Read Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas Online
Authors: Isaac Asimov
Comparativamente, el nitrógeno es un gas inerte, o sea, que no se combina rápidamente con otras sustancias. Sin embargo, puede ser forzado a combinarse, por ejemplo, calentándolo con metal de magnesio, lo cual da nitrato de magnesio sólido. Años después del descubrimiento de Lavoisier, Henry Cavendish intentó consumir la totalidad del nitrógeno combinándolo con oxígeno, bajo la acción de una chispa eléctrica. No tuvo éxito. Hiciera lo que hiciese, no podía liberarse de una pequeña burbuja de gas residual, que representaba menos del 1 % del volumen original. Cavendish pensó que éste podría ser un gas desconocido, incluso más inerte que el nitrógeno. Pero como no abundan los Cavendish, el rompecabezas permaneció como tal largo tiempo, sin que nadie intentara solucionarlo, de modo que la naturaleza de este aire residual no fue descubierta hasta un siglo más tarde.
En 1882, el físico británico John W. Strutt (Lord Rayleigh) comparó la densidad del nitrógeno obtenido a partir de ciertos productos químicos, y descubrió, con gran sorpresa, que el nitrógeno del aire era definitivamente más denso. ¿Se debía esto a que el gas obtenido a partir del aire no era puro, sino que contenía pequeñas cantidades de otro más pesado? Un químico escocés, Sir William Ramsay, ayudó a Lord Rayleigh a seguir investigando la cuestión. Por aquel entonces contaban ya con la ayuda de la espectroscopia. Al calentar el pequeño residuo de gas que quedaba tras la combustión del nitrógeno y examinarlo al espectroscopio, encontraron una nueva serie de líneas brillantes, líneas que no pertenecían a ningún elemento conocido. Este nuevo y muy inerte elemento recibió el nombre de «argón» (del término griego que significa «inerte»).
El argón suponía casi la totalidad del 1 % del gas desconocido contenido en el aire. Pero seguían existiendo en la atmósfera diversos componentes, cada uno de los cuales constituía sólo algunas partes por millón. Durante la década de 1890, Ramsay descubrió otros cuatro gases inertes: «neón» (nuevo), «criptón» (escondido), «xenón» (extranjero) y «helio»», gas este último cuya existencia en el Sol se había descubierto unos 30 años antes. En décadas recientes, el espectroscopio de rayos infrarrojos ha permitido descubrir otros tres: el óxido nitroso («gas hilarante»), cuyo origen se desconoce; el metano, producto de la descomposición de la materia orgánica y el monóxido de carbono. El metano es liberado por los pantanos, y se ha calculado que cada año se incorporan a la atmósfera unos 45 millones de toneladas de dicho gas, procedentes de los gases intestinales de los grandes animales. El monóxido de carbono es, probablemente, de origen humano, resultante de la combustión incompleta de la madera, carbón, gasolina, etc.
Desde luego, todo esto se refiere a la composición de las capas más bajas de la atmósfera. ¿Qué sucede en la estratosfera? Teisserenc de Bort creía que el helio y el hidrógeno podrían existir allí en determinada cantidad, flotando sobre los gases más pesados subyacentes. Estaba en un error. A mediados de la década de 1930, los tripulantes de globos rusos trajeron de la estratosfera superior muestras de aire demostrativas de que estaba constituida por oxígeno y nitrógeno en la misma proporción de 1 a 4 que se encuentra en la troposfera.
Pero había razones para creer que en la atmósfera superior existían algunos gases poco corrientes, y una de tales razones era el fenómeno llamado «claridad nocturna». Se trata de una débil iluminación general de todo el cielo nocturno, incluso en ausencia de la Luna. La luz total de la claridad nocturna es mucho mayor que la de las estrellas, pero tan difusa que no puede apreciarse, excepto con los instrumentos fotodetectores empleados por los astrónomos.
La fuente de esta luz había sido un misterio durante muchos años. En 1928, el astrónomo V. M. Slipher consiguió detectar en la claridad nocturna algunas líneas espectrales, que habían sido ya encontradas en las nebulosas por William Huggins en 1864 y que se pensaba podían representar un elemento poco común, denominado «nebulio». En 1927, y en experimentos de laboratorios, el astrónomo americano Ira Sprague Bowen demostró que las líneas provenían del «oxígeno atómico», es decir, oxígeno que existía en forma de átomos aislados y que no estaba combinado en la forma normal como molécula de dos átomos. Del mismo modo, se descubrió que otras extrañas líneas espectrales de la aurora representaban nitrógeno atómico. Tanto el oxígeno atómico como el nitrógeno atómico de la atmósfera superior son producidos por la radiación solar, de elevada energía, que escinde las moléculas en átomos simples, lo cual fue sugerido ya, en 1931, por Sydney Chapman. Afortunadamente, esta radiación de alta energía es absorbida o debilitada antes de que llegue a la atmósfera inferior.
Por tanto, la claridad nocturna —según Chapman— proviene de la nueva unión, durante la noche, de los átomos separados durante el día por la energía solar. Al volverse a unir, los átomos liberan parte de la energía que ha absorbido en la división, de tal modo que la claridad nocturna es una especie de renovada emisión de luz solar, retrasada y muy débil, en una forma nueva y especial. Los experimentos realizados con cohetes en la década de 1950 suministraron pruebas directas de que esto ocurre así. Los espectroscopios que llevaban los cohetes registraron las líneas verdes del oxígeno atómico con mayor intensidad a 96 km de altura. Sólo una pequeña proporción de nitrógeno se encontraba en forma atómica, debido a que las moléculas de este gas se mantienen unidas más fuertemente que las del oxígeno; aun así, la luz roja del nitrógeno atómico seguía siendo intensa a 144 km de altura.
Slipher había encontrado también en la claridad nocturna líneas sospechosamente parecidas a las que emitía el sodio. La presencia de éste pareció tan improbable, que se descartó el asunto como algo enojoso. ¿Qué podía hacer el sodio en la atmósfera superior? Después de todo no es un gas, sino un metal muy reactivo, que no se encuentra aislado en ningún lugar de la Tierra. Siempre está combinado con otros elementos, la mayor parte de las veces en forma de cloruro de sodio (sal común). Pero en 1938, los científicos franceses establecieron que las líneas en cuestión eran, sin lugar a dudas, idénticas a las de sodio. Fuera o no probable, tenía que haber sodio en la atmósfera superior. Los experimentos realizados nuevamente con cohetes dieron la clave para la solución: sus espectroscopios registraron inconfundiblemente la luz amarilla del sodio, y con mucha más fuerza, a unos 88 km de altura. De dónde proviene este sodio, sigue siendo un misterio; puede proceder de la neblina formada por el agua del océano o quizá de meteoros vaporizados. Más sorprendente aún fue el descubrimiento, en 1958, de que el litio —un pariente muy raro del sodio— contribuía a la claridad nocturna.
En 1956, un equipo de científicos norteamericanos, bajo la dirección de Murray Zelikov, produjo una claridad nocturna artificial. Dispararon un cohete que, a 96 km de altura, liberó una nube de gas de óxido nítrico, el cual aceleró la nueva combinación de átomos de oxígeno en la parte superior de la atmósfera. Observadores situados en tierra pudieron ver fácilmente el brillo que resultaba de ello. También tuvo éxito un experimento similar realizado con vapor de sodio: originó un resplandor amarillo claramente visible. Cuando los científicos soviéticos lanzaron hacia nuestro satélite el
Lunik III
, en octubre de 1959, dispusieron las cosas de forma que expulsara una nube de vapor de sodio como señal visible de que había alcanzado su órbita.
A niveles más bajos de la atmósfera, el oxígeno atómico desaparece, pero la radiación solar sigue teniendo la suficiente energía como para formar la variedad de oxígeno triatómico llamada «ozono». La concentración de ozono alcanza su nivel más elevado a 24 km de altura. Incluso aquí, en lo que se llama «ozonosfera» (descubierta en 1913 por el físico francés Charles Fabry), constituye sólo una parte en 4 millones de aire, cantidad suficiente para absorber la luz ultravioleta y proteger así la vida en la Tierra.
El ozono está formado por la combinación del oxígeno de un solo átomo con las moléculas ordinarias de oxígeno (de dos átomos). El ozono no se acumula en grandes cantidades, puesto que es inestable. La molécula de tres átomos puede romperse con facilidad en la forma mucho más estable de dos átomos a través de la acción de la luz solar, por el óxido de nitrógeno que se presenta de forma natural en pequeñas cantidades en la atmósfera y por otros productos químicos. El equilibrio entre la formación y la destrucción deja, siempre en la ozonosfera, la pequeña concentración a la que nos hemos referido; y su escudo contra los rayos ultravioleta del Sol (que destruiría gran parte de las delicadas moléculas tan esenciales para el tejido vivo), ha protegido la vida desde que el oxígeno penetró por primera vez en grandes cantidades en la atmósfera terrestre.
La ozonosfera no está muy por encima de la tropopausa y varía en altura de la misma manera, siendo más baja en los polos y más elevada en el ecuador. La ozonosfera es más rica en ozono en los polos y más pobre en el ecuador, donde el efecto destructor de la luz solar es más elevado.
Sería peligroso si la tecnología humana llegase a producir una aceleración de la ruptura del ozono en la atmósfera superior y debilitase el escudo de la ozonosfera. El debilitamiento del mencionado escudo incrementaría la incidencia ultravioleta en la superficie terrestre, lo cual, a su vez, aumentaría la incidencia del cáncer de piel, especialmente entre las personas de piel clara. Se ha estimado que una reducción del 5 % del escudo de ozono acarrearía 500.000 casos adicionales de cáncer de piel cada año, en todo el mundo en general. La luz ultravioleta, si aumentase en concentración, también afectaría a la vida microscópica
(plancton)
en la superficie del mar con posibles consecuencias fatales, dado que el plancton forma la base de la cadena alimentaria en el mar y, hasta cierto punto, también en tierra.
Existe en realidad cierto peligro de que la tecnología humana afecte a la ozonosfera. De una forma creciente, los aviones de reacción vuelan a través de la estratosfera, y los cohetes se abren camino por toda la atmósfera y por el espacio. Los productos químicos vertidos en la atmósfera superior por los tubos de escape de los mencionados vehículos pueden, concebiblemente, acelerar la ruptura del ozono. La posibilidad fue empleada como un argumento contra el desarrollo de aviones supersónicos a principios de la década de los setenta.
En 1974, se encontró de forma inesperada que los esprays constituyen un posible peligro. Esos recipientes albergan freón (un gas del que volveré a hablar en este libro) como fuente de presión para hacer salir el contenido de los recipientes (atomizadores para el cabello, desodorantes, ambientadores del aire, y cosas de este tipo) en un fino chorro pulverizado. El mismo freón es, químicamente, tan inofensivo como quepa imaginar en un gas: incoloro, inodoro, inerte, sin reacciones, y sin ningún efecto sobre los seres humanos. Unos 800 millones de kilos fueron liberados a la atmósfera a partir de atomizadores y otros utensilios cada año en el momento en que se señaló su posible peligro.
El gas, al no reaccionar con nada, se extiende lentamente a través de la atmósfera y finalmente alcanza la ozonosfera, donde puede servir para acelerar la ruptura del ozono. Esta posibilidad fue sugerida sobre la base de pruebas de laboratorio. El que actúe de esta forma en las condiciones de las capas superiores de la atmósfera es en cierto modo inseguro, pero la posibilidad representa un gran peligro que no puede descartarse a la ligera. El uso de recipientes de espray con freón ha decrecido en gran manera desde que comenzara esta discusión.
Sin embargo, el freón se emplea aún en mayor extensión en acondicionadores de aire y en refrigeración, donde es imposible prescindir de él o remplazarle. Así, la ozonosfera sigue pendiente del azar puesto que, una vez formado, el freón es proclive más pronto o más tarde a descargarse en la atmósfera.
El ozono no es el único constituyente atmosférico que es más importante a grandes alturas que en las proximidades de la superficie. Posteriores experimentos con cohetes mostraron que las especulaciones de Teisserenc de Bort, referentes a las capas de helio y de hidrógeno, no estaban equivocadas, sino meramente mal ubicadas. De 350 a 900 kilómetros hacia arriba, donde la atmósfera es tan tenue que linda casi con el vacío, existe una capa de helio, región a la que ahora se llama
heliosfera
. La existencia de esta capa de helio fue deducida por primera vez en 1961, por el físico belga Marcel Nicolet, a causa de la resistencia encontrada por el satélite
Echo I
. Esta deducción fue confirmada por el análisis del tenue gas que rodeó al
Explorer XVII
, lanzado el 2 de abril de 1963.
Por encima de la heliosfera existe una aún más tenue capa de hidrógeno, la
protosfera
, que puede extenderse hacia arriba hasta unos 60.000 kilómetros antes de extinguirse del todo en la densidad general del espacio interplanetario.
Las elevadas temperaturas y la radiación energética hacen algo más que forzar a los átomos a separarse en nuevas combinaciones. Pueden mellar los electrones de los átomos y de esta forma
ionizar
los átomos. Lo que queda del átomo se llama
ion
y difiere de un átomo ordinario en poseer una carga eléctrica. La palabra
ion
, fue acuñada en primer lugar en los años 1930 por el estudioso inglés William Whewell, y procede de una voz griega que significa «viajero». En su origen se apoyó en el hecho de que, cuando una corriente eléctrica pasa a través de una solución que contiene iones, los iones cargados positivamente viajan en una dirección y los iones cargados negativamente en la otra.
Un joven estudiante de Química sueco, Svante August Arrhenius, fue el primero en sugerir que los iones eran átomos cargados, lo cual explicaría el comportamiento de ciertas soluciones conductoras de corriente eléctrica. Sus teorías —expuestas en 1884 en su tesis doctoral de Ciencias— eran tan revolucionarias, que el tribunal examinador mostró cierta reticencia a la hora de concederle el título. Aún no se habían descubierto las partículas cargadas en el interior del átomo, por lo cual parecía ridículo el concepto de un átomo cargado eléctricamente. Arrhenius consiguió su doctorado, pero con una calificación mínima.
Cuando se descubrió el electrón, a últimos de la década de 1890, la teoría de Arrhenius adquirió de pronto un sentido sorprendente. En 1903 fue galardonado con el Premio Nobel de Química por la misma tesis que 19 años antes casi le costara su doctorado. (Debo admitir que esto parece el guión de una película, pero la historia de la Ciencia contiene muchos episodios que harían considerar a los guionistas de Hollywood como faltos de imaginación.)