Invernáculo (21 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Invernáculo
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En aquella otra existencia vaga —oh, era tan difícil recordar, un sueño dentro de un sueño—, en aquella existencia en la que había una playa de arena y una lluvia gris (¿gris?) que no tenía nada de verde, porque no hay nada que se parezca al verde, en aquella existencia un ave enorme había bajado del cielo y una gran bestia había emergido del mar… y habían penetrado en el… espejismo, y todos estaban allí en un mismo deleite verde, sustancioso. El elemento en que flotaban les aseguraba que había allí sitio de sobra para que todas las cosas pudieran crecer y prosperar en paz, y desarrollarse eternamente, si fuera necesario: los guatapanzas, el ave, el monstruo.

Y sabía que los otros habían ido hacia el espejismo atraídos por algo que a él no lo había llamado. No porque eso importara, ya que allí encontraba la dulzura de ser, de dejarse estar simplemente en aquel eterno vuelo-danza-canción, sin tiempo ni medida ni zozobras.

Sin nada más que un sentimiento de plenitud: estar transformándose en algo verde y bueno.

…Sin embargo, por alguna razón, los otros lo iban. dejando atrás. El primer impulso empezaba a decaer. Incluso allí había zozobras, y algo significaban, también allí, las dimensiones; de lo contrario, no se habría quedado atrás. Y ellos no estarían volviendo las cabezas, sonriéndole, saludándolo, el ave, la bestia, los guatapanzas. Ni las esporas y semillas, las afortunadas criaturas de savia que llenaban la distancia creciente que lo separaba de sus compañeros, estarían girando. Ni él los seguiría, gimiendo, perdiéndolo todo… Oh, perder todo ese mundo de naturaleza inimaginable, ese mundo brillante que de pronto le era tan querido…

Ya no reviviría el miedo, la última y desesperada tentativa de recobrar el paraíso, el verde que huía, el vértigo que lo poseía, y los ojos, un millón de ojos que decían todos «No» y lo escupían devolviéndolo al mundo…

Estaba otra vez en la caverna, despatarrado sobre la arena pisoteada, en una postura que era un burdo remedo de vuelo. Estaba solo. Alrededor de él, un millón de ojos de piedra se cerraban desdeñosos, y una música verde se apagaba. Estaba doblemente solo, pues la torre de piedra se había retirado de la caverna.

La lluvia seguía cayendo. Sabía que aquella eternidad inconmensurable en que había estado ausente había sido apenas un instante, una brizna de tiempo. El tiempo… cualquier cosa que fuera… acaso un fenómeno meramente subjetivo, un mecanismo del torrente sanguíneo humano, que los vegetales no padecían.

Gren se incorporo, sorprendido por sus propios pensamientos.

—¡Morilla! —murmuró.

—Estoy aquí…

Hubo un largo silencio.

Al cabo de un rato el hongo-cerebro se decidió a hablar.

—Tú tienes pensamientos, Gren —tañó—. Por eso la torre no te aceptó… no nos aceptó. Los guatapanzas eran casi tan necios como la criatura marina y el ave; ellos fueron aceptados. Lo que para nosotros es un espejismo, para ellos es ahora la realidad. Ellos fueron aceptados.

Otro silencio.

—¿Aceptados dónde? —preguntó Gren. Había sido tan hermoso…

La morilla no respondió directamente.

—Esta es la larga era de lo vegetal —dijo—. Lo verde ha medrado en la faz de la tierra, ha echado raíces y ha proliferado; todo sin pensamiento. Ha adoptado muchas formas y se ha aclimatado a todos los medios; y así ocupa desde hace largo tiempo cualquier posible sitio ecológico.

La tierra está hoy más peligrosamente superpoblada que en cualquier época. Hay plantas por doquier… plantas que con ingenio pero sin inteligencia, siembran y se propagan, multiplicando la confusión, aumentando el problema de cómo encontrará lugar para crecer una brizna más de hierba. Cuando tu remoto antepasado, el hombre, era dueño y señor del mundo, sabía cómo resolver el problema de un jardín o un huerto superpoblado. Trasplantaba, o quemaba las malezas. Ahora, de algún modo, la naturaleza ha inventado su propio jardinero. Las rocas se han convertido ellas mismas en transmisores. Es probable que haya estaciones como ésta en todas las costas… estaciones en las que cualquier criatura de poco seso pueda ser aceptada para una progresiva transmisión… estaciones donde las plantas puedan ser trasplantadas…

—¿Trasplantadas dónde? —preguntó Gren—. ¿Dónde estaba ese lugar?

Algo parecido a un suspiro flotó en los pasadizos de la mente de Gren.

—¿No te das cuenta de que son sólo conjeturas, Gren? Desde que me he unido a ti, me he vuelto en parte humana. ¿Quién conoce todos los mundos posibles para las distintas formas de vida? El sol significa una cosa para ti, y otra para una flor. Para nosotros el mar es terrible; para esa gran criatura que vimos… No hay palabras ni pensamientos que describan el lugar adonde fuimos; cómo puede haberlas si era tan claramente el producto de… procesos inactivos irracionales,. —.

Gren se incorporó, tambaleándose.

—Tengo ganas de vomitar —dijo.

Salió zigzagueando de la caverna.

—Para concebir otras dimensiones, otras modalidades del ser —prosiguió la morilla.

—¡Por lo que más quieras, cállate! —gritó Gren—. ¿Qué me importa que haya lugares… estados… si no puedo… alcanzarlos? No puedo, y nada más. Todo aquello fue un maldito espejismo, así que déjame en paz ¿quieres? Tengo ganas de vomitar.

La lluvia había menguado un poco. Le golpeteó levemente la espalda cuando arqueó la columna y apoyó la cabeza contra un árbol. Las sienes le latían, los ojos le lagrimeaban, el estómago se le contraía en espasmos.

Tendrían que hacer velas con las hojas grandes y alejarse en la barca de aquel lugar, él y Yattmur y los cuatro guatapanzas sobrevivientes. Tenían que irse. Como estaba haciendo frío, tal vez necesitaran abrigarse con hojas. Este mundo no era un paraíso, pero algo podían aprovechar.

Estaba vaciando aún el estómago cuando oyó que Yattmur lo llamaba.

Alzó los ojos, sonriendo débilmente. A lo largo de la playa lluviosa, Yattmur volvía a él.

18

Estaban de pie, tomados de la mano, y Gren trataba confusamente de contarle a Yattmur la experiencia de la caverna.

—Me alegro mucho de que hayas vuelto —dijo ella con dulzura.

Gren asintió, con un movimiento de la cabeza culpable, recordando lo hermosa y extraña que había sido la experiencia. Se sentía extenuado. La sola idea de tener que hacerse de nuevo a la mar lo aterrorizaba; pero era evidente que no podían quedarse en la isla.

—Manos a la obra, entonces —dijo la morilla en la cabeza de Gren—. Eres tan remolón como un guatapanza.

Siempre de la mano de Yattmur, dio media vuelta y se encaminaron a paso lento playa abajo. Soplaba un viento glacial, que arrastraba la lluvia hacia el mar. Los cuatro guatapanzas estaban acurrucados todos juntos en el sitio en que Gren les había dicho que esperasen. Cuando vieron llegar a Gren y Yattmur, se postraron servilmente en la arena.

—Acabad con eso —dijo Gren sin ningún humor—. Todos tenemos que trabajar y vosotros también.

Dándoles palmadas en los flancos rollizos, los hizo marchar delante de él en dirección a la barca.

Una brisa brillante y cortante como vidrio soplaba por encima del océano.

Para los ocasionales traveseros que de tanto en tanto surcaban el espacio allá en las alturas, la barca con los seis pasajeros no era más que un leño que flotaba lentamente a la deriva, y que ahora ya estaba lejos de la isla del risco elevado.

De un mástil improvisado pendía la vela de hojas, toscamente cosida; pero, desgarrada por vientos adversos, ya no servía de mucho. La barca, ahora sin rumbo, era arrastrada hacia el este por una impetuosa corriente de aguas templadas.

Los humanos observaban con apatía o con ansiedad, según la naturaleza de cada uno, cómo eran arrastrados por la corriente. Habían comido varias veces y habían dormido a menudo desde que zarparan de la isla del risco.

Había muchas cosas para ver en ambas orillas, cuando miraban. A babor corría una larga costa, y desde esa distancia la selva de los acantilados no se interrumpía nunca. A lo largo de incontables vigilias había permanecido invariable; y las colinas que se alzaban tierra adentro, con frecuencia creciente, también estaban vestidas de selva. Entre la costa y la barca, se interponían a veces unos islotes. En esos islotes crecía una vegetación variada, desconocida en el continente; algunos estaban coronados de árboles, otros cubiertos de capullos extraños; pero muchos no eran más que jibas de roca árida. A veces temían que la barca encallase en los bancos de arena que bordeaban las islas; pero hasta entonces, y a último momento, siempre habían logrado evitarlo.

A estribor se extendía el océano infinito. Ahora aparecía puntuado por formas de aspecto maligno, acerca de cuya naturaleza Gren y Yattmur no tenían aún ninguna clave.

Lo desesperado, y también lo misterioso de la situación, pesaba sobre los humanos, aunque ya acostumbrados a ocupar un lugar subordinado en el mundo. Ahora, como para atribularlos todavía más, se levantó una niebla que se cerró alrededor de la barca y ocultó la costa.

—Es la niebla más espesa que yo haya visto nunca —dijo Yattmur mirando junto con Gren por encima de la borda.

—Y la más fría —dijo Gren—. ¿Has notado qué le está pasando al sol?

En la niebla que se espesaba cada vez más, ya no se veía nada excepto el mar junto a la barca y un enorme sol rojo que pendía muy bajo sobre las aguas detrás de ellos, blandiendo una espada de luz a través de las olas.

Yattmur se estrechó más contra Gren.

—El sol siempre estaba encima de nosotros —dijo—. Ahora el mundo acuoso amenaza engullirlo.

—Morilla, ¿qué le pasa al sol cuando desaparece? —preguntó, Gren.

—Cuando el sol desaparece hay obscuridad —tañó la morilla, y añadió con amable ironía—: Como tú mismo podías haberlo deducido. Hemos entrado en el reino del eterno crepúsculo y la corriente nos arrastra a él cada vez más.

El tono había sido circunspecto, pero Gren sintió el miedo de lo desconocido. Apretó con más fuerza a Yattmur, los ojos fijos en el sol, opaco y enorme en la atmósfera saturada de humedad. Mientras miraban, una de aquellas formas fantasmagóricas de estribor se interpuso entre ellos y el sol, arrancándole de una dentellada un bocado grande e irregular. Casi al mismo tiempo la niebla se cerró y el sol desapareció.

—¡Ohhh! ¡Ahhh!

Ante la desaparición del sol, un clamor desconsolado se elevó de los guatapanzas, que estaban echados en la popa todos juntos sobre un montón de hojas secas. Ahora correteaban despavoridos, tomando las manos de Gren y Yattmur.

—¡Oh amo poderoso de las hogazas! —gritaban—. Cruzar todo este mar acuoso es demasiada maldad, demasiada maldad; tomamos mal rumbo y el mundo se ha perdido. Por tomar mal rumbo el mundo se ha ido y hemos de retomar el buen rumbo para que el mundo vuelva.

El largo vello les brillaba con la humedad, los ojos les bailaban frenéticos. Saltaban arriba y abajo, y lloraban tanta desdicha.

—¡Alguien se ha comido el sol, oh gran pastor!

—¡Basta de ese alboroto estúpido! —dijo Yattmur—. Tenemos tanto miedo como vosotros.

—¡No, no es cierto! —exclamó Gren furioso, mientras se apartaba del cuerpo las manos pegajosas de los guatapanzas—. Nadie puede tener tanto miedo como ellos, porque ellos viven con miedo. ¡Alejaos, guatapanzas llorones! El sol volverá cuando se levante la niebla.

—¡Oh valiente y cruel pastor! —gritó uno de los hombres—. Tú escondiste el sol para asustarnos porque ya no nos amas, ¡aunque nosotros gozamos felices de tus tan amables golpes y de tus buenas malas palabras! Tú…

Gren le asestó un puñetazo, y la descarga de tensión lo tranquilizó. El infeliz rodó —hacia atrás, chillando. Los otros se abalanzaron sobre él al instante, aporreándolo porque no aceptaba con alegría los poderosos golpes con que el amo lo honraba. Enfurecido, Gren los alejó a los empellones.

En el momento en que Yattmur acudía a ayudarlo, una sacudida los derribó a todos por el suelo. La cubierta se inclinó y los seis resbalaron, en montón. Unas esquirlas transparentes llovían sobre ellos.

Yattmur, sana y salva, recogió una esquirla y la examinó. Mientras la observaba, la esquirla cambió, se empequeñeció, y al cabo de un momento sólo le quedaba en la mano un poco de líquido. Lo miró, asombrada. Una pared de esa misma sustancia cristalina asomó frente a la barca.

—¡Oh! —dijo con voz ahogada al comprender que acababan de chocar con una de aquellas acuosas formas fantasmales—. Nos ha atrapado una montaña de niebla.

Acallando las protestas ruidosas de los guatapanzas, Gren se levantó de un salto. En la proa de la embarcación había aparecido una rajadura, y por ella entraba un hilo de agua. Trepó a la borda y miró en torno.

Al empuje de la corriente templada, la barca había chocado contra una montaña transparente que parecía flotar sobre el mar. Al nivel del agua, como desgastada por la erosión, la montaña bajaba en pendiente. Allí, en esa playa glacial, que sostenía la proa rota por encima del agua, había encallado la embarcación.

—No nos hundiremos —dijo Gren, Hay un arrecife aquí debajo. Pero la barca es inútil ahora; si se aleja del arrecife, se hundirá.

Y en verdad, se iba llenando paulatinamente de agua, como lo atestiguaban los lamentos de los guatapanzas.

—¿Y qué podemos hacer? —le preguntó Yattmur—. Quizá estábamos mejor en la isla del risco.

Gren miraba indeciso en torno. Una hilera de dientes largos y afilados pendía sobre la cubierta como si se dispusiera a partir la barca en dos de un mordisco. De esos dientes caían unas gotas de saliva helada que salpicaba a los humanos. ¡Habían ido a meterse directamente en la boca del monstruo de cristal!

Allí, casi al alcance de la mano, se veían las entrañas del monstruo, un paisaje sobrecogedor de líneas y planos verdes y azules; algunos, de una belleza abominable, reflejaban los destellos anaranjados de un sol que los humanos nunca veían.

—¡Esta bestia de hielo quiere devorarnos! —chillaban los guatapanzas correteando por la cubierta—. ¡Oh, oh, el fuego de la muerte se abalanza sobre nosotros, frío como el hielo en esas horribles mandíbulas glaciales!

—¡Hielo! —exclamó Yattmur—. ¡Sí! Qué raro que estos pescadores estúpidos puedan enseñarnos algo. Gren, esto se llama hielo. En las tierras pantanosas, cerca del Agua Larga, donde ellos vivían, crecen unas florecillas llamada friumbrías. En ciertas épocas, estas flores, que crecen a la sombra, producen este hielo frío para guardar en él la simiente. Cuando yo era niña iba a los pantanos en busca de estas gotas de hielo y las chupaba.

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