspondía a un baño de chicos por lo que pudo ver James.
—¿Qué significa la leyenda? —preguntó James mientras los Gremlins empezaban a agacharse para atravesar presurosamente el umbral que había tras el pedestal de San Lokimagus. Noah sonrió y se encogió de hombros.
—Cuando tienes que ir, tienes que ir.
El pasadizo conducía a un corto tramo de escaleras con escalones de piedra redondeada. Los Gremlins subieron ruidosamente los escalones, y después se hicieron callar unos a otros cuando alcanzaron otro umbral. Ted abrió la puerta una fracción, asomándose a través de la pequeña abertura. Un momento después la abrió de par en par y señaló al resto que le siguieran a fuera.
La puerta se abría inexplicablemente al exterior de un pequeño cobertizo cerca de lo que James reconoció como el campo de Quidditch.
Las altas tributas se alzaban a la luz de la luna, con aspecto yermo e imponente en el silencio.
—El pasadizo solo funciona en un sentido —explicó Sabrina a James y Zane mientras el grupo corría ligeramente a través del campo de Quidditch hacia las colinas de más allá—. Si entras en él sin haber venido primero por el túnel de Lokimagus solo te encuentras entrando en el cobertizo del equipamiento. Bastante conveniente, ya que significa que si nos cogen, nadie más podrá perseguirnos de vuelta a través del túnel.
—¿Alguna vez os
han
cogido? —preguntó James, jadeando para mantenerle el paso.
—No, pero esta es la primera vez que intentamos utilizarlo. Lo descubrimos al final del pasado curso. —Se encogió de hombros como diciendo "Ya veremos como acaba esto, ¿verdad?".
La voz de Zane llegó de la oscuridad detrás de James, pensativamente.
—¿Y qué pasa si San Vejiga Mágica acaba con su pequeño asunto antes de que volvamos a pasar por su agujero? —James se estremeció ante el giro que proponía la frase de Zane, pero admiró su lógica. Esa parecía una pregunta que merecía la pena hacer.
—Esa es definitivamente una pregunta para un Ravenclaw —dijo Noah hacia atrás tan calladamente como pudo, pero nadie respondió.
Después de diez minutos de escurrirse por los límites de un bosque tupido e iluminado por la luna, el grupo trepó sobre una alambrada hasta un campo. Ted sacó su varita del bolsillo trasero mientras se aproximaba a una parcela de arbustos y rastrojos aplastados. James le siguió y vio que había allí un granero bajo, oculto entre la vegetación. Estaba desvencijado, inclinado y enterrado por la hiedra.
—
Alohomora —
dijo Ted, apuntando su varita hacia el gran candado oxidado que pendía de la puerta. Se produjo un destello de luz amarilla. Esta floreció del cerrojo y se convirtió en la forma de un reluciente brazo fantasmal que salió reptando por el ojo de la cerradura del candado. El brazo terminaba en un puño con el dedo índice apuntando al aire. Meneó el dedo adelante y atrás reprobadoramente durante unos segundos, y después se desvaneció.
—El encantamiento protector todavía está en su lugar, entonces —anunció Ted alegremente. Se giró hacia Petra, que se adelantó sacando algo del bolsillo de sus vaqueros. James vio que era una llave maestra oxidada.
—Eso fue idea de Gennifer —dijo Horace, el segundo Ravenclaw—. Aunque yo hubiera preferido que hiciera un gesto diferente.
—Habría sido un bonito toque —estuvo de acuerdo Zane.
—Nos imaginamos que ningún individuo mágico que intentara irrumpir aquí pensaría en algo tan aburrido como una llave —explicó Noah—. Pusimos encantamientos desilusionadores para mantener apartados a los muggles, pero ellos no vienen aquí de todos modos. Está abandonado.
Petra giró la llave y quitó el candado. Las puertas del viejo granero se abrieron con un sorprendente silencio.
—Las puertas chirriantes son para novatos —dijo Damien presuntuosamente, golpeándose ligeramente el lateral de su nariz respingona.
James se asomó dentro. Había algo grande entre las sombras, su masa se recortaba contra la parte de atrás del granero. A duras penas podía distinguir la forma.
—¡Genial! —gritó Zane alegremente cuando se le hizo evidente—. ¡Elevar el Wocket! Tenías razón, James. No había nada parecido a esto en
El mago de Oz
.
—¿El mago de qué? —dijo Ted a James por la comisura de la boca.
—Una cosa muggle —replicó James—. No lo entenderíamos.
Frank Tottington despertó repentinamente, seguro de haber oído algo en el jardín. Estaba instantáneamente alerta y furioso, echando a un lado las mantas y sacando las piernas de la cama como si hubiera estado esperando una molestia semejante.
—¿Quéee? —masculló su esposa, alzando la cabeza somnolientamente.
—Son esos chicos en nuestro jardín otra vez —anunció Frank bruscamente, embutiendo los pies en sus zapatillas de estampado escocés—. ¿No te dije que estaban colándose por la noche, pisoteando mis begonias y robándome los tomates? ¡Críos! —escupió.
Se atavió con una bata raída. Ésta se agitó alrededor de sus espinillas mientras bajaba a zancadas las escaleras y cogía su escopeta del gancho dirigiéndose hacia la puerta trasera.
La puerta mosquitera se abrió y golpeó contra la pared exterior cuando Frank salió a toda prisa.
—¡Vosotros, gamberros! ¡Tirad esos tomates y salid aquí a la luz, donde pueda veros! —Alzó la escopeta en una mano, apuntando como advertencia hacia el cielo tachonado de estrellas.
Una luz se encendió de pronto sobre su cabeza, iluminándole con un blanco haz cegador que parecía zumbar débilmente. Frank se quedó congelado, su escopeta todavía apuntando hacia arriba, hacia el haz de luz.
Lentamente, Fran alzó la cabeza, entrecerrando los ojos, su barbilla cubierta de rastrojo lanzando una larga sombra sobre la pechera de su bata. Había algo gravitando sobre él. Era difícil decir cuál era su tamaño. Era simplemente una forma negra redondeada, con luces tenues punteando sus bordes. Estaba girando lentamente y parecía estar descendiendo.
Frank jadeó, tambaleándose y casi dejando caer su arma. Se recobró y retrocedió rápidamente sin apartar los ojos del objeto que zumbaba suavemente. Bajaba lentamente, como amortiguado por el rayo de luz, y mientras bajaba el zumbido se profundizaba y latía.
Frank vaciló ante esto, sus rodillas nudosas se doblaron en una especie de posición alerta. Se mordisqueaba el labio dubitativamente.
Entonces, con una explosión de vapor y un siseo, la forma de una puerta apareció en el costado del objeto.
Estaba recortada contra la luz, y esa luz se hizo más brillante cuando la puerta se desplegó, formando una rampa corta. Hubo un destello de luz roja y Frank saltó. Eso hizo que apretara el gatillo pero nada ocurrió. El gatillo había cambiado, se había convertido en un pequeño botón en vez del reconfortante gancho de metal. Bajó la mirada a la escopeta, y entonces la sostuvo ante él con sorpresa. No era su escopeta en absoluto. Era un pequeño y desgastado paraguas con un mango de madera falsa. Nunca antes lo había visto. Reconociendo que estaba en presencia de algo verdaderamente de otro mundo, Frank dejó caer el paraguas y cayó de rodillas.