Read Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas Online
Authors: Isaac Asimov
Ya en 1755, el químico escocés William Cullen había producido hielo al formar un vacío sobre ciertas cantidades de agua, ayudando a la rápida evaporación, que enfriaba el agua hasta el punto de congelación. Naturalmente, esto no podía competir con el hielo natural. Ni tampoco el proceso podía usarse indirectamente de una forma simple para enfriar los alimentos, puesto que se formaría hielo y obstruiría los conductos.
En la actualidad, un gas apropiado se licuefacta con un compresor y se le hace alcanzar la temperatura deseada. A continuación se le obliga a circular por un serpentín en torno a una cámara en donde se encuentran los alimentos. A medida que se evapora, retira el calor de la cámara. El gas que sale es de nuevo licuefactado por un compresor, se le enfría y se le hace circular. El proceso es continuo, y el calor es bombeado fuera de la cámara cerrada hasta la atmósfera exterior. El resultado es un
frigorífico
, que ha remplazado a las viejas
neveras de hielo
.
En 1834, un inventor norteamericano, Jacob Perkins, patentó (en Gran Bretaña) el empleo del éter como refrigerante. Otros gases, como el amoníaco y el dióxido de azufre empezaron también a emplearse. Todos estos refrigerantes tenían la desventaja de ser venenosos o inflamables. Sin embargo, en 1930, el químico estadounidense Thomas Midgley descubrió el diclorodifluormetano (CF
2
Cl
2
), mucho más conocido bajo su nombre registrado de «Freón». No es tóxico (como demostró Midgley llenándose de él los pulmones en público), es ininflamable y se adecúa a la perfección a estas funciones. Con el freón, la refrigeración doméstica se convirtió en algo extendido y popular.
(Aunque el freón y otros
fluorocarbonos
han demostrado en todo momento ser inofensivos para los seres humanos, las dudas comenzaron a presentarse, en la década de 1970, respecto a su efecto sobre la ozonosfera, tal y como se ha descrito en el capítulo anterior.)
La refrigeración también se aplica, moderadamente, en unos volúmenes mayores en el
acondicionamiento del aire
, así llamado porque el aire se
acondiciona
, es decir, se filtra y se deshumidifica. La primera unidad práctica de acondicionamiento del aire se diseñó en 1902 por el inventor norteamericano Willis Haviland Carrier y, después de la Segunda Guerra Mundial, el aire acondicionado se ha convertido en algo ampliamente difundido en las ciudades norteamericanas y de otros países.
Volvamos de nuevo a Thilorier. Añadió dióxido de carbono sólido en un líquido llamado
dietiléter
(más conocido hoy como anestésico, véase capítulo 11). El dietiléter tiene un punto bajo de ebullición y se evapora con rapidez. Entre él y la baja temperatura del dióxido de carbono sólido, que se sublima, se consigue una temperatura de –110 °C (163,2 K).
En 1845, Faraday volvió a la tarea de licuefactar gases bajo el efecto combinado de la baja temperatura y de la alta presión, empleando dióxido de carbono sólido y el dietiléter como mezcla enfriante. A pesar de esta mezcla y del empleo de unas presiones más elevadas que antes, había seis gases que no se licuefactaban. Se trataba del hidrógeno, el oxígeno, el nitrógeno, el monóxido de carbono, el óxido nítrico y el metano, por lo que les llamó
gases permanentes
. A esta lista podemos añadir cinco gases más que Faraday no conocía en su época. Uno de ellos era el flúor, y los otros cuatro son los gases nobles: helio, neón, argón y criptón.
Sin embargo, en 1869 el físico irlandés Thomas Andrews dedujo a partir de sus experimentos que todo gas poseía una
temperatura crítica
por encima de la cual no se podía licuefactar, ni siquiera bajo presión. Esta presunción fue más tarde vertida en una firme base teórica por el físico neerlandés Johannes van der Waals quien, como resultado de todo esto, consiguió el premio Nobel de Física en 1910.
Por lo tanto, para licuefactar cualquier gas se ha de estar seguro de que se trabaja a unas temperaturas por debajo del valor crítico, o en otro caso todo constituirá algo baldío. Se hicieron grandes esfuerzos para alcanzar unas temperaturas aún más bajas para conquistar a estos tozudos gases. Un método en
cascada
—bajar la temperatura paso a paso— demostró ser el truco mejor. En primer lugar, el dióxido de azufre licuefactado, enfriado a través de la evaporación, se empleó para licuefactar el dióxido de carbono; a continuación, el dióxido de carbono líquido se empleó para licuar un gas más resistente, etcétera. En 1977, el físico suizo Raoul Pictet consiguió finalmente licuefactar oxígeno, a una temperatura de –140 °C (133 K) y a una presión de 500 atmósferas (21.000 kg/cm
2
). El físico francés Louis Paul Caitellet, aproximadamente en la misma época, licuefacto no sólo el oxígeno sino también el nitrógeno y el monóxido de carbono. Naturalmente, esos líquidos hicieron posible el seguir adelante y el conseguir unas temperaturas aún más bajas. El punto de licuefacción del oxígeno a la presión ordinaria del aire se demostró a su debido tiempo que era la de –183 °C (90 K), la del monóxido de carbono, –190 °C (83 K), y la del nitrógeno, –195 °C (78 K).
En 1895, el ingeniero químico inglés William Hampson y el físico alemán Karl von Linde, independientemente, idearon una forma de licuefactar el aire a gran escala. El aire era primero comprimido y enfriado a temperaturas ordinarias. Luego se le dejaba expansionar y, en el proceso, quedaba por completo helado. Este aire helado se empleaba para bañar un contenedor de aire comprimido hasta que quedaba del todo frío. El aire comprimido se dejaba expansionar a continuación, con lo que se volvía aún más frío. Se repitió el proceso, consiguiendo cada vez un aire más y más frío, hasta que se licuefacto.
El aire líquido, en gran cantidad y barato, se separó con facilidad en oxígeno y nitrógeno líquidos. El oxígeno podía emplearse en lámparas de soldar y para fines médicos; el nitrógeno, también resultaba útil en estado inerte.
Así, las lámparas de incandescencia llenas de nitrógeno permitieron que los filamentos permaneciesen a unas temperaturas al rojo blanco durante mayores períodos de tiempo, antes de que la lenta evaporación del metal las destruyese, que de haber estado los mismos filamentos en bombillas a las que se hubiese hecho el vacío. El aire líquido podía emplearse asimismo como fuente para unos componentes menores, tales como el argón y otros gases nobles.
El hidrógeno resistió todos los esfuerzos para licuefactarlo hasta 1900. El químico escocés James Dewar llevó a cabo esta proeza al recurrir a una nueva estratagema. Lord Kelvin (William Thomson) y el físico inglés James Prescott Joule habían mostrado que, incluso en estado gaseoso, un gas podía enfriarse, simplemente, permitiéndole expansionarse e impidiendo que el calor se filtre en el gas desde el exterior, siempre y cuando la temperatura sea lo suficientemente baja como para iniciar el proceso. Entonces, Dewar enfrió el hidrógeno comprimido hasta una temperatura de –200 °C en una vasija rodeada de nitrógeno líquido, dejando que este superfrígido hidrógeno se expansionase y se enfriara aún más, repitiendo el ciclo una y otra vez, haciendo pasar el hidrógeno cada vez más frío por unos conductos. El hidrógeno comprimido, sometido a este
efecto Joule-Thomson
, se hizo finalmente líquido a una temperatura de unos –240 °C (33 K). A temperaturas aún inferiores, Dewar consiguió obtener hidrógeno sólido.
Para conservar estos líquidos superenfriados, ideó unos frascos especiales revestidos de plata. Se les dotó de una doble pared en medio de la cual se había hecho el vacío. El calor no se pierde (o se gana) a través del vacío más que con ayuda de un proceso comparativamente lento de radiación, y el revestimiento de plata reflejaba la radiación entrante (o, pongamos por caso, saliente). Esos
frascos Dewar
son el antepasado directo de los termos domésticos.
Con la llegada de los cohetes, los gases licuefactados consiguieron niveles aún mayores de popularidad. Los cohetes requerían una reacción química en extremo rápida, que contuviese grandes cantidades de energía. El tipo más conveniente de combustible era uno líquido, como el alcohol o el queroseno, y oxígeno líquido. El oxígeno, o algún agente oxidante alternativo, debe llevarse en el cohete en todo caso, porque el cohete queda desprovisto de cualquier suplemento natural de oxígeno cuando abandona la atmósfera. Y el oxígeno debe encontrarse en forma líquida, puesto que los líquidos son más densos que los gases, y puede albergarse en los depósitos de combustible más oxígeno en forma líquida que en forma gaseosa. Por consiguiente, el oxígeno líquido ha sido muy solicitado para todo lo relacionado con los cohetes.
La efectividad de una mezcla de combustible y oxidante se mide por el llamado «impulso específico» el cual representa el número de kilos de empuje producidos por la combustión de 1 kg de la mezcla de combustible-oxidante por segundo. Para una mezcla de queroseno y oxígeno, el impulso específico es igual a 121. Puesto que la carga máxima que un cohete puede transportar depende del impulso específico, se buscaron combinaciones más eficaces. Desde este punto de vista, el mejor combustible químico es el hidrógeno líquido. Combinado con oxígeno líquido, puede dar un impulso específico igual a 175 aproximadamente. Si el ozono o el flúor líquidos pudiesen usarse igual que el oxígeno, el impulso específico podría elevarse hasta 185.
Ciertos metales ligeros, como el litio, el boro, el magnesio, el aluminio y, particularmente, el berilio, liberan más energía o se combinan con más oxígeno de lo que hace incluso el hidrógeno. Sin embargo, algunos de ellos son raros, y todos implican dificultades técnicas en su quemado, dificultades provenientes de la carencia de humos, de los depósitos de óxido, etcétera.
También existen combustibles sólidos que hacen las veces de sus propios oxidantes (como la pólvora, que fue el primer propelente de los cohetes, pero mucho más eficiente). Tales combustibles se denominan
monopropelentes
, puesto que no necesitan recurrir al suplemento o al oxidante y son por sí mismos el propelente requerido. Los combustibles que también precisan de oxidantes son los
bipropelentes
. Los monopropelentes se guardan y utilizan con facilidad, y arden de una forma rápida pero controlada. La dificultad principal radica, probablemente, en desarrollar un monopropelente con un impulso específico que se aproxime al de los bipropelentes.
Otra posibilidad la constituye el hidrógeno atómico, como el que empleó Langmuir en su soplete. Se ha calculado que el motor de un cohete que funcionase mediante la recombinación de átomos de hidrógeno para formar moléculas, podría desarrollar un impulso específico de más de 650. El problema principal radica en cómo almacenar el hidrógeno atómico. Hasta ahora, lo más viable parece ser un rápido y drástico enfriamiento de los átomos libres, inmediatamente después de formarse éstos. Las investigaciones realizadas en el «National Bureau of Standards» parecen demostrar que los átomos de hidrógeno libre quedan mejor preservados si se almacenan en un material sólido a temperaturas extremadamente bajas —por ejemplo, oxígeno congelado o argón—. Si se pudiese conseguir que apretando un botón —por así decirlo— los gases congelados empezasen a calentarse y a evaporarse, los átomos de hidrógeno se liberarían y podrían recombinarse. Si un sólido de este tipo pudiese conservar un 10 % de su peso en átomos libres de hidrógeno, el resultado sería un combustible mejor que cualquiera de los que poseemos actualmente. Pero, desde luego, la temperatura tendría que ser muy baja, muy inferior a la del hidrógeno líquido. Estos sólidos deberían ser mantenidos a temperaturas de –272 °C, es decir, a un solo grado por encima del cero absoluto.
Otra solución radica en la posibilidad de impulsar los iones en sentido retrógrado (en vez de los gases de salida del combustible quemado). Cada uno de los iones, de masa pequeñísima, produciría impulsos pequeños, pero continuados, durante largos períodos de tiempo. Así, una nave colocada en órbita por la fuerza potente —aunque de breve duración— del combustible químico, podría, en el espacio —medio virtualmente libre de fricción—, ir acelerando lentamente, bajo el impulso continuo de los iones, hasta alcanzar casi la velocidad de la luz. El material más adecuado para tal impulso iónico es el cesio, la sustancia que más fácilmente puede ser forzada a perder electrones y a formar el ion de cesio. Luego puede crearse un campo eléctrico para acelerar el ion de cesio y dispararlo por el orificio de salida del cohete.
Pero volvamos al mundo de las bajas temperaturas. Ni siquiera la licuefacción y la solidificación del hidrógeno constituyen la victoria final. En el momento en que se logró dominar el hidrógeno, se habían descubierto ya los gases inertes, el más ligero de los cuales, el helio, se convirtió en un bastión inexpugnable contra la licuefacción a las más bajas temperaturas obtenibles. Finalmente, en 1908, el físico holandés Heike Kammerlingh Onnes consiguió dominarlo. Dio un nuevo impulso al sistema Dewar. Empleando hidrógeno líquido, enfrió bajo presión el gas de helio hasta –255 °C aproximadamente y luego dejó que el gas se expandiese para enfriarse aún más. Este método le permitió licuar el gas. Luego, dejando que se evaporase el helio líquido, consiguió la temperatura a la que podía ser licuado el helio bajo una presión atmosférica normal, e incluso a temperaturas de hasta –272,3 °C. Por su trabajo sobre las bajas temperaturas, Onnes recibió el premio Nobel de Física en 1913. (Hoy es algo muy simple la licuefacción del helio. En 1947, el químico americano Samuel Cornette Collins inventó el «criostato», con el cual, por medio de compresiones y expansiones alternativas, puede producir hasta 34 litros de helio líquido por hora.) Sin embargo, Onnes hizo mucho más que obtener nuevos descensos en la temperatura. Fue el primero en demostrar que a estos niveles existían propiedades únicas de la materia.
Una de estas propiedades es el extraño fenómeno denominado «superconductividad». En 1911, Onnes estudió la resistencia eléctrica del mercurio a bajas temperaturas. Esperaba que la resistencia a una corriente eléctrica disminuiría constantemente a medida que la desaparición del calor redujese las vibraciones normales de los átomos en el metal. Pero a –268,88 °C desapareció súbitamente la resistencia eléctrica del mercurio. Una corriente eléctrica podía cruzarlo sin pérdida alguna de potencia. Pronto se descubrió que otros metales podían también transformarse en superconductores. Por ejemplo, el plomo lo hacía a –265,78 °C. Una corriente eléctrica de varios centenares de amperios —aplicada a un anillo de plomo mantenido en dicha temperatura por medio del helio líquido— siguió circulando a través de este anillo durante dos años y medio, sin pérdida apreciable de intensidad.