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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (25 page)

BOOK: Islas en la Red
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Hacía frío. Laura se frotó los brazos a través de las amplias mangas del
chador.

—¿Eh?

—Aprendieron mucho sobre cómo construir túneles. Todo sobre bases de datos abiertas, además. Muy a mano. —Sus palabras crearon extraños ecos. Las luces del techo se encendían sobre sus cabezas a medida que avanzaban y se apagaban a sus espaldas. Caminaban por el túnel en medio de un charco de luz en movimiento—. ¿Ha visto usted alguna vez la Línea Maginot?

—¿Qué es eso? —preguntó Laura.

—Una gran alineación de fuertes que los franceses cavaron hace noventa años. Contra los alemanes. Yo la vi una vez. Winston me llevó. —Se ajustó la gorra—. Enormes y viejas cúpulas de acero oxidándose en medio de pastizales. Hay túneles con vías férreas bajo tierra. A veces los turistas los recorren. —Se encogió de hombros—. Para eso es para lo único que sirven ahora. Este lugar también, algún día.

—¿Qué quiere decir?

—Los petroleros son mejores. Se mueven.

Laura acompasó su paso al de él. Se sentía asustada.

—Aquí abajo huele mal, Sticky. Como en los petroleros…

—Es el plástico defensivo —dijo Sticky—. Como en los juegos de guerra. Si es alcanzada por él, primero se huele un extraño hedor mientras el plástico se asienta. Luego es como si se viera envuelta por alambre espinoso…

Estaba mintiendo. Había laboratorios en alguna parte ahí abajo. En cualquier rincón de aquella oscuridad fungosa. Podía sentirlo. Aquel débil olor a ácido…

—Ésta es la zona de la muerte —dijo él—. Aquí es donde los invasores pagarán con sus vidas. No es que podamos detenerlos, como tampoco pudo hacerlo Fedon. Pero pagarán con su sangre. Estos túneles están llenos de cosas que pueden saltar sobre usted en la oscuridad… —Dejó escapar una risita—. No se preocupe, no ustedes los yanquis. Los yanquis no tienen mucho valor estos días. Pero alguien. Babilonia.

—«El Hombre» —dijo Laura.

Sticky sonrió.

Los directores del Banco la aguardaban. Estaban simplemente allí, en el túnel, bajo un charco de luz. Habían instalado una larga mesa de conferencias rectangular y algunas confortables sillas tapizadas con piel. Había termos con café, ceniceros, algunos blocs y lápices. Estaban charlando entre sí. Sonriendo. Pequeñas volutas de humo de cigarrillos se alzaban bajo la luz.

Se levantaron cuando la vieron. Cinco hombres negros. Cuatro con trajes bien cortados; uno llevaba un uniforme con muchas estrellas en los hombros. Tres se sentaban a la izquierda de la mesa, dos a la derecha.

La silla en la cabecera de la mesa estaba vacía. Lo mismo que la silla a su derecha. Sticky la escoltó hasta el asiento al pie de la mesa. El general dijo:

—Eso es todo, capitán. —Sticky saludó secamente y giró sobre sus talones. Oyó el resonar de sus botas mientras se alejaba en la oscuridad—. Bienvenida a Granada, señora Webster. Por favor, siéntese.

Todo el mundo se sentó, entre crujir de cuero. Todos teman delante placas de latón con sus nombres, cuidadosamente vueltas hacia ella. DR. CASTLÉMAN; SR. RAINEY; SR. GOULD; GRAL. CREFT; SR. GElLI. El señor Gelli era el más joven de todos. Aparentaba unos cuarenta años; era italiano, y su piel era negra. Las sillas vacías tenían nombres también, SR. STUBBS y P.M. ERIC LOUISON…

—Me llamo Gould —anunció el señor Gould. Era un anglo fornido y de piel negra, de unos sesenta y cinco años, con maquillaje vídeo y un rizado tupé—. Actúo como presidente en este panel de investigación especial que examina las circunstancias de la muerte de un ciudadano granadino, el señor Winston Stubbs. No constituimos ningún tribunal y no podemos decidir medidas legales, aunque podemos ofrecer sugerencias y consejos al primer ministro. Bajo la ley granadina, señora Webster, no está usted calificada para aconsejar ante un panel especial de este tipo; sin embargo, cualquier falso testimonio que dé acarreará consigo la penalización de perjurio. El señor Gelli le tomará juramento. ¿Señor Gelli?

El señor Gelli se puso rápidamente en pie.

—Levante su mano derecha, por favor. ¿Jura usted solemnemente, o afirma…? —Le leyó toda la fórmula.

—Lo juro —dijo Laura. Castleman era el más extraño de todos. Era enormemente gordo y el cabello le llegaba hasta los hombros, y lucía una rala barba; fumaba un cigarrillo del que apenas quedaba el filtro. Sus ojos eran azules y muy separados. Tecleaba con la mano izquierda en su pequeño terminal sobre el escritorio.

Rainey parecía aburrido. Garabateaba algo en su bloc y se tocaba su larga nariz anglo negra como si le doliera. Llevaba un pendiente con una esmeralda y un brazalete de pesados eslabones de oro. El general Creft parecía como si fuera un genuino negro, aunque su piel color café con leche era la más clara de todas. Tenía los ojos fijos de un cocodrilo y las manos con los nudillos llenos de cicatrices de un bravucón callejero. Manos que hubieran parecido naturales agarrando unas tenazas o un trozo de manguera de caucho.

La interrogaron durante hora y media. Fueron educados, sin presionar en ningún momento. Gould hizo casi todas las preguntas, con pausas para tomar notas en su bloc. A Rainey no le importaba…, el nivel de emoción era evidentemente demasiado bajo para él; hubiera sido más feliz conduciendo lanchas rápidas ante las narices de la Guardia Costera de Florida. Creft ocupó el centro del escenario cuando se trató del abejorro asesino. Creft tenía todo un dossier de fotos del CL-227 Canadair…, el cacahuete de color naranja adaptado con una mortífera variedad de ametralladoras, bombas de napalm, lanzagases… Laura señaló el modelo que más se parecía al perfil del aparato que recordaba. Creft lo pasó en silencio a los demás. Todos asintieron…

Gelli no dijo mucho. Era el miembro más joven. El modelo más viejo de Gelli evidentemente no había soportado el paso del tiempo. Alguien lo había borrado de la lista…

Aguardó al momento adecuado para dar la noticia acerca del ElAT. Llamó a su terminal allá en la mansión, cargó las pruebas que Emily le había enviado, y las dejó caer delante de sus narices. Las examinaron, entre hums y hams. (Castleman las hojeó a 2.400 baudios, con sus ojos rodeados de grasa devorando párrafos enteros en un instante.)

Se mostraron considerados. Se mostraron escépticos. El presidente de Malí, un tal Moussa Diokité, era amigo personal del primer ministro Louison. Los dos países compartían lazos fraternales y habían proyectado misiones culturales de intercambio. Desgraciadamente, los planes de intercambios pacíficos habían sido dejados de lado a causa del constante estado de crisis en todos los países del Sáhara. Malí no tenía nada en absoluto que ganar con un ataque contra Granada; Malí era desesperadamente pobre y estaba azotado por los desórdenes civiles.

Y las pruebas no tenían consistencia. Argelia y Malí mantenían una eterna disputa fronteriza; el Departamento de Estado argelino diría cualquier cosa. La lista de I G. Farben de las acciones terroristas del ElAT en el Chipre turco era impresionante y útil, pero no probaba nada. La Corporación Kymera era paranoica, siempre culpando a los extranjeros de las acciones de las pandillas criminales yakuza japonesas. Culpar a Malí era una desviación rocambolesca de los hechos, cuando los singapurianos eran claramente los agresores.

—¿Cómo saben ustedes que se trata de Singapur? —preguntó Laura—. ¿Pueden probar que Singapur mató al señor Stubbs? ¿Fue Singapur quien atacó el Albergue Rizome en Galveston? Si pueden probar que ustedes actúan honestamente, mientras que el Banco Islámico rompió el acuerdo, les prometo que apoyaré sus reclamaciones de todas las formas posibles.

—Apreciamos su posición —dijo el señor Gould—. Las pruebas legales en un asesinato cometido por control remoto son, por supuesto, difíciles de conseguir… ¿Ha estado usted alguna vez en Singapur?

—No. Rizome tiene una oficina allí, pero…

—Ha tenido usted la oportunidad de ver lo que hacemos aquí, en nuestra isla. Creo que ahora comprende que no somos los monstruos que se nos pinta.

El delgado rostro del general Creft se frunció con un brillar de colmillos. Estaba sonriéndole, o intentando hacerlo. Castleman se agitó con un gruñido y empezó a pulsar teclas de función.

—Un viaje a Singapur es probable que la ilumine dijo Gould—. ¿Estaría interesada en ir allí?

Laura hizo una pausa.

—¿En qué calidad?

—Como negociadora nuestra. Como representante del United Bank de Granada. —El señor Gould tecleó en su aparato—. Déjeme señalarle —indicó, mientras observaba la pantalla— que Rizome opera bajo severas restricciones legales. Es muy probable que la Convención de Viena cierre pronto por completo las investigaciones de Rizome. —Alzó la vista hacia ella—. A menos que se una usted a nosotros, señora Webster, nunca averiguará la verdad acerca de quién les atacó. Tendrá que volver a ese Albergue suyo acribillado por las balas, sin llegar a saber nunca quién era su enemigo, o cuándo volverá a atacar de nuevo…

—Supongo que sabe usted que poseemos una gran cantidad de datos sobre usted y su esposo —intervino el señor Rainey. Su voz tenía el arrastrado acento de un antiguo nativo de Florida—. Esto no es una decisión repentina por nuestra parte, señora Webster. Conocemos sus habilidades…, incluso hemos visto el trabajo que han hecho ustedes en esa casa donde les hemos estado protegiendo. —Sonrió—. Nos gusta su actitud. Para decirlo en pocas palabras, creemos en ustedes. Sabemos cómo han tenido que luchar dentro de Rizome para tener la oportunidad de construir su Albergue y poner en práctica sus ideas. Con nosotros, no tendrían que luchar en ningún sentido. Sabemos cómo dejar que la gente creativa haga su trabajo.

Laura se llevó una mano a su auricular. Había un silencio absoluto en la línea.

—Me han cortado ustedes de la Red —dijo.

Rainey abrió las manos, y su pulsera de oro reflejó la luz.

—Pareció lo más conveniente.

—Quieren que deserte de mi compañía.

—Desertar…, oh, eso es una palabra fea. Queremos que se una a nosotros. Y su esposo David también. Podemos prometerles a ambos un nivel de apoyo que tal vez les sorprenda. —Rainey hizo un gesto hacia la pantalla que Laura tenía delante. En ella estaba apareciendo una hoja financiera—. Por supuesto, conocemos su valor financiero personal. ¡Nos sorprendió ver que, sin Rizome, ustedes apenas poseen nada! Por supuesto, tienen sus participaciones, pero las cosas que han construido no les pertenecen…, simplemente las dirigen para su corporación. ¡Conocemos fontaneros con salarios más altos que los de ustedes! Pero las cosas son distintas aquí. Sabemos cómo ser generosos.

—Parece que les gusta la casa de la plantación —dijo Gould—. Es suya…, podemos firmar los papeles hoy mismo. Pueden contratar a su propio personal, por supuesto. El transporte no es problema…, pondremos un helicóptero y su piloto a su disposición. Y puedo asegurarle que estarán mucho mejor protegidos bajo la seguridad del Banco de lo que lo han estado nunca allá en los Estados Unidos.

Laura contempló la pantalla que tenía delante. Se sintió bruscamente impresionada…, estaban hablando de
millones.
Millones de rublos granadinos, se dio cuenta. Una moneda curiosa.

—No tengo nada que ofrecerles que valga esa cantidad —dijo.

—Poseemos una imagen pública un tanto desafortunada —reconoció tristemente Gould—. Hemos vuelto nuestras espaldas a la Red, y hemos sido envilecidos por ello. Reparar ese daño podría ser su trabajo a largo plazo, señora Webster…, encaja con sus habilidades. A corto plazo, tenemos esa crisis de Singapur. Ya no queda amor entre nosotros y nuestro banco rival. Pero el escalado de la guerra no nos conviene a nadie. Y usted es una candidata perfecta para llevar una proposición de paz.

—Pura como la nieve recién caída —murmuró el señor Castleman. Contemplaba la brillante superficie de su cajetilla dorada de cigarrillos. La abrió y encendió otro.

—Posee usted una credibilidad ante Singapur de la que carece nuestro propio embajador —dijo el señor Gould. Una pequeña crispación irritada había cruzado su rostro ante la indiscreción de Castleman.

—No puedo darles ninguna respuesta sin consultar con mi compañía —dijo Laura—. Y con mi esposo.

—A su esposo parece gustarle la idea —indicó Gould—.

Por supuesto, ya se la hemos planteado también a él. ¿Afecta esto su modo de pensar?

—Mi compañía debe estar muy intranquila ante el hecho de que me hayan dejado ustedes offline —murmuró Laura—. Ése no fue nuestro trato.

No la hemos dejado offline exactamente —dijo Castleman—. La línea sigue en funcionamiento, pero la estamos alimentando con una simulación… —Sus rechonchos dedos se agitaron en el aire—. Un trabajo fácil de gráficos…, nada de fondos, sólo luz, oscuridad, la superficie de una mesa, y unas cuantas cabezas que hablan. Nada de esto existe, por supuesto. Llevamos ya un cierto tiempo no existiendo.

Gelli rió nerviosamente.

—Entonces cierro esta reunión de nuestro panel investigador —dijo el señor Gould—. Hubiera debido decírmelo, Castleman.

—Lo siento —dijo Castleman, perezosamente.

—Quiero decir que hubiera cerrado oficialmente la investigación, incluso antes de que nos situáramos offline para el intento de reclutamiento.

—Lo siento, Gould, de veras —repitió Castleman—. Ya sabe usted que no tengo su habilidad para este tipo de cosas.

—Pero ahora podemos razonar juntos —dijo Rainey, con un cierto aire de alivio. Se inclinó y rebuscó algo debajo de la mesa. Volvió a alzarse sujetando un narguile rastafariano de moteado bambú, con una cazoleta que era una curvada concha de caracola, ennegrecida con resina. Parecía tener mil años de antigüedad, envuelto como una momia con antiguas tiras de cuero y toscas cuentas colgantes—. ¿Querrá unirse a nosotros su excelencia? —preguntó.

—Lo comprobaré —dijo Castleman. Tecleó rápidamente en su terminal. Las luces disminuyeron a una tenue y agradable penumbra.

Rainey depositó con un golpe seco una bolsa de piel encima de la mesa y la abrió con un siseo.

—¡Sustento
para el cordero! —exultó, extrayendo un puñado de hojas verdes picadas. Empezó a llenar la pipa con hábiles y rápidos gestos.

El primer ministro estaba sentado a la cabecera de la mesa. Un negro de corta estatura con gafas oscuras y una chaqueta militar de cuello alto. Se había materializado de la nada.

—Bienvenida a Granada —dijo. Laura le miró.

—Por favor, no se alarme, señora Webster —dijo el primer ministro Louison—. Esto no es un procedimiento formal. A menudo razonamos juntos de esta manera. En el sacramento de la meditación.

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