Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (61 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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A medida que descendían las temperaturas, se iban añadiendo nuevos metales a la lista de los materiales superconductores. El estaño se transformaba en superconductor a los –269,27 °C; el aluminio, a los –271,80 °C; el uranio, a los –272,2 °C; el titanio, a los –272,47 °C; el hafnio, a los –272,65 °C. Pero el hierro, níquel, cobre, oro, sodio y potasio deben de tener un punto de transición mucho más bajo aún —si es que realmente pueden ser transformados en superconductores—, porque no se han podido reducir a este estado ni siquiera a las temperaturas más bajas alcanzadas. El punto más alto de transición encontrado para un metal es el del tecnecio, que se transforma en superconductor por debajo de los –261,8 °C.

Un líquido de bajo punto de ebullición retendrá fácilmente las sustancias inmersas en él a su temperatura de ebullición. Para conseguir temperaturas inferiores se necesita un líquido cuyo punto de ebullición sea aún menor. El hidrógeno líquido hierve a -252,6 °C, y sería muy útil encontrar una sustancia superconductora cuya temperatura de transición fuera, por lo menos, equivalente. Sólo tales condiciones permiten estudiar la superconductividad en sistemas refrigerados por el hidrógeno líquido. A falta de ellas, será preciso utilizar, como única alternativa, un líquido cuyo punto de ebullición sea bajo, por ejemplo, el helio líquido, elemento mucho más raro, más costoso y de difícil manipulación. Algunas aleaciones, en especial las que contienen niobio, poseen unas temperaturas de transición más elevadas que las de cualquier metal puro. En 1968 se encontró, por fin, una aleación de niobio, aluminio y germanio, que conservaba la superconductividad a –252 °C. Esto hizo posible la superconductividad a temperaturas del hidrógeno líquido, aunque con muy escaso margen. E inmediatamente se presentó, casi por sí sola, una aplicación útil de la superconductividad en relación con el magnetismo. Una corriente eléctrica que circula por un alambre arrollado en una barra de hierro, crea un potente campo magnético; cuanto mayor sea la corriente, tanto más fuerte será el campo magnético. Por desgracia, también cuanto mayor sea la corriente, tanto mayor será el calor generado en circunstancias ordinarias, lo cual limita considerablemente las posibilidades de tal aplicación. Ahora bien, la electricidad fluye sin producir calor en los alambres superconductores, y, al parecer, en dichos alambres se puede comprimir la corriente eléctrica para producir un «electroimán» de potencia sin precedentes con sólo una fracción de la fuerza que se consume en general. Sin embargo, hay un inconveniente.

En relación con el magnetismo, se ha de tener en cuenta otra característica, además de la superconductividad. En el momento en que una sustancia se transforma en superconductora, se hace también perfectamente «diamagnética», es decir, excluye las líneas de fuerza de un campo magnético. Esto fue descubierto por W. Meissner en 1933, por lo cual se llama desde entonces «efecto Meissner». No obstante, si se hace el campo magnético lo suficientemente fuerte, puede destruirse la superconductividad de la sustancia, incluso a temperaturas muy por debajo de su punto de transición. Es como si, una vez concentradas en los alrededores las suficientes líneas de fuerza, algunas de ellas lograran penetrar en la sustancia y desapareciese la superconductividad.

Se han realizado varias pruebas con objeto de encontrar sustancias superconductoras que toleren potentes campos magnéticos. Por ejemplo, hay una aleación de estaño y niobio con una elevada temperatura de transición: –255 °C. Puede soportar un campo magnético de unos 250.000 gauss, lo cual, sin duda, es una intensidad elevada. Aunque este descubrimiento se hizo en 1954, hasta 1960 no se perfeccionó el procedimiento técnico para fabricar alambres con esta aleación, por lo general, quebradiza. Todavía más eficaz es la combinación de vanadio y galio, y se han fabricado electroimanes superconductores con intensidades de hasta 500.000 gauss.

En el helio se descubrió también otro sorprendente fenómeno a bajas temperaturas: la «superfluidez».

El helio es la única sustancia conocida que no puede ser llevada a un estado sólido, ni siquiera a la temperatura del cero absoluto. Hay un pequeño contenido de energía irreductible, incluso al cero absoluto, que, posiblemente, no puede ser eliminada (y que, de hecho, su contenido en energía es «cero»); sin embargo, basta para mantener libres entre sí los extremadamente «no adhesivos» átomos de helio y, por tanto, líquidos. En 1905, el físico alemán Hermann Walther Nernst demostró que no es la energía de las sustancias la que se convierte en cero en el cero absoluto, sino una propiedad estrechamente vinculada a la misma: la «entropía». Esto valió a Nernst el premio Nobel de Química en 1920. Sea como fuere, esto no significa que no exista helio sólido en ninguna circunstancia. Puede obtenerse a temperaturas inferiores a 0,26 K y a una presión de 25 atmósferas aproximadamente.

En 1935, Willem Hendrik Keeson y su hermana, que trabajaban en el «Laboratorio Onnes», de Leiden, descubrieron que, a la temperatura de –270,8 °C el helio líquido conducía el calor casi perfectamente. Y lo conduce con tanta rapidez, que cada una de las partes de helio está siempre a la misma temperatura. No hierve —como lo hace cualquier otro líquido en virtud de la existencia de áreas puntiformes calientes, que forman burbujas de vapor— porque en el helio líquido no existen tales áreas (si es que puede hablarse de las mismas en un líquido cuya temperatura es de menos de –271 °C). Cuando se evapora, la parte superior del líquido simplemente desaparece, como si se descamara en finas láminas, por así decirlo.

El físico ruso Peter Leonidovich Kapitza siguió investigando esta propiedad y descubrió que si el helio era tan buen conductor del calor se debía al hecho de que fluía con notable rapidez y transportaba casi instantáneamente el calor de una parte a otra de sí mismo (por lo menos, doscientas veces más rápido que el cobre, el segundo mejor conductor del calor). Fluiría incluso más fácilmente que un gas, tendría una viscosidad de sólo 1/1.000 de la del hidrógeno gaseoso y se difundiría a través de unos poros tan finos, que podrían impedir el paso de un gas. Más aún, este líquido superfluido formaría una película sobre el cristal y fluiría a lo largo de éste tan rápidamente como si pasase a través de un orificio. Colocando un recipiente abierto, que contuviera este líquido, en otro recipiente mayor, pero menos lleno, el fluido rebasaría el borde del cristal y se desplazaría al recipiente exterior, hasta que se igualaran los niveles de ambos recipientes.

El helio es la única sustancia que muestra este fenómeno de superfluidez. De hecho, el superfluido se comporta de forma tan distinta al helio cuando está por encima de los -270,8 °C que se le ha dado un nombre especial: helio II, para distinguirlo del helio líquido cuando se halla por encima de dicha temperatura, y que se denomina helio I.

Sólo el helio permite investigar las temperaturas cercanas al cero absoluto, por lo cual se ha convertido en un elemento muy importante, tanto en la ciencias puras como en las aplicadas. La cantidad de helio que contiene la atmósfera es despreciable, y las fuentes más importantes son los pozos de gas natural, de los cuales escapa a veces el helio, formado a partir de la desintegración del uranio y el torio en la corteza terrestre. El gas del pozo más rico que se conoce (en Nuevo México) contiene un 7,5 % de helio.

Criogenia

Sorprendidos por los extraños fenómenos descubiertos en las proximidades del cero absoluto, los físicos, naturalmente, han realizado todos los esfuerzos imaginables por llegar lo más cerca posible del mismo y ampliar sus conocimientos acerca de lo que hoy se conoce con el nombre de «criogenia». En condiciones especiales, la evaporación del helio líquido puede dar temperaturas de hasta –272,5 °C. (Tales temperaturas se miden con ayuda de métodos especiales, en los cuales interviene la electricidad, así, por la magnitud de la corriente generada en un par termoeléctrico; la resistencia de un cable hecho de algún metal no superconductor; los cambios en las propiedades magnéticas, e incluso la velocidad del sonido del helio. La medición de temperaturas extremadamente bajas es casi tan difícil como obtenerlas.) Se han conseguido temperaturas sustancialmente inferiores a los –272,5 °C gracias a una técnica que empleó por primera vez, en 1925, el físico holandés Peter Joseph Wilhelm Debye. Una sustancia «paramagnética» —es decir, que concentra las líneas de fuerza magnética— se pone casi en contacto con el helio líquido, separado de éste por gas de helio, y la temperatura de todo el sistema se reduce hasta –272 °C. Luego se coloca el sistema en un campo magnético. Las moléculas de la sustancia paramagnética se disponen paralelamente a las líneas del campo de fuerza, y al hacerlo desprenden calor, calor que se extrae mediante una ligera evaporación del helio ambiente. Entonces se elimina el campo magnético. Las moléculas paramagnéticas adquieren inmediatamente una orientación arbitraria. Al pasar de una orientación ordenada a otra arbitraria, las moléculas han de absorber calor, y lo único que puede hacer es absorberlo del helio líquido. Por tanto, desciende la temperatura de éste.

Esto puede repetirse una y otra vez, con lo cual desciende en cada ocasión la temperatura del helio líquido. La técnica fue perfeccionada por el químico americano William Francis Giauque, quien recibió el premio Nobel de Química en 1949 por estos trabajos. Así, en 1957 se alcanzó la temperatura de –272,99998 °C.

En 1962, el físico germano-británico Heinz London y sus colaboradores creyeron posible emplear un nuevo artificio para obtener temperaturas más bajas aún. El helio se presenta en dos variantes: helio 3 y helio 4. Por lo general, ambas se mezclan perfectamente, pero cuando las temperaturas son inferiores a los –272,2 °C, más o menos, los dos elementos se disocian, y el helio 3 sobrenada. Ahora bien, una porción de helio 3 permanece en la capa inferior con el helio 4, y entonces se puede conseguir que el helio 3 suba y baje repetidamente a través de la divisoria, haciendo descender cada vez más la temperatura, tal como ocurre con los cambios de liquidación y vaporización en el caso de refrigerantes corrientes tipo freón. En 1965 se construyeron en la Unión Soviética los primeros aparatos refrigeradores en los que se aplicó este principio.

En 1950, el físico ruso Isaak Yakovievich Pomeranchuk propuso un método de refrigeración intensa, en el que se aplicaban otras propiedades del helio 3. Por su parte, el físico británico de origen húngaro, Nicholas Kurti, sugirió, ya en 1934, el uso de propiedades magnéticas similares a las que aprovechara Giauque, si bien circunscribiendo la operación al núcleo atómico —la estructura más recóndita del átomo—, es decir, prescindiendo de las moléculas y los átomos completos.

Como resultado del empleo de esas nuevas técnicas, han llegado a conseguir temperaturas tan bajas como de 0,000001 K. Y, dado que los físicos se encuentran a una millonésima de grado del cero absoluto, ¿no podrían desembarazarse de la pequeña entropía que queda y, finalmente, llegar a la marca del 0 K absoluto?

¡No! El cero absoluto es inalcanzable, como demostró Nernst a través de su premio Nobel ganado al tratar de este tema (en ocasiones se denomina a esto
tercera ley de la termodinámica
). En cualquier descenso de temperatura, sólo parte de la entropía puede eliminarse. En general, eliminar la mitad de la entropía de un sistema es igualmente difícil, sin tener en cuenta cuál sea su total. Así resulta tan difícil avanzar desde los 300 K (más o menos la temperatura ambiente) hasta los 150 K (algo más frío que cualquier temperatura reinante en la Antártida), que desde 20 K a 10 K. Resulta igual de difícil avanzar desde los 10 K hasta los 5 K, y desde los 5 K hasta los 2,5 K, etc. Al haber alcanzado una millonésima de grado por encima del cero absoluto, la tarea de avanzar más allá, hasta la mitad de una millonésima de grado resulta tan difícil como el bajar de 300 K a 150 K, y si se consiguiese, sería una tarea igualmente difícil el avanzar desde media millonésima de grado hasta una cuarta parte de millonésima de grado, y así indefinidamente. El cero absoluto se encuentra a una distancia infinita, sin tener en cuenta lo cerca que parezca que nos aproximamos.

Digamos a este respecto que los estadios finales de la búsqueda del cero absoluto se han conseguido a partir de un estudio atento del helio 3. El helio 3 es una sustancia en extremo rara. El helio en sí no es muy común en la Tierra, y cuando se aisló sólo 13 átomos de cada 10.000.000 son de helio 3, y el resto es helio 4.

El helio 3 es en realidad un átomo más simple que el helio 4, y sólo posee las tres cuartas partes de la masa de la variedad más frecuente. El punto de licuefacción del helio 3 es de 3,2 K, un grado más por debajo que el helio 4. Y lo que es más, al principio se creyó que, dado que el helio 4 se hace superfluido a temperaturas por debajo de 2,2 K, el helio 3 (una molécula menos simétrica, aunque sea más simpie) no muestra señales de superfluidez en absoluto. Era sólo necesario seguir intentándolo. En 1972, se descubrió que el helio 3 cambia a una forma de helio II superfluido líquido a temperaturas por debajo de 0,0025 K.

Altas presiones

Uno de los nuevos horizontes científicos abiertos por los estudios de la licuefacción de gases fue el desarrollo del interés por la obtención de altas presiones. Parecía que sometiendo a grandes presiones diversos tipos de materia (no sólo los gases), podría obtenerse una información fundamental sobre la naturaleza de la materia y sobre el interior de la Tierra. Por ejemplo, a una profundidad de 11 km, la presión es de 1.000 atmósferas; a los 643 km, de 200.000 atmósferas; a los 3.218 km de 1.400.000 atmósferas, y en el centro de la Tierra, a más de 6.400 km de profundidad, alcanza los 3.000.000 de atmósferas. (Por supuesto que la Tierra es un planeta más bien pequeño. Se calcula que las presiones centrales en Saturno son de más de 50 millones de atmósferas, y en el coloso Júpiter, de 100 millones.)

La presión más alta que podía obtenerse en los laboratorios del siglo XIX era de 3.000 atmósferas, conseguidas por E. H. Amagat en la década de 1880. Pero en 1905, el físico americano Percy Williams Bridgman empezó a elaborar nuevos métodos, que pronto permitieron alcanzar presiones de 20.000 atmósferas e hicieron estallar las pequeñas cámaras de metal que empleaba para sus experimentos. Siguió probando con materiales más sólidos, hasta conseguir presión de hasta más de 1.000.000 de atmósferas. Por sus trabajos en este campo, recibió el premio Nobel de Física en 1946.

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