Invernáculo (30 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Invernáculo
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Yattmur se alejó de prisa, sin escuchar la nueva perorata que había iniciado Sodal Ye. Tenía la impresión de que ésta era una criatura con la cual, a diferencia de los pieles ásperas, podía llegar a entenderse: una criatura vanidosa e inteligente y no obstante vulnerable; pues bastaría —si fuera necesario con matar al portador para que el sodal quedara totalmente desvalido. Encontrar a alguien con quien pudiera tratar desde una posición de fuerza era tonificante; le tenía buena voluntad al sodal.

Los guatapanzas siempre se habían mostrado tiernos como madres con Laren. Lo dejó al cuidado de ellos, observando la alegría con que se dedicaban a entretenerlo, antes de preparar la comida para los huéspedes. El cabello le goteaba mientras iba y venía, la ropa empezaba a secársele sobre el cuerpo, pero no les prestó atención.

Amontonó en una calabaza grande los restos del festín de plumacuero y otros comestibles que habían recogido los guatapanzas: brotes de zancudas, nueces, hongos ahumados, bayas y los frutos pulposos de la calabaza. Otra de las calabazas se había llenado con el agua que goteaba de una grieta en el techo de la caverna. También la llevó.

Sodal Ye seguía tendido sobre el peñasco. Estaba envuelto en una misteriosa aureola de luz cremosa y no apartaba los ojos del sol. Depositando las calabazas en el suelo, Yattmur se volvió también hacia el poniente.

Las nubes se habían abierto. Sobre el mar obscuro y encrespado del paisaje, pendía el sol. Había cambiado de forma. Bajo el peso de la atmósfera, se había achatado en los polos; pero la deformación atmosférica no podía explicar el ala enorme roja y blanca que le había brotado, un ala que casi tenía el tamaño del cuerpo central.

—¡Oh! ¡La luz bendita echa alas para volar y abandonarnos! —gritó Yattmur.

—Todavía estás a salvo, mujer —declaró Sodal Ye—. Esto profetizo. No te inquietes. Más provechoso será que me traigas algo de comer. Cuando te hable de las llamas que están a punto de consumir nuestro mundo, comprenderás, aunque antes de predicar necesito alimentarme.

Pero Yattmur no podía apartar la mirada del extraño espectáculo del cielo. El centro de la tormenta se había trasladado desde la zona crepuscular hasta las regiones del poderoso baniano. Por encima de la selva, crema sobre púrpura, se amontonaban las nubes; los relámpagos zigzagueaban casi sin cesar. Y en el centro del paisaje pendía aquel sol deformado.

El sodal la volvió a llamar y Yattmur, azorada, le acercó la comida.

En aquel momento, una de las dos infelices mujeres empezó a desvanecerse en el aire. Yattmur miraba tan fascinada que estuvo a punto de dejar caer las calabazas. Un instante después la mujer se diluyó en una mancha borrosa. Sólo las líneas del tatuaje permanecieron flotando en el aire, como garabatos sin sentido. Luego, también ellos se esfumaron y desaparecieron.

Nada se movía ahora. Poco a poco reaparecieron los tatuajes. Luego, la mujer, con la mirada en blanco y escuálida de siempre. La otra mujer se volvió hacia el sodal y emitió dos o tres sílabas confusas.

—¡Perfecto! —exclamó el sodal, batiendo la cola de pez contra la piedra—. Has sido sensata y no has envenenado la comida, madre, así que ahora me pondré a comer. —.

La mujer que había intentado aquel remedo de lenguaje se adelantó y llevó la calabaza de la comida hasta donde yacía Sodal Ye. Metió la mano en ella y empezó a darle de comer, echándole puñados enteros en la boca carnosa. El sodal comía ruidosamente y con fruición, y sólo se detuvo una vez para beber un poco de agua.

—¿Quiénes sois, todos vosotros? ¿Qué sois? ¿De dónde habéis venido? ¿Cómo desaparecéis? —le preguntó Yattmur.

—Algo de todo eso podré decirte, o no —respondió Sodal Ye masticando con la boca llena—. Pero has de saber que esta hembra, la muda, puede «desaparecer», como tú dices. Déjame comer. Quédate quieta.

Al fin la comida terminó.

En el fondo de la calabaza el sodal había dejado unas migajas, y esa fue la comida que compartieron los tres infortunados humanos, haciéndose a un lado con una humildad desoladora. Las mujeres le dieron de comer al agobiado compañero, cuyos brazos continuaban inmóviles, como paralizados, por encima de su cabeza.

—Ahora estoy dispuesto a escuchar tu historia —anunció el sodal —y a ayudarte si es posible. Has de saber que pertenezco a la raza más sabia de este planeta. Mi estirpe se ha extendido por todos los vastos mares y la mayor parte, menos atractiva, de los territorios. Soy un profeta, un Sodal de la Sabiduría Suprema, y me rebajaré a ayudarte si considero que tu problema tiene algún interés.

—Tu soberbia es extraordinaria —dijo Yattmur.

—Bah, ¿qué es la soberbia cuando la Tierra está a punto de sucumbir? Adelante con tu tonta historia, madre, si es que piensas contarla.

24

Yattmur deseaba hablarle al sodal del problema de Gren y la morilla. Pero como no conocía el arte de narrar una historia y de escoger los detalles significativos, le contó virtualmente toda la vida de ella, y cómo había vivido con los pastores aposentados en el linde de la selva cerca de la Boca Negra. Le relató luego la llegada de Gren, y Poyly, y habló de la muerte de Poyly, y de los peregrinajes que vinieron luego, hasta que como una mar gruesa el destino los había arrojado en las costas de la Ladera Grande. Le habló por fin del nacimiento del niño, y de cómo supo que Laren estaba amenazado por la morilla.

Durante todo el relato, el sodal trapacarráceo siguió tendido con aparente indiferencia sobre la piedra; el labio inferior le colgaba tan abajo que le descubría los bordes anaranjados de los dientes junto a él —en total indiferencia —la pareja de mujeres tatuadas yacía sobre la hierba flanqueando al encorvado portador, que aún seguía de pie como un monumento a la preocupación, con los brazos por encima del cráneo. El sodal no los vigilaba; tenía la mirada perdida en los cielos.

Al fin dijo:

—Eres un caso interesante. He oído los detalles de un número infinitesimal de vidas que no difieren mucho de la tuya. Comparándolas entre ellas, y sintetizándolas con mi extraordinaria inteligencia, me hago una idea clara de las postrimerías de este mundo.

Yattmur se levantó, furiosa.

—¡Merecerías que te derribara de tu percha, pez corrompido! —exclamó—. ¿Eso es todo cuanto tienes que decirme, cuando antes me ofreciste ayuda?

—Oh, podría decirte muchas cosas más, pequeña humana. Pero tu problema es tan simple que para mí es casi como si no existiera. Me he encontrado ya con esas morillas durante mis viajes, y aunque son astutas, tienen varios puntos débiles, fáciles de descubrir para una inteligencia como la mía.

—Sugiere algo, por favor, pronto.

—Sólo tengo una sugerencia que hacer: que le entregues el niño a tu compañero Gren cuando él te lo pida.

—¡Eso no!

—¡Ah, ah! Pues tendrás que hacerlo. No te vayas. Acércate y te explicaré por qué.

El plan no convenció a Yattmur. Pero más allá de la presunción y la pomposidad, había en el sodal una fuerza pétrea y tenaz. Por otra parte la presencia misma del sodal era imponente; la sonoridad con que pronunciaba las palabras hacía que pareciesen incontrovertibles; Yattmur fue confiada en busca de Laren, resuelta a seguir las instrucciones del sodal.

—No me atrevo a enfrentarme con él en la caverna —dijo.

—Entonces mándalo a buscar por tus guatapanzas —ordenó el sodal—. Y date prisa. Yo viajo en nombre del Destino, un amo que en estos momentos tiene muchos asuntos pendientes para ocuparse de tus problemas.

Hubo un prolongado retumbar de truenos, como si algún ser poderoso corroborara las palabras del sodal. Yattmur miró con ansiedad hacia el sol, todavía vestido con plumas de fuego, y luego fue a hablar con los guatapanzas.

Estaban echados los tres juntos sobre la tierra, abrazados, parloteando. Cuando Yattmur apareció en la boca de la caverna, uno de ellos recogió un puñado de tierra y guijarros y se lo arrojó.

—Antes tú no entras tú nunca vienes aquí ni quieres venir y ahora que quieres venir es demasiado tarde, ¡cruel dama lonja! Y ese pez trapacarráceo es mala compañía para ti… nosotros no queremos verte. Los pobres hombres panza no quieren verte aquí… o dejamos que amables pieles ásperas te coman en la cueva.

Yattmur se detuvo; sentía una confusa mezcla de cólera, remordimiento y miedo. Al fin les dijo con voz firme: —Si es así, vuestros problemas apenas comienzan. Sabéis que quiero ser vuestra amiga.

—Tú haces todos nuestros problemas. ¡Pronto fuera de aquí!

Yattmur se alejó hacia la otra caverna, seguida por los gritos de los guatapanzas. No sabía si el tono era insultante o suplicante. El relámpago, con muecas burlonas, le movía la sombra alrededor de los tobillos. El pequeño se le revolvía en los brazos.

—¡Quieto! —le dijo con impaciencia—. No te hará daño.

Gren estaba echado en el fondo de la caverna, en el mismo rincón en que lo había visto antes. Un relámpago le atravesó fugazmente la máscara pardusca, en la que sólo los ojos centelleaban, acechando. Advirtió que ella lo miraba; sin embargo, no se movió ni habló.

—¡Gren!

Tampoco entonces se movió ni habló.

Vibrante de tensión, desgarrada entre el amor y el odio, Yattmur se inclinó, indecisa. Centelleó otro relámpago y ella alzó una mano entre los ojos y la luz, como si se negara a ver.

—Gren, puedes tener al niño si lo quieres.

Entonces Gren se movió.

—Ven a buscarlo afuera; aquí hay demasiada obscuridad —dijo ella, y salió. Una náusea le vino a la boca ante la miserable dificultad de existir. La luz jugaba inconstante en las faldas saturninas, y Yattmur se sintió todavía más mareada.

El trapacarráceo yacía aún sobre la piedra; a su sombra, en el suelo, estaban las calabazas, ahora vacías, y el desdichado portador, las manos en alto, los ojos clavados en el suelo. Yattmur se sentó pesadamente de espaldas a la roca, cobijando al niño en el regazo.

Un momento después, Gren salió de la caverna.

Caminando lentamente, con las rodillas temblorosas, se acercó a ella.

Yattmur transpiraba, no sabía si a causa del calor o de la tensión. Sin atreverse a mirar la masa pulposa que cubría la cara de Gren, cerró los ojos, y sólo los volvió a abrir cuando lo sintió cerca, mirándolo a la cara cuando él se inclinó hacia ella y el niño. Gorjeando, Laren le tendió confiado los brazos.

—¡Niño razonable! —dijo Gren con aquella voz que le era ajena—. ¡Serás un niño distinto, un niño prodigioso, y yo jamás te abandonaré!

Yattmur temblaba ahora de pies a cabeza y a duras penas podía sostener al pequeño. Pero Gren estaba allí, de rodillas, tan próximo que el olor que exhalaba la invadió, acre y viscoso. Y vio, a través de las pestañas temblorosas, que el hongo que cubría la cara de Gren empezaba a moverse.

Colgaba por encima de la cabeza del niño, preparándose para caer sobre él. Yattmur lo observó, esponjoso y purulento, entre una superficie de piedra y una calabaza vacía. Yattmur creía estar respirando a gritos entrecortados, y que por eso Laren se echaba a llorar… y otra vez el tejido resbaló por la cara de Gren, lento y pesado como un potaje espeso.

—¡Ahora! —gritó Sodal Ye, autoritario y acuciante.

Yattmur empujó de golpe la calabaza vacía por encima de la cabeza del niño. La morilla, al caer, quedó prisionera, atrapada en el fondo de la calabaza. Gren se combó hacia un costado, y Yattmur pudo verle el rostro verdadero, retorcido como una cuerda en un nudo de dolor. La luz, rápida como un pulso, aparecía y desaparecía, pero ella sólo sentía que algo gritaba, y se desmayó sin reconocer su propio grito.

Dos montañas se entrechocaron como quijadas con una tumefacta y llorosa versión de Laren perdida entre ellas. Yattmur volvió en sí, se incorporó de golpe, y la visión monstruosa desapareció.

—Así que no estás muerta —dijo el sodal, irritado —Ten la bondad de levantarte y hacer callar a tu hijo, ya que mis mujeres no son capaces.

Yattmur tenía la impresión de haber estado tanto tiempo sumergida en la noche, que le parecía increíble que la escena apenas hubiese cambiado. La morilla yacía inerte en el fondo de la calabaza, y Gren de bruces junto a ella. Sodal Ye seguía sobre la roca. La pareja de mujeres tatuadas estrechaba a Laren contra los pechos resecos, sin conseguir acallar el llanto del niño.

Yattmur se incorporó, lo tomó en brazos y le acercó a la boca un pecho lozano; el pequeño se puso a mamar con voracidad y dejó de llorar. Poco a poco los estremecimientos que sacudían a Yattmur fueron calmándose.

Se inclinó por encima de Gren y le acarició el hombro. Gren volvió la cara.

—Yattmur… —murmuró.

Tenía lágrimas en los ojos. Regueros de picaduras rojas y blancas se entrecruzaban en los hombros, la cabeza y la cara de Gren, allí donde la morilla le había hincado las sondas nutricias.

—¿Se ha ido? —preguntó, y era otra vez la voz de Gren.

—Mírala —dijo Yattmur. Con la mano libre inclinó la calabaza para que Gren pudiera mirar dentro.

Gren miró durante largo rato a la morilla; viva aún, pero impotente e inmóvil, yacía como un excremento en el fondo de la calabaza. Rememoró —más con asombro ahora que con temor —todo lo ocurrido desde el momento en que la morilla cayera sobre él por primera vez en las selvas de la Tierra de Nadie, las cosas que, como un sueño, habían quedado atrás: los largos viajes por tierras desconocidas, las empresas que había tenido que acometer, y principalmente todos esos conocimientos que el Gren anterior, el Gren libre, nunca hubiera alcanzado.

Sabía bien que todo esto había ocurrido por mediación del hongo morilla, no más poderoso ahora que un resto de comida quemada en el fondo de un cuenco; y comprendió por qué al principio había aceptado con gratitud aquel estímulo, pues le había ayudado a superar ciertas limitaciones, para él naturales. Sólo cuando las necesidades vitales de la morilla se opusieron a las de él, el proceso se hizo maligno, sorbiéndole casi literalmente el seso, de modo que acatando las órdenes de la morilla, había llegado a renegar de su propia naturaleza.

Ahora todo había pasado. El parásito había sido derrotado y ya nunca volvería a oír la voz de la morilla tañéndole en la cabeza.

No obstante, lo que ahora sentía era más soledad que triunfo. Pero exploraba ávidamente los largos corredores de la memoria, y reflexionaba: Algo bueno ha dejado en mí; soy capaz de juzgar, de ordenar mis pensamientos, aún puedo recordar lo que ella me enseñó… y ella sabía tantas cosas.

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