Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (50 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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Magnetosferas planetarias

Naturalmente, los científicos tuvieron curiosidad por averiguar si existía un cinturón de radiaciones en los cuerpos celestes distintos a la Tierra. Si la teoría de Elsasser era correcta, un cuerpo planetario debería cumplir dos requerimientos a fin de poseer una magnetosfera apreciable: debe existir un núcleo líquido y eléctricamente conductor, en que pueda establecerse este remolino. Por ejemplo, la Luna es de baja densidad y lo suficientemente pequeña como para no ser muy cálida en su centro, y casi ciertamente no contiene ningún núcleo metálico en fusión. Y aunque así fuese, la Luna gira demasiado despacio para establecer un remolino. Por lo tanto, la Luna no debía tener un campo magnético de cualquier consideración en amplios núcleos. Sin embargo, por clara que pudiese ser dicha deducción, siempre ayuda practicar una medición directa, y las sondas de cohetes pueden llevar a cabo con facilidad semejantes mediciones.

En efecto, las primeras sondas lunares, las
Lunik I
lanzadas por los soviéticos (2 de enero de 1959) y
Lunik II
(setiembre de 1959), no encontraron señales de cinturones de radiación en la Luna, y el descubrimiento fue confirmado a partir de entonces en cualquier tipo de enfoque de la Luna.

Venus es un caso más interesante. Tiene casi igual masa y es casi tan densa como la Tierra, y ciertamente debe poseer un núcleo metálico líquido parecido al terrestre. Sin embargo, Venus gira con gran lentitud, incluso más lentamente que la Luna. La sonda de Venus,
Mariner II
, en 1962, y todas las sondas venusinas desde entonces han estado de acuerdo en que, virtualmente, Venus carece de campo magnético. Éste (resultante posiblemente de los efectos conductores de la ionosfera de su densa atmósfera) es ciertamente de menos de 1/20.000 respecto de la intensidad del de la Tierra.

Mercurio es también denso y debe de tener un núcleo metálico, pero, al igual que Venus, gira muy lentamente. El
Mariner X
, que pasó rozando Mercurio en 1973 y en 1974, detectó un débil campo magnético, en cierto modo más fuerte que el de Venus, y sin atmósfera como elemento coadyuvante. Por débil que sea, el campo magnético de Mercurio es demasiado fuerte como para adscribirse al efecto Elsasser. Tal vez a causa del tamaño de Mercurio (considerablemente menor que el de Venus o el de la Tierra), su núcleo metálico está lo suficientemente frío como para ser ferromagnético y poseer alguna ligera propiedad como imán permanente. No obstante, no podemos aún decir si es de este modo.

Marte gira razonablemente de prisa, pero es más pequeño y menos denso que la Tierra. Probablemente no posee un núcleo metálico líquido de cualquier tamaño, pero incluso uno muy pequeño puede producir algún efecto, y Marte parece tener un pequeño campo magnético, más fuerte que el de Venus aunque mucho más débil que el de la Tierra.

Júpiter es algo muy distinto. Su masa gigante y su rápida rotación podrían hacer de él un obvio candidato a poseer un campo magnético, si fuesen ciertos los conocimientos de las características conductoras de su núcleo. Sin embargo, en 1955, cuando tales conocimientos no existían y las sondas no se habían aún construido, dos astrónomos norteamericanos, Bernard Burke y Kenneth Franklin, detectaron ondas de radio desde Júpiter que no eran térmicas: es decir, que no surgían meramente por efectos de la temperatura. Debían aparecer por alguna otra causa, tal vez por partículas de alta energía atrapadas en un campo magnético. En 1959, Donald Drake interpretó así las ondas de radio procedentes de Júpiter.

Las primeras sondas de Júpiter,
Pioneer X
y
Pioneer XI
, dieron una amplia confirmación de la teoría. No tuvieron problemas en detectar un campo magnético (en comparación con el de la Tierra, resultó gigantesco), incluso mucho más de lo que se esperaba en este enorme planeta. La magnetosfera de Júpiter es unas 1.200 veces mayor que la de la Tierra. Si fuese visible al ojo, llenaría una zona del cielo (tal y como lo vemos desde la Tierra) que sería varias veces mayor que cuando se nos aparece la Luna. La magnetosfera de Júpiter es 19.000 veces más intensa que la de la Tierra, y si unos navios espaciales tripulados consiguen alguna vez llegar hasta el planeta, constituiría una barrera mortífera para una aproximación más cercana, incluyendo a la mayoría de los satélites galileanos.

Saturno posee asimismo un intenso campo magnético, uno intermedio en tamaño entre el de Júpiter y el de la Tierra. No podemos decirlo aún a través de una observación directa, pero parece razonable suponer que Urano y Neptuno también poseen campos magnéticos que pueden ser más potentes que el de la Tierra. En todos los gigantes gaseosos, la naturaleza de un núcleo líquido y conductor, sería o bien de metal líquido o de hidrógeno metálico líquido, este último con mayor seguridad en el caso de Júpiter y Saturno.

Meteoros y meteoritos

Ya los griegos sabían que las «estrellas fugaces» no eran estrellas en realidad, puesto que, sin importar cuántas cayesen, su número permanecía invariable. Aristóteles creía que una estrella fugaz, como fenómeno temporal, debía de producirse en el interior de la atmósfera (y esta vez tuvo razón). En consecuencia, estos objetos recibieron el nombre de «meteoros», o sea, «cosas en el aire». Los meteoros que llegan a alcanzar la superficie de la Tierra se llaman «meteoritos».

Los antiguos presenciaron algunas caídas de meteoritos y descubrieron que eran masas de hierro. Se dice que Hiparco de Nicea informó sobre una de estas caídas. Según los musulmanes, la Kaaba la piedra negra de La Meca, es un meteorito que debe su carácter sagrado a su origen celeste. Por su parte,
La Ilíada
menciona una masa de hierro tosco, ofrecida como uno de los premios en los juegos funerarios en honor de Patroclo. Debió de haber sido de origen meteórico, puesto que en aquellos tiempos se vivía aún en la Edad del Bronce y no se había desarrollado la metalurgia del hierro. En realidad, en épocas tan lejanas como el año 3000 a. de J.C. debió de emplearse hierro meteórico.

Durante el siglo XVIII, en pleno auge de la Ilustración, la Ciencia dio un paso atrás en este sentido. Los que desdeñaban la superstición se reían de las historias de las «piedras que caían del cielo». Los granjeros que se presentaron en la Academia Francesa con muestras de meteoritos, fueron despedidos cortésmente, aunque con visible impaciencia. Cuando, en 1807, dos estudiantes de Connecticut declararon que habían presenciado la caída de un meteorito, el presidente, Thomas Jefferson —en una de sus más desafortunadas observaciones—, afirmó que estaba más dispuesto a aceptar que los profesores yanquis mentían, que el que las piedras cayesen del cielo.

Sin embargo, el 13 de noviembre de 1833, Estados Unidos se vieron sometidos a una verdadera lluvia de meteoros del tipo llamado «leónidas» porque, al parecer, proceden de un punto situado en la constelación de Leo. Durante algunas horas, el cielo se convirtió en un impresionante castillo de fuegos artificiales. Se dice que ningún meteorito llegó a alcanzar la superficie de la Tierra, pero el espectáculo estimuló el estudio de los meteoros, y, por vez primera, los astrónomos lo consideraron seriamente.

Hace unos años, el químico sueco Jóns Jakob Berzelius se trazó un programa para el análisis químico de los meteoritos. Tales análisis han proporcionado a los astrónomos una valiosa información sobre la edad general del Sistema Solar e incluso sobre la composición química del Universo.

Meteoros

Anotando las épocas del año en que caía mayor número de meteoros, así como las posiciones del cielo de las que parecían proceder, los observadores pudieron trazar las órbitas de diversas nubes de meteoros. De este modo se supo que las lluvias de tales objetos estelares se producían cuando la órbita de la Tierra interceptaba la de una nube de meteoros.

¿Es posible que estas nubes de meteoros sean, en realidad, los despojos de cometas desintegrados?

Cuando semejante polvo cometario penetra en la atmósfera, puede llevar a cabo una enorme exhibición, como' ya sucediera en 1833. Una estrella fugaz tan brillante como Venus penetra en la atmósfera como una mota que sólo pesa 1 gramo. Y algunos meteoros visibles no llegan ni a 1/10.000 de esta masa.

El número total de meteoros que alcanzan la atmósfera de la Tierra puede calcularse, y ha demostrado ser increíblemente amplio. Cada día existen más de 20.000 que pesan, por lo menos, 1 gramo, y casi 200 millones más lo suficientemente grandes como para formar un resplandor visible al ojo desnudo, y muchos miles de millones más de tamaños más reducidos.

Conocemos esos muy pequeños micrometeoros porque el aire se ha descubierto que contiene partículas de polvo de unas formas desacostumbradas y con un elevado contenido en níquel, muy diferente al polvo terrestre. Otra evidencia de la presencia de micrometeoros en vastas cantidades radica en el leve resplandor en los cielos llamado
luz zodiacal
(que fue descubierto por primera vez hacia 1700 por G. D. Cassini), así llamado porque es evidente sobre todo en las proximidades del plano de la órbita terrestre, donde se presentan las constelaciones del zodíaco. La luz zodiacal es muy poco luminosa y no puede verse siquiera en una noche sin luna, a menos que las condiciones sean favorables. Es más brillante cerca del horizonte donde el Sol se pone, o está a punto de salir, y en el lado contrario del firmamento, donde existe una iluminación secundaria llamada el
Gegenscien
(voz alemana para «luz opuesta»). La luz zodiacal difiere del resplandor del aire: su espectro no tiene líneas de oxígeno atómico o de sodio atómico, pero es únicamente luz solar reflejada y nada más. El agente reflectante responsable es el polvo concentrado en el espacio en el plano de las órbitas planetarias: en resumen, de los micrometeoros. Su número y tamaño pueden estimarse a partir de la intensidad de la luz zodiacal.

Los micrometeoros se cuentan en la actualidad con una nueva precisión por medio de satélites como el
Explorer XVI
, lanzado en diciembre de 1962, y el
Pegasus I
, lanzado el 16 de febrero de 1965. Para detectarlos, algunos de los satélites se hallan recubiertos con bandas de un material sensible que señala cada golpe de meteorito a través de una carga en la resistencia eléctrica. Otros registran estos impactos a través de unos micrófonos sensibles detrás de la cobertura, y que captan los sonidos claros y metálicos. Los conteos del satélite han indicado que unas 3.000 toneladas de materia meteórica penetran cada día en nuestra atmósfera, y las cinco sextas partes de la misma consisten en micrometeoros demasiado pequeños para detectarse como estrellas fugaces. Ésos micrometeoros pueden formar una tenue nube de polvo encima de la Tierra, que se extiende, en decreciente densidad, durante unos

160.000 kilómetros, más o menos, antes de desvanecerse en la usual densidad de materia en el espacio interplanetario.

La sonda de Venus
Mariner II
mostró que la concentración de polvo en el espacio es sólo de 1/10.000 de la concentración cerca de la Tierra, que parece ser el centro de una esfera de polvo. Fred Whipple sugiere que la Luna puede ser la fuente de la nube, y que el polvo surgiría de la superficie lunar a causa de los impactos de meteoritos que ha de resistir.

El geógrafo Hans Petterson, que ha estado particularmente interesado en el polvo meteórico, tomó algunas muestras de aire, en 1957, en la cumbre de una montaña en Hawai, que se encontraba muy alejada de las zonas de producción de polvo industrial, respecto de lo que se puede conseguir en la Tierra. Sus descubrimientos le permitieron averiguar que unos 5 millones de toneladas de polvo meteórico caen cada año sobre la Tierra. (Existe una medición similar por parte de James M. Rosen, en 1964, empleando instrumentos llevados a bordo de globos, y que da unas cifras de 4 millones de toneladas, aunque algunos otros encuentran razonable situar las cifras en sólo unas 100.000 toneladas al año.) Hans Petterson trató de conseguir una idea acerca de la caída en el pasado, analizando núcleos extraídos del fondo oceánico, de un polvo muy rico en níquel. Descubrió que, en conjunto, existía más de todo ello en los sedimentos superiores que en los inferiores; así, aunque la evidencia sea aún escasa, el índice de bombardeo meteórico puede haber aumentado en épocas recientes. Este polvo meteórico puede ser de directa importancia para todos nosotros, pues, según una teoría adelantada por el físico australiano Edward George Bowen, en 1953, este polvo sirve como núcleo para las gotas de agua. De ser así, la pauta de las lluvias terrestres reflejaría los aumentos y disminuciones en la intensidad con que.nos bombardean los micrometeoritos.

Meteoritos

Ocasionalmente, trozos de materia de un grosor como pequeñas partículas de grava, incluso sustancialmente mayores, penetran en la atmósfera de la Tierra. Pueden ser del tamaño suficiente como para sobrevivir al calor de la resistencia del aire mientras se precipitan a través de la atmósfera a una velocidad de 12 a 65 kilómetros por segundo, llegando al suelo. Ésos, como ya he mencionado antes, son los meteoritos. Tales meteoritos se cree que son pequeños asteroides, específicamente los rozadores de la Tierra, que se han acercado demasiado y han sufrido un accidente...

La mayoría de los meteoritos encontrados en el suelo (se conocen unos 1.700 en total, de los cuales 35 pesan una tonelada cada uno) poseen hierro, y al parecer los meteoritos férricos superan en número a los del tipo rocoso. Sin embargo, esta teoría demostró ser errónea. Un trozo de hierro que yace medio enterrado en un campo pedregoso es muy fácil de notar, mientras que una piedra entre otras piedras no lo es: un meteorito rocoso, sin embargo, una vez investigado muestra diferencias características en comparación con las rocas terrestres.

Cuando los astrónomos hicieron recuentos de los meteoritos, que en realidad eran vistos caer, descubrieron que los meteoritos rocosos superaban a los férricos en la proporción de 9 a 1. (Durante un tiempo, la mayoría de los meteoritos pétreos fueron descubiertos en Kansas, lo cual puede parecer raro hasta que uno se percata de que, en el suelo sedimentario y sin rocas de Kansas, una piedra es tan perceptible como lo sería un fragmento de hierro en cualquier otra parte.)

Esos dos tipos de meteoritos se cree que se originan de la siguiente manera. En la juventud del Sistema Solar, los asteroides pueden haber sido más grandes, de promedio, de como lo son ahora. Una vez formados, e impedida cualquier posterior consolidación por las perturbaciones de Júpiter, sufrieron colisiones entre ellos mismos y roturas. Sin embargo, antes de que esto sucediese, los asteroides pueden haber estado lo suficiente calientes, en su formación, como para permitir cierta separación de sus componentes, hundiéndose el hierro en el centro y forzando a la roca a situarse en la capa exterior. Luego, cuando tales asteroides se fragmentaron, aparecieron como restos tanto pétreos como metálicos, por lo que se encuentran en la actualidad en la Tierra meteoritos de ambos tipos.

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