El sol comenzaba su inclinación vespertina cuando Marta Herrero llegó al centro de La Laguna. Ya no hacía tanto calor y se veía gente en la calle. Estacionó en el parking de la Plaza del Cristo y se adentró a pie en el casco histórico de la ciudad. A pesar de haber sido elegida Patrimonio de la Humanidad, para el gusto de la arqueóloga sobraban automóviles en el centro. Las calles, trazadas con un regusto renacentista único que recordaba a algunas ciudades de América diseñadas años después, sufrían con la convivencia de peatones y coches. Sobraban los coches, por supuesto.
Era una ciudad cuyo trazado no había cambiado en quinientos años, desde su fundación. Una ciudad concebida a escala humana. No se tardaba más de veinte minutos cruzarla caminando de un lado a otro. Su antigua belleza se había visto agredida en los años 60 y 70, cuando muchas de las casas centenarias se tiraron para elevar horribles bloques de cemento en aras de una modernización mal entendida. Ahora, treinta años después, aquellos lumbreras que otorgaron las licencias de obra habían desaparecido y su poco edificante herencia golpeaba con el puño cerrado la sensibilidad del viandante.
Caminó por la estrecha acera de la derecha, a la sombra, observando las casas bajas impertérritas ante el paso del tiempo, que en aquella parte de la ciudad no se alzaban más de dos alturas. Siempre veía algún detalle nuevo en ellas: una aldaba oxidada, una ventana rota, una puerta desvencijada, una fachada repintada, un verode alzándose entre las tejas. Le fascinaba deambular por la ciudad desde que era estudiante. En sus largos paseos creía entrar en comunicación con sus antiguos muros. Sentía una emoción especial al rozar la mano con las paredes de las viejas casas, y percibir que éstas le transmitían sus secretos más antiguos. Pero la verdadera riqueza de la ciudad no estaba sólo en las armoniosas construcciones de sus rectas calles, en los gastados portales de piedra, ni en los elaborados balcones de madera: estaba dentro de aquellas casas, algunas enormes; en sus patios cerrados labrados con maderas nobles, recuerdo de una época en que sus propietarios gastaban fortunas en la decoración interior de las mansiones; en los jardines y huertos traseros, que llegaban a formar verdaderos bosques dentro de las cuadradas manzanas; en los miles de objetos valiosos que atesoraban muchas familias, que hacían de cada casa un maravilloso museo.
Varias bocacalles más adelante, Marta llegó al solar donde la había citado Galán. Le sorprendió no encontrarse con la parafernalia típica de las actuaciones policiales: coches patrullas con las luces giratorias, unos agobiados policías desviando el tráfico, y la consiguiente multitud de curiosos. Nada de eso, sólo encontró en la acera un policía local. Más allá, detrás de una máquina excavadora, esperaban cuatro personas más. El inspector Galán estaba pendiente de su llegada y le hizo una seña al policía local, que custodiaba la cinta interpuesta en la entrada del solar, para que la dejara pasar.
Marta no pudo evitar alegrarse de ver a su amigo. Le esperaba con una sonrisa radiante, con
esa sonrisa
. A pesar de lo bien que lo conocía, todavía le costaba admitir que Galán fuera realmente un policía. Jamás lo había visto de uniforme. Su indumentaria usual eran unos vaqueros desgastados y cazadoras de diversos colores, que ocultaban un cuerpo en plena forma, a pesar de los cuarenta y pocos años que delataban las incipientes canas en sus sienes. Sin embargo, no se engañaba, sabía que sólo era su ropa de trabajo, y que, cuando la ocasión lo requería, acudía haciendo gala de un rico fondo de armario de trajes italianos. Galán no era un policía al uso: licenciado en Derecho y en Historia, poseía un amplio bagaje cultural que hacía interesante su conversación, sobre todo tras unas copas de buen vino.
—Gracias por venir tan pronto, Marta —Galán recibió a la arqueóloga con un beso en la mejilla y una caricia en la espalda. Marta notó que volvía a hacer calor al sentir su roce. El policía la condujo al borde de un oscuro agujero que se vislumbraba tras la máquina excavadora, oculto desde la calle. Allí esperaban tres hombres.
—Te presento a los subinspectores Morales y Ramos, de la brigada de homicidios. Este señor es el encargado de la obra, Lorenzo Báez.
—Encantada —dijo Marta, estrechando sus manos.
—Lo que vamos a ver es confidencial, Marta —Galán dejó de sonreír—. Nosotros apenas hemos echado un vistazo. Creemos que se trata de un cementerio antiguo o algo similar. Queremos que nos des, si puedes, una explicación.
Galán entró el primero en el agujero. Marta le siguió, y tras ellos lo hicieron Morales y Ramos. El encargado se quedó fuera. Las botas de montaña que calzaba la arqueóloga le sirvieron para bajar la rampa de derrubios sin mayor problema, todo lo contrario que los demás, que acabaron con los zapatos de calle llenos de tierra. Al primer vistazo, con las potentes linternas que portaban los policías, Marta vislumbró en el suelo una gran losa que destacaba en una galería de ladrillo de techo abovedado. La enorme piedra estaba fuera de su sitio, y dejaba ver el comienzo de una escalera que descendía a una negrura insondable. Galán bajó los escalones, alumbrando el interior. Marta le siguió, ya había estado en otras ocasiones en criptas antiguas, bastante comunes en iglesias y conventos. Sin embargo, ésta no era como las demás. Los escalones conducían a un habitáculo cuadrado de techo bajo, de unos cuatro metros por cada lado. Se notaba un olor intenso, húmedo, que le recordó a una cloaca en un día de lluvia. Cuando levantó la vista, Marta se quedó petrificada. Amontonados en un rincón, estaban los restos de lo que alguna vez fueron varias personas. Un amasijo entremezclado de carne descompuesta, huesos y ropa destrozada sobresalía de un charco seco de una sustancia viscosa de color negruzco. A primera vista era imposible saber cuántas personas habían sido colocadas, de aquella manera, en ese lugar. La simple idea de tener que separar los cuerpos resultaba repulsiva. Los cadáveres, en posturas imposibles, parecían haberse unido en una compacta mezcla con el paso del tiempo.
Superada la repugnancia de la primera impresión, Herrero comenzó a buscar detalles que explicaran aquel caos. Aquellos muertos tenían como mínimo unos doscientos años. Observó detenidamente varias suelas de zapatos iguales, indiferenciadas, y por tanto anteriores al siglo XIX; dos hebillas herrumbrosas; varios botones de madera y un revuelto de jirones de tela basta semidescompuesta. Le sorprendió que los cadáveres no se hubieran convertido en polvo y huesos, como en la mayoría de los enterramientos que había contemplado. Tal vez las condiciones de humedad de la cripta hubieran provocado aquel desagradable espectáculo.
Herrero escudriñó los cadáveres con ojo profesional. El conjunto aparecía desmañado y sucio. Los rostros de los cadáveres habían desaparecido, dejando en su lugar un horror de músculo seco y dientes amarillentos. Las dentaduras aparecían casi completas. No había duda, los cadáveres correspondían a personas jóvenes. La arqueóloga se obligó a apartar de su mente la posibilidad de que fueran niños.
—¿Qué opinas, Marta? —Galán interrumpió sus cavilaciones—. ¿Habías visto alguna vez algo así?
—He visto muchos enterramientos, pero ninguno como éste —respondió ella.
—Dime algo más —insistió el policía.
—Está claro que no se trata de un enterramiento normal. Los cadáveres están apilados de una manera tan caótica que es difícil de explicar. Ni en las peores epidemias de los últimos siglos se trató a los muertos con tan poco respeto. Habría que fechar los cadáveres y consultar las fuentes de la época.
—Estarás de acuerdo conmigo en que estas personas no murieron en su cama —apuntó Galán—, ¿no es cierto?
—Sí, me parece que es evidente.
—Perdonen —intervino Morales, que se había mantenido en un segundo plano hasta ese momento—, ¿por qué creen que las muertes no fueron debidas a causas naturales?
Galán se volvió lentamente.
—Fíjese un poco, Morales. ¿No ve algún detalle especial dentro de este horror?
Morales se aproximó a los cadáveres, y tardó apenas unos segundos en volverse, con el rostro blanco como la cera.
—Las cabezas…, les falta el pelo en su parte superior, es como si se lo hubieran arrancado —balbuceó—, a todos. Se notan los cortes en la piel y en el cráneo.
—Cierto —comentó Galán—, y ese detalle concreto me crea un grave problema.
—¿Qué problema? —preguntó la arqueóloga.
—Hace muy poco se produjo un asesinato en esta ciudad y a la víctima le arrancaron la cabellera de la misma manera.
—No había oído nada, ¿cuándo fue eso?
—Exactamente hace una semana. ¿Crees en las coincidencias?
El profesor Álvaro Lugo abrió la ventana de su despacho en el Departamento de Historia. Aquel era un día inusualmente caluroso. El Campus de Guajara era uno de los lugares más fríos y desapacibles de la Isla, pero esa tarde se notaba que el verano entraba con fuerza. Por ello, había tomado la decisión de no ponerse sus eternas chaqueta y pajarita. Hoy, sin que sentara precedente, iría de
sport
, en mangas de camisa y un chalequito. A pesar de la fecha, había alumnos en la plaza central y en la cafetería, aunque sólo alguno pululaba en torno al gigantesco edificio de la Biblioteca. Se notaba que el fin de curso había llegado. Lugo se sentó deseando terminar de corregir los últimos exámenes y comenzar las vacaciones. Apiló la decena larga de libros que estaban en su escritorio y los depositó en el suelo. Tenía las estanterías atestadas y necesitaba espacio para trabajar. Su despacho era conocido por el alumnado como el
«horror vacui»
por la caótica acumulación de libros y papeles por todas partes. Sin embargo, este desorden era aparente. Lugo era capaz de encontrar cualquier volumen o artículo fotocopiado en el estrato exacto dentro de la ingente cantidad de libros y fotocopias que colmaban el espacio utilizable de la habitación.
Corregía la segunda pregunta de un examen pésimo cuando unos nudillos tocaron en la puerta. Lugo arqueó una ceja, no era horario de tutorías y no esperaba interrupciones esa tarde. El profesor reconoció a la mujer que entraba en el despacho sin esperar respuesta.
—Buenas tardes, profesor.
—¡Mi querida Marta! —respondió Lugo, levantándose de buena gana para darle el beso de rigor—. ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo te va? ¿Sigues removiendo huesos guanches?
—En eso estaba esta mañana —dijo Marta, sentándose en la única silla libre del despacho y echando un vistazo a los papeles que el profesor tenía sobre su mesa—. Veo que sigues siendo inmisericorde con los alumnos.
—¡Ah, amiga mía! —Lugo se repantigó en su sillón, relajándose—, los alumnos de hoy no son como los de hace años. Ahora llegan limpios a la Universidad y sólo entender su letra ya es un esfuerzo ímprobo para un viejo como yo. Cuando consigo descifrar lo que han escrito, me pregunto si valen la pena las horas que dedico a sus exámenes. Pero, dime, ¿qué te trae por aquí? ¿No se habrá examinado algún familiar tuyo?
—No, Álvaro —contestó la arqueóloga, inclinándose hacia delante—, vengo a ver si me puedes echar una mano en una investigación en la que colaboro con la policía.
—¿La policía? —Lugo cambió de postura, intrigado—. ¿En qué puede ayudar a las fuerzas del orden un oxidado profesor de Historia?
—He de advertirte que lo que te voy a contar es confidencial. No debe salir de este despacho —el profesor asintió—. Ayer, durante la excavación de un solar en el centro de La Laguna, en la confluencia de Tabares de Cala con Santiago Cuadrado, los obreros descubrieron una cripta, y dentro de ella encontraron un extraño enterramiento.
—Bien, he de confesar que me interesa mucho —dijo Lugo, afilando su perilla y acercándose a Herrero—. ¿Qué clase de enterramiento?
—Ahí está el asunto. No se trata de nada que yo haya visto antes. Parece tratarse de cadáveres del siglo XVIII, con dos particularidades fuera de lo común. La primera es que estaban apilados unos encima de otros sin orden ni concierto. No hay féretros, ni hábitos de frailes ni otras mortajas, tampoco cal, ni otros elementos típicos de los entierros de aquella época. Da la impresión de que los abandonaron allí, sin más.
—Curioso —dijo pensativo el profesor—. No era nada usual sepultar a los muertos de esa manera. Los enterramientos siempre se hacían en suelo sagrado. Hasta los más pobres tenían un entierro digno. ¿Y la segunda particularidad?