Invernáculo (20 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Invernáculo
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La costa era una curva cerrada y continua; la arena desaparecía a menudo bajo grandes macizos de rocas encerrados entre la selva y el mar. No había otro remedio que escalarlas y en el mayor silencio posible.

—Pronto llegaremos de vuelta al punto de partida —dijo Gren volviendo la cabeza y observando que la barca había quedado oculta detrás del risco.

—Correcto —tañó la morilla—. Estamos en una isla pequeña, Gren.

—Entonces ¿no podremos vivir aquí, morilla?

—Me parece que no.

—¿Cómo haremos para irnos?

—Como vinimos… en la barca. Algunas de estas hojas gigantes podrán servimos de velas.

—Odiamos la barca, morilla, y el mundo acuoso.

—Pero los prefieres a la muerte. ¿Cómo podríamos vivir aquí, Gren? No es más que una torre de piedra con una franja de arena alrededor.

Sin comunicar esta conversación muda a Yattmur, Gren se dejó llevar por unos pensamientos confusos. Al fin concluyó que lo más sensato era postergar cualquier decisión hasta que hubiesen dado con los guatapanzas…

Advirtió que Yattmur miraba cada vez más a menudo por encima del hombro la torre de piedra. En un arranque de impaciencia, exclamó:

—¿Qué pasa?

Si no miras por dónde vas, te romperás la crisma.

Ella le tomó la mano.

—¡Calla! Te va a oír —dijo—. Esta torre tiene un millón de ojos que nos vigilan todo el tiempo.

Gren iba a volver la cabeza cuando Yattmur lo tomó por la barbilla y lo arrastró hasta obligarlo a agazaparse junto a ella detrás de un peñasco.

—No le hagas ver que sabemos —murmuró—. Espíala desde aquí.

Gren espió. Con la boca seca observó aquella pared gris, alta y vigilante. Las nubes habían velado el sol, y en la penumbra el risco tenía un aspecto aún más amenazador. Ya antes había observado que la superficie estaba acribillada de agujeros. Ahora notó la regularidad con que estaban distribuidos y cuánto se parecían a ojos malignos que acecharan desde las profundidades de muchas órbitas.

—Ya lo ves —dijo Yattmur—. ¿Qué criaturas terribles cobija este lugar? Está embrujado, Gren. ¿Qué seres vivos hemos visto desde que llegamos? Nada se mueve entre los árboles, nada corretea por la playa, nada trepa por la cara de esa roca. Sólo la velosemilla, y algo la ha devorado. Sólo nosotros estamos vivos, pero ¿por cuánto tiempo?

Mientras Yattmur se lamentaba, hubo un movimiento en la torre de piedra. Los ojos fríos —ya no cabía ninguna duda de que eran ojos —giraron en las órbitas; eran incontables y se movieron juntos y juntos miraron en otra dirección, como si otearan algo a lo lejos, en el mar.

Impulsados por la fuerza de aquella mirada pétrea, Gren y Yattmur también se volvieron. Desde donde estaban agazapados, sólo era visible una porción del mar, enmarcada por las rocas de la playa cercana, pero suficiente para que pudieran observar la conmoción de las distantes aguas grises: una enorme criatura marina se acercaba nadando a la isla.

—¡Oh sombras! ¡Esa criatura viene hacia nosotros! ¿Volvemos corriendo a la barca?

—¡Echémonos al suelo y quedémonos quietos! No puede habernos visto entre esas rocas.

—¡La torre mágica de muchos ojos la está llamando para que venga a devorarnos!

—Tonterías —dijo Gren, también como respuesta a sus propios temores.

Hipnotizados, observaron a la criatura marina. La espuma impedía ver cómo era. Sólo dos grandes aletas que batían las aguas como ruedas enloquecidas asomaban claramente a intervalos. De vez en cuando les parecía ver una cabeza que apuntaba hacia la orilla.

La ancha sábana del mar se encrespó. Un telón de lluvia cayó desde el cielo encapotado ocultando a la criatura marina y vertiendo gotas frías y punzantes sobre todas las cosas.

Obedeciendo a un impulso común, Gren y Yattmur se zambulleron entre los árboles; chorreando agua, se apoyaron contra un tronco. La lluvia arreció. Por un momento, no alcanzaron a ver más allá de la resquebrajada orla de blancura que bordeaba la orilla.

Un acorde desolado llegó desde el agua, una llamada de advertencia, como si el mundo estuviera desmoronándose. La criatura marina pedía a gritos que la guiaran. La isla (o la torre) voceó en seguida una respuesta.

Como arrancada de los cimientos mismos, chirriante y cavernosa, sonó una nota. No era una nota demasiado potente, pero lo impregnó todo; se esparció por la tierra y el mar como la lluvia misma, como si cada decibel fuese una gota separada de las demás. Aterrorizada por aquel sonido, Yattmur se aferró a Gren, llorando.

Por encima del llanto, por encima del ruido de la lluvia y del mar, por encima de las resonancias de la voz de la torre, se alzó otra voz; una voz mellada, asustada, que pronto se extinguió. Era una voz compuesta, un coro de súplicas y reproches, y Gren la reconoció.

—¡Los guatapanzas que faltaban! —exclamó—. Tienen que estar cerca de aquí.

Miró en torno sin esperanzas luchando contra la lluvia que le cegaba los ojos. Las grandes hojas coriáceas se combaban y volvían a saltar bruscamente derramando la carga de agua que les caía encima desde el risco. No se veía nada más que selva, la selva que se inclinaba sumisa ante el aguacero. Gren no se movió; los guatapanzas tendrían que esperar a que la lluvia amainara. Se quedó donde estaba, con un brazo alrededor de Yattmur.

Trataban de ver el mar, cuando delante de ellos el gris se rompió en un torbellino de olas.

—¡Oh sombras vivientes! Ese ser ha venido a buscamos —susurró Yattmur.

La enorme criatura marina había llegado ya a los bajíos y estaba saliendo pesadamente del mar. Entre las cataratas siseantes de la lluvia vieron una gran cabeza chata. Una boca estrecha y pesada como una tumba se abrió con un crujido… y Yattmur se libró del abrazo de Gren y echó a correr, gritando despavorida, hacia el lugar de donde había venido.

—¡Yattmur!

Iba a correr detrás de ella, pero el peso muerto de la voluntad de la morilla cayó sobre él de improviso. Gren quedó paralizado, inmóvil, doblado hacia adelante como en la línea de largada de una carrera. Sorprendido en esa posición inestable, cayó de costado en la arena anegada.

—¡Quédate donde estás! —tañó la morilla—. Como es obvio que esa criatura no viene por nosotros, tenemos que esperar y averiguar qué pretende. No nos hará daño si te quedas quieto.

—Pero Yattmur…

—No te preocupes por esa niña tonta. Más tarde la encontraremos.

A través de la violencia de la lluvia llegaba un quejido irregular y prolongado. La gran criatura estaba sin aliento. Se arrastraba trabajosamente por la cuesta de la playa a pocas yardas de donde yacía Gren. Velada por las grises cortinas de la lluvia, con la respiración anhelante y los movimientos penosos, cobró de pronto el aspecto —andando allí pesadamente, en aquel escenario tan inverosímil como ella —de un grotesco símbolo de dolor conjurado en una pesadilla.

Ahora la cabeza estaba oculta entre los árboles. Gren sólo veía el cuerpo, impulsado hacia adelante por las sacudidas de las aletas poderosas, hasta que también el cuerpo desapareció. La cola se deslizó un momento cuesta arriba; luego fue engullida asimismo por la selva.

—Ve a ver dónde ha ido —ordenó la morilla.

—No —dijo Gren. Se arrodilló. Una suciedad pardusca, una mezcla de arena y lluvia, le resbalaba por el cuerpo.

—Haz lo que te digo —tañó la morilla. El propósito secreto de la morilla, propagarse tanto como le fuera posible, seguía siempre allí en el fondo de su pensamiento. Este humano que en un principio le había parecido un huésped inteligente y promisorio, en realidad no había respondido a sus esperanzas; una bestia bruta, primitiva, como la que acababan de ver, merecía sin duda una investigación. La morilla impulsó a Gren hacia adelante.

Avanzando por el linde arbolado, encontraron los rastros de la criatura marina. Al desplazarse había abierto una zanja —en la que cabía un hombre de pie.

Gren se dejó caer al suelo sobre las manos y las rodillas; la sangre le ardía en las venas. La criatura no estaba muy lejos; un definido olor salobre, putrefacto, flotaba en el aire. Atisbó por detrás del tronco de un árbol, siguiendo las huellas con la mirada.

Allí la franja de selva se interrumpía de pronto, para recomenzar un poco más lejos a lo largo de la costa. En aquel claro, la arena llevaba en línea recta a la base del risco… y allí, en la base del risco, se abría una caverna grande. Alcanzó a ver, a través de la lluvia, que las huellas del monstruo entraban en la caverna. No obstante, aunque los límites de la caverna eran visibles —bastante grande como para contener al monstruo, pero nada más —parecía silenciosa y vacía, como una boca petrificada en un bostezo perpetuo.

Intrigado, olvidándose del miedo, Gren salió al claro para observar mejor, y en seguida vio allí a algunos de los dieciséis guatapanzas.

Estaban acurrucados todos juntos bajo los árboles que flanqueaban la franja arenosa, apretados contra el risco y muy cerca de la caverna. Como era natural en ellos, se habían resguardado debajo de un reborde de roca que los bañaba ahora con un incesante chorro de agua. Con el largo vello del cuerpo chorreado y aplastado, parecían en verdad muy mojados, mojados y asustados. Cuando Gren apareció, gimotearon de miedo, cubriéndose los genitales con, las manos.

—¡Salid de ahí! —gritó Gren, sin dejar de mirar alrededor en busca de algo que explicase la desaparición del monstruo marino.

Con la lluvia que les chorreaba por las caras, los guatapanzas estaban totalmente desanimados; Gren recordó el estúpido grito de terror que habían lanzado cuando divisaron al monstruo. Ahora, dando vueltas y vueltas en círculos cerrados, como ovejas, y balbuceando sonidos ininteligibles, parecían querer huir de Gren. Tanta estupidez le revolvió la sangre. Levantó una piedra pesada.

—¡Salid de ahí y venid conmigo, panzabebés llorones! —vociferó—. ¡Pronto, antes que el monstruo los descubra a todos!

—¡Oh terror! ¡Oh amo! ¡Todas las cosas odian a los infelices y amables guatapanzas! —gimieron; tropezaban unos con otros volviendo a Gren las espaldas carnosas.

Furioso, Gren tiró la piedra. Fue a dar en la nalga de uno de los hombres; un tiro certero pero de consecuencias nefastas. La víctima saltó chillando a la arena, dio vueltas alrededor, y huyendo de Gren echó a correr hacia la caverna. Como a una voz de mando, los otros también saltaron y se precipitaron detrás en tropel; imitándolo, se agarraban el trasero con las manos.

—¡Volved! —gritó Gren, lanzándose detrás de ellos por las huellas del monstruo—. ¡No os acerquéis a la cueva!

No le hicieron caso. Ladrando como cuzcos, se precipitaron en la caverna; los ruidos que hicieron al entrar retumbaron con ecos ásperos en las paredes. Gren los siguió.

El olor salobre del monstruo pesaba en el aire.

—Sal de aquí cuanto antes —acució la morilla en la mente de Gren, mientras le enviaba una punzada de dolor por todo el cuerpo.

De las paredes y el techo de la caverna sobresalían unos bastones de piedra que apuntaban hacia dentro; en los extremos se ahuecaban en órbitas oculares, como las cuencas de la cara exterior del risco. Aquellos ojos también acechaban; cuando los guatapanzas entraron en tropel, abrieron los párpados y se pusieron a mirar, uno por uno, cada vez más numerosos.

Viendo que estaban acorralados, los pescadores se revolcaron por la arena a los pies de Gren en una batahola de gritos lastimeros.

—¡Oh grande y poderoso señor, oh matador de piel fuerte, oh rey de la carrera y de la caza, mira cómo corrimos hacia ti en cuanto te vimos! ¡Qué contentos estamos de que honres con tu presencia nuestros pobres y viejos panzaojos! Corrimos hacia ti sin vacilar aunque nuestra carrera fue torpe y atolondrada, y de algún modo nuestras piernas nos llevaron por malos caminos y no por caminos buenos y felices, pues además la lluvia nos confundió.

Más y más ojos se abrían ahora en la caverna, todos con la mirada pétrea clavada en el grupo. Gren tomó por los cabellos a uno de los guatapanzas y lo obligó a levantarse. Los demás callaron, contentos tal vez de que por el momento no se ocupara de ellos.

—Ahora escuchadme —dijo Gren, con los dientes apretados. Había llegado a aborrecer con ferocidad a estas criaturas que despertaban en él instintos latentes, agresivos—. No os deseo ningún mal, como he dicho antes. Pero tenéis que salir de aquí inmediatamente. Aquí estáis en peligro. ¡Volved a la playa pronto, todos!

—Nos lapidarás…

—¡No importa lo que yo haga! Haced lo que digo. ¡Moveos!

Mientras hablaba dio un empujón al hombre y lo mandó rodando hacia la entrada de la caverna.

En aquel momento comenzó lo que más tarde Gren recordaría como el espejismo.

Un número crítico de ojos se había abierto en las paredes de la caverna.

El tiempo se detuvo. El mundo fue todo verde. A la entrada, el hombre panza se sostuvo en equilibrio sobre una pierna como si fuera a volar, se volvió verde y quedó petrificado en aquella absurda posición. Detrás, la lluvia era también verde. Todo verde, todo inmóvil.

Y todo empezó a encoger. A empequeñecerse. A retraerse y contraerse. A transformarse en una gota de lluvia que caía para siempre desde los pulmones del cielo. O en un grano de arena que bajaba eternamente en las clepsidras del tiempo infinito. En un protón que se precipitaba inagotable por su propia versión de bolsillo del espacio ilimitado. Para alcanzar por último la inmensidad infinita de la nada… la riqueza infinita de la no-existencia… y así transformarse en Dios… ser el principio y el fin de la propia creación…

…o conjurar un billón de mundos que zumbaban a lo largo de los verdes eslabones de cada segundo… o volar a través de los increados montones de sustancia verde que en una vasta antecámara del ser esperaban la hora o el eón apropiados…

Porque él estaba volando ¿no? Y en aquellas notas próximas y más felices (¿no lo eran?) volaban los seres que él o algún otro, alguien en otro plano de la memoria, había llamado alguna vez «los guatapanzas». Y si aquello era volar, entonces estaba aconteciendo en aquel imposible universo verde de delectación, en un elemento que no era el aire y en una corriente ajena al tiempo. Y volaban en la luz, irradiaban luz.

Y no estaban solos.

Todo estaba con ellos. La vida había reemplazado al tiempo, eso era; la muerte había desaparecido, porque allí los relojes sólo podían desgranar fertilidad. Pero de todas las cosas, había dos que le parecían familiares…

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