Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (56 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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En 1938, Fermi recibió el premio Nobel de Física por sus estudios sobre el bombardeo con neutrones. Por aquella fecha, ni siquiera podía sospecharse la naturaleza real de su descubrimiento, ni sus consecuencias para la Humanidad. Al igual que Cristóbal Colón, había encontrado, no lo que estaba buscando, sino algo mucho más valioso, pero de cuya importancia no podía percatarse.

Basta decir, por ahora, que, tras seguir una serie de pistas que no condujeron a ninguna parte, descubrióse, al fin, que lo que Fermi había conseguido no era la creación de un nuevo elemento, sino la escisión del átomo de uranio en dos partes casi iguales. Cuando, en 1940, los físicos abordaron de nuevo el estudio de este proceso, el elemento 93 surgió como un resultado casi fortuito de sus experimentos. En la mezcla de elementos que determinaba el bombardeo del uranio por medio de neutrones, aparecía uno que, de principio, resistió todo intento de identificación. Entonces, Edwin Mc-Millan, de la Universidad de California, sugirió que quizá los neutrones liberados por fisión hubiesen convertido algunos de los átomos de uranio en un elemento de número atómico más alto, como Fermi había esperado que ocurriese. McMillan y Philip Abelson, un fisicoquímico, probaron que el elemento no identificado era, en realidad, el número 93. La prueba de su existencia la daba la naturaleza de su radiactividad, lo mismo que ocurriría en todos los descubrimientos subsiguientes.

McMillan sospechaba que pudiera estar mezclado con el número 93 otro elemento transuránido. El químico Glenn Theodore Seaborg y sus colaboradores Arthur Charles Wahl y J. W. Kennedy no tardaron en demostrar que McMillan tenía razón y que dicho elemento era el número 94.

De la misma forma que el uranio —elemento que se suponía el último de la tabla periódica— tomó su nombre de Urano, el planeta recientemente descubierto a la razón, los elementos 93 y 94 fueron bautizados, respectivamente, como «neptuno» y «plutonio», por Neptuno y Plutón, planetas descubiertos después de Urano. Y resultó que existía en la Naturaleza, pues más tarde se encontraron indicios de los mismos en menas de uranio. Así, pues, el uranio no era el elemento natural de mayor peso atómico.

Seaborg y un grupo de investigadores de la Universidad de California —entre los cuales destacaba Albert Ghiorso— siguieron obteniendo, uno tras otro, nuevos elementos transuránidos. Bombardeando plutonio con partículas subatómicas, crearon, en 1944, los elementos 95 y 96, que recibieron, respectivamente, los nombres de «americio» (por América) y «curio» (en honor de los Curie). Una vez obtenida una cantidad suficiente de americio y curio, bombardearon estos elementos y lograron obtener, en 1949, el número 97, y, en 1950, el 98. Estos nuevos elementos fueron llamados «berkelio» y «californio» (por Berkeley y California). En 1951, Seaborg y McMillan compartieron el premio Nobel de Química por esta serie de descubrimientos.

El descubrimiento de los siguientes elementos fue el resultado de unas investigaciones y pruebas menos pacíficas. Los elementos 99 y 100 surgieron en la primera explosión de una bomba de hidrógeno, la cual se llevó a cabo en el Pacífico, en noviembre de 1952. Aunque la existencia de ambos fue detectada en los restos de la explosión, no se confirmó ni se les dio nombres hasta después de que el grupo de investigadores de la Universidad de California obtuvo en su laboratorio, en 1955, pequeñas cantidades de ambos. Fueron denominados, respectivamente, «einstenio» y «fermio», en honor de Albert Einstein y Enrico Fermi, ambos, muertos unos meses antes. Después, los investigadores bombardearon una pequeña cantidad de «einstenio» y obtuvieron el elemento 101, al que denominaron «mendelevio», por Mendeléiev.

El paso siguiente llegó a través de la colaboración entre California y el Instituto Nobel de Suecia. Dicho instituto llevó a cabo un tipo muy complicado de bombardeo que produjo, aparentemente, una pequeña cantidad del elemento 102. Fue llamado «nobelio», en honor del Instituto; pero el experimento no ha sido confirmado. Se había obtenido con métodos distintos de los descritos por el primer grupo de investigadores. Mas, pese a que el «nobelio» no ha sido oficialmente aceptado como el nombre del elemento, no se ha propuesto ninguna otra denominación.

En 1961 se detectaron algunos átomos del elemento 103 en la Universidad de California, a los cuales se les dio el nombre de «laurencio» (por E. O. Lawrence, que había fallecido recientemente). En 1964, un grupo de científicos soviéticos, bajo la dirección de Georguéi Nikoláievich Flerov, informó sobre la obtención del elemento 104, y en 1965, sobre la del 105. En ambos casos, los métodos usados para formar los elementos no pudieron ser confirmados. El equipo americano dirigido por Albert Ghioso obtuvo también dichos elementos, independientemente de los soviéticos. Entonces se planteó la discusión acerca de la prioridad; ambos grupos reclamaban el derecho a dar nombre a los nuevos elementos. El grupo soviético llamó al elemento 104 «kurchatovio», en honor de Igor Vasilievich Kurchatov, el cual había dirigido al equipo soviético que desarrolló la bomba atómica rusa, y que murió en 1960. Por su parte, el grupo americano dio al elemento 104 el nombre de «rutherfordio», y al 105 el de «hahnio», en honor, respectivamente, de Ernest Rutherford y Otto Hahn, los cuales dieron las claves para los descubrimientos de la estructura subatómica.

Elementos superpesados

Cada paso en esta ascensión de la escala transuránida fue más difícil que el anterior. En cada estadio sucesivo, el elemento se hizo más difícil de acumular y más inestable. Cuando se llegó al mendelevio, la identificación tuvo que hacerse sobre la base de diecisiete átomos, y no más. Afortunadamente, las técnicas de detección de la radiación se mejoraron maravillosamente en 1955. Los científicos de Berkeley conectaban sus instrumentos a un avisador, con lo que, cada vez que se formaba un átomo de mendelevio, la radiación característica emitida quedaba anunciada por un grave y triunfante avisador de incendios. (De todos modos, el Departamento de extinción de incendios lo prohibió pronto...)

Los elementos superiores fueron detectados incluso en las condiciones más rarificadas. Un solo átomo de un elemento deseado puede detectarse al observar en detalle los productos de su desintegración.

¿Existe necesidad de tratar de llegar más lejos, más allá del 105, aparte del escalofrío propio de batir un récord y de dar el nombre de uno en el libro correspondiente como descubridor de un elemento? (Lavoisier, el mayor de todos los químicos, nunca consiguió ningún descubrimiento, y su fracaso le preocupó en extremo.)

Aún queda por hacer un importante y posible descubrimiento. El incremento en inestabilidad a medida que se asciende en la escala de los números atómicos es uniforme. El más complejo de los átomos estables es el bismuto (83). Detrás del mismo, los seis elementos del 84 al 89 inclusive son tan inestables que cualquier cantidad presente en el momento de la formación de la Tierra ya habría desaparecido en la actualidad. Y luego, y más bien sorprendentemente, sigue el torio (90) y el uranio (92), que son casi estables. Del torio y el uranio existentes en la Tierra en el momento de su formación, el 80 % del primero y el 50 % del último existen aún hoy. Los físicos han elaborado teorías de la estructura atómica para tener esto en cuenta (como explicaré en el capítulo siguiente); y si esas teorías son correctas, en ese caso los elementos 110 y 114 deberían ser más estables de lo que se esperaría de ellos dados sus elevados números atómicos. Por lo tanto, existe considerable interés en conseguir esos elementos, como una forma de comprobar las teorías.

En 1976, se produjo un informe de ciertos
halos
(marcas circulares negras en la mica) que indicarían la presencia de esos
elementos superpesados
. Los halos surgen de la radiación emitida por pequeñas cantidades de torio y uranio, pero existen unos halos un poco más allá de lo normal que deben surgir de unos átomos más energéticamente radiactivos que, sin embargo, son lo suficientemente estables como para haber persistido hasta los tiempos modernos. Y debía de tratarse de los superpesados. Por desgracia, las deducciones no se vieron apoyadas en general por los científicos, y dicha sugerencia fue olvidada. Los científicos siguen buscando.

Electrones

Cuando Mendeléiev y sus contemporáneos descubrieron que podían distribuir los elementos en una tabla periódica compuesta por familias de sustancias de propiedades similares, no tenían noción alguna acerca del porqué los elementos pertenecían a tales grupos o del motivo por el que estaban relacionadas las propiedades. De pronto surgió una respuesta simple y clara, aunque tras una larga serie de descubrimientos, que al principio no parecían tener relación con la Química.

Todo empezó con unos estudios sobre la electricidad. Faraday realizó con la electricidad todos los experimentos imaginables; incluso trató de enviar una descarga eléctrica a través del vacío. Mas no pudo conseguir un vacío lo suficientemente perfecto para su propósito. Pero en 1854, un soplador de vidrio alemán, Heinrich Geissler, inventó una bomba de vacío adecuada y fabricó un tubo de vidrio en cuyo interior iban electrodos de metal en un vacío de calidad sin precedentes hasta entonces. Cuando se logró producir descargas eléctricas en el «tubo de Geissler», comprobóse que en la pared opuesta al electrodo negativo aparecía un resplandor verde. El físico alemán Eugen Goldstein sugirió, en 1876, que tal resplandor verde se debía al impacto causado en el vidrio por algún tipo de radiación originada en el electrodo negativo, que Faraday había denominado «cátodo». Goldstein dio a la radiación el nombre de «rayos catódicos».

¿Eran los rayos catódicos una forma de radiación electromagnética? Goldstein lo creyó así; en cambio, lo negaron el físico inglés William Crookes y algunos otros, según los cuales, dichos rayos eran una corriente de partículas de algún tipo. Crookes diseñó versiones mejoradas del tubo de Geissler (llamadas «tubos Crookes»), con las cuales pudo demostrar que los rayos eran desviados por un imán. Esto quizá significaba que dichos rayos estaban formados por partículas cargadas eléctricamente.

En 1897, el físico Joseph John Thomson zanjó definitivamente la cuestión al demostrar que los rayos catódicos podían ser también desviados por cargas eléctricas. ¿Qué eran, pues, las «partículas» catódicas? En aquel tiempo, las únicas partículas cargadas negativamente que se conocían eran los iones negativos de los átomos. Los experimentos demostraron que las partículas de los rayos catódicos no podían identificarse con tales iones, pues al ser desviadas de aquella forma por un campo electromagnético, debían de poseer una carga eléctrica inimaginablemente elevada, o bien tratarse de partículas muy ligeras, con una masa mil veces más pequeña que la de un átomo de hidrógeno. Esta última interpretación era la que encajaba mejor en el marco de las pruebas realizadas. Los físicos habían ya intuido que la corriente eléctrica era transportada por partículas. En consecuencia, estas partículas de rayos catódicos fueron aceptadas como las partículas elementales de la electricidad. Se les dio el nombre de «electrones», denominación sugerida, en 1891, por el físico irlandés George Johnstone Stoney. Finalmente, se determinó que la masa del electrón era 1.837 veces menor que la de un átomo de hidrógeno. (En 1906, Thomson fue galardonado con el premio Nobel de Física por haber establecido la existencia del electrón.)

El descubrimiento del electrón sugirió inmediatamente que debía de tratarse de una subpartícula del átomo. En otras palabras, que los átomos no eran las unidades últimas indivisibles de la materia que habían descrito Demócrito y John Dalton.

Aunque costaba trabajo creerlo, las pruebas convergían de manera inexorable. Uno de los datos más convincentes fue la demostración, hecha por Thomson, de que las partículas con carga negativa emitidas por una placa metálica al ser incidida por radiaciones ultravioleta (el llamado «efecto fotoeléctrico»), eran idénticas a los electrones de los rayos catódicos. Los electrones fotoeléctricos debían de haber sido arrancados de los átomos del metal.

La periodicidad de la tabla periódica

Puesto que los electrones podían separarse fácilmente de los átomos, tanto por el efecto fotoeléctrico como por otros medios, era natural llegar a la conclusión de que se hallaban localizados en la parte exterior del átomo. De ser así, debía de existir una zona cargada positivamente en el interior del átomo, que contrarrestaría las cargas negativas de los electrones, puesto que el átomo, globalmente considerado, era neutro. En este momento, los investigadores empezaron a acercarse a la solución del misterio de la tabla periódica.

Separar un electrón de un átomo requiere una pequeña cantidad de energía. De acuerdo con el mismo principio, cuando un electrón ocupa un lugar vacío en el átomo, debe
ceder
una cantidad igual de energía. (La Naturaleza es generalmente simétrica, en especial cuando se trata de energía.) Esta energía es liberada en forma de radiación electromagnética. Ahora bien, puesto que la energía de la radiación se mide en términos de longitud de onda, la longitud de onda de la radiación emitida por un electrón que se une a un determinado átomo indicarán la fuerza con que el electrón es sujetado por este átomo. La energía de la radiación aumentaba al acortarse la longitud de onda: cuanto mayor es la energía, más corta es la longitud de onda.

Y con esto llegamos al descubrimiento, hecho por Moseley, de que los metales —es decir, los elementos más pesados— producen rayos X, cada uno de ellos con su longitud de onda característica, que disminuye de forma regular, a medida que se va ascendiendo en la tabla periódica. Al parecer, cada elemento sucesivo retenía sus electrones con más fuerza que el anterior, lo cual no es más que otra forma de decir que cada uno de ellos tiene una carga positiva más fuerte, en su región interna, que el anterior.

Suponiendo que, en un electrón, a cada unidad de carga positiva le corresponde una de carga negativa, se deduce que el átomo de cada elemento sucesivo de la tabla periódica debe tener un electrón más. Entonces, la forma más simple de formar la tabla periódica consiste en suponer que el primer elemento, el hidrógeno, tiene una unidad de carga positiva y un electrón; el segundo elemento, el helio, 2 cargas positivas y 2 electrones; el tercero, el litio, 3 cargas positivas y 3 electrones, y así, hasta llegar al uranio, con 92 electrones. De este modo, los números atómicos de los elementos han resultado ser el número de electrones de sus átomos.

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