Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (41 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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El primer submarino que pudo en realidad permanecer debajo del agua durante un razonable período de tiempo sin ahogar a las personas que se encontraban en su interior, fue construido ya en 1620 por un inventor neerlandés, Cornelis Drebbel. Sin embargo, ningún submarino podía ser una cosa práctica hasta que fuese impulsado por algo más que por una hélice accionada manualmente. La energía del vapor no resultaba útil porque no se podía quemar combustible en la limitada atmósfera de un submarino cerrado. Lo que se necesitaba era un motor que funcionase con la electricidad albergada en una batería.

El primer submarino de este tipo se construyó en 1886. Aunque la batería debía recargarse periódicamente, la autonomía de crucero del navío entre recargas era de unos 100 kilómetros. Para cuando empezó la Primera Guerra Mundial, las potencias europeas más importantes tenían todas submarinos y los emplearon como barcos de guerra. No obstante, estos primeros submarinos eran frágiles y no podían descender demasiado
[1]
.

En 1934, Charles William Beebe consiguió descender hasta unos 1.000 metros en su
batisfera
, una embarcación de recias paredes, equipada con oxígeno y productos químicos para absorber el dióxido de carbono.

Básicamente, la batisfera es un objeto inerte, suspendido de un buque de superficie mediante un cable (un cable roto significaba el final de la aventura). Por tanto, lo que se precisaba era una nave abisal maniobrable. Tal nave, el
batiscafo
, fue inventada, en 1947, por el físico suizo Auguste Piccard. Construido para soportar grandes presiones, utilizaba un pesado lastre de bolas de hierro (que, en caso de emergencia, eran soltadas automáticamente) para sumergirse, y un «globo» con gasolina (que es más ligera que el agua), para procurar la flotación y la estabilidad. En su primer ensayo, en las costas de Dakar, al oeste de África, en 1948, el batiscafo (no tripulado) descendió hasta los 1.350 m.

Posteriormente, Piccard y su hijo Jacques construyeron una versión mejorada del batiscafo. Esta nave fue llamada
Trieste
en honor de la que más tarde sería Ciudad Libre de Trieste, que había ayudado a financiar su, construcción. En 1953, Piccard descendió hasta los 4.000 m en aguas del Mediterráneo.

El
Trieste
fue adquirido por la Marina de Estados Unidos, con destino a la investigación. El 14 de enero de 1960, Jacques Piccard y un miembro de dicha Marina, Don Walsh, tocaron el suelo de la fosa de las Marianas, o sea, que descendieron hasta los 11.263 m, la mayor profundidad abisal. Allí, donde la presión era de 1.100 atmósferas, descubrieron corrientes de agua y criaturas vivientes. La primera criatura observada era un vertebrado, un pez en forma de lenguado, de unos 30 cm de longitud y provisto de ojos.

En 1964, el batiscafo
Arquímedes
, de propiedad francesa, descendió diez veces al fondo de la sima de Puerto Rico, la cual —con una profundidad de 8.445 m— es la más honda del Atlántico. También allí, cada metro cuadrado de suelo oceánico tenía su propia forma de vida. De modo bastante curioso, el terreno no descendía uniformemente hacia el abismo, sino que parecía más bien dispuesto en forma de terrazas, como una gigantesca escalera.

Los casquetes polares

Siempre han fascinado a la Humanidad los lugares más extremos de nuestro planeta, y uno de los más esforzados capítulos de la historia de la Ciencia ha sido la exploración de las regiones polares. Estas zonas están cargadas de fábulas, fenómenos espectaculares y elementos del destino humano: las extrañas auroras boreales, el frío intenso y, especialmente, los inmensos casquetes polares, que determinan el clima terrestre y el sistema de vida del hombre.

El polo Norte

Las regiones polares atrajeron la atención algo tardíamente en la historia de la Humanidad. Fue durante la edad de las grandes exploraciones, tras el descubrimiento de América por Cristóbal Colón. Los primeros exploradores del Ártico estaban interesados, principalmente, en hallar una vía marítima que permitiera bordear Norteamérica por su parte más alta. Persiguiendo este fuego fatuo, el navegante inglés Henry Hudson (al servicio de Holanda), en 1610, encontró la bahía que hoy lleva su nombre, lo cual le costó la vida. Seis años después, otro navegante inglés, William Baffin, descubrió lo que más tarde sería la bahía de Baffin y llegó, en su penetración, a unos 1.200 km del polo Norte. De forma casual, de 1846 a 1848, el explorador británico John Franklin emprendió su ruta a través de la costa norte del Canadá y descubrió el «Paso del Noroeste» (paso que luego resultó absolutamente impracticable para los barcos). Murió durante el viaje (fig. 4.6). Siguió luego medio siglo de esfuerzos por alcanzar el polo Norte, movidos casi siempre por la simple aventura o por el deseo de ser los primeros en conseguirlo. En 1873, los exploradores austríacos Julius Payer y Cari Weyprecht lograron llegar a unos 900 km del Polo. Descubrieron un archipiélago, que denominaron Tierra de Francisco José, en honor del emperador de Austria. En 1896, el explorador noruego Fridtjof Nansen llegó, en su viaje sobre el hielo ártico, hasta una distancia de 500 km del Polo. Finalmente, el 6 de abril de 1909, el explorador americano Robert Edwin Peary alcanzó el Polo propiamente dicho. El polo Norte ha perdido hoy gran parte de su misterio. Ha sido explorado desde el hielo, por el aire y bajo el agua. Richard Evelyn Byrd y Floyd Bennett fueron los primeros en volar sobre él en 1926, y los submarinos han atravesado también sus aguas. Entretanto, la masa de hielo más grande del Norte, concentrada en Groenlandia, ha sido objeto de cierto número de expediciones científicas. Se ha comprobado que el glaciar de Groenlandia cubre 1.833.900 de los 2.175.600 km
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de aquella isla, y se sabe también que su hielo alcanza un espesor de más de 1,5 km en algunos lugares. A medida que se acumula el hielo, es impulsado hacia el mar, donde los bordes se fragmentan, para formar los icebergs. Unos 16.000 icebergs se forman por tal motivo cada año en el hemisferio Norte, el 90 % de los cuales procede de la masa de hielo de Groenlandia. Los icebergs se desplazan lentamente hacia el Sur, en particular hacia el Atlántico Oeste. Aproximadamente unos 400 por año rebasan Terranova y amenazan las rutas de navegación. Entre 1870 y 1890, catorce barcos se fueron a pique, y otros cuarenta resultaron dañados a consecuencia de colisiones con icebergs.

Fig. 4.6. Mapa del Polo Norte

El clímax se alcanzó en 1912, cuando el lujoso buque de línea
Titanic
chocó con un iceberg y se hundió, en su viaje inaugural. Desde entonces se ha mantenido una vigilancia internacional de las posiciones de estos monstruos inanimados. Durante los años que lleva de existencia esta «Patrulla del Hielo», ningún barco se ha vuelto a hundir por esta causa.

El polo Sur: La Antártida

Mucho mayor que Groenlandia es el gran glaciar continental del polo Sur. La masa de hielo de la Antártida cubre 7 veces el área del glaciar de Groenlandia y tiene un espesor medio de 1.600 a 2.400 m. Esto se debe a la gran extensión del continente antártico, que se calcula entre los 13.500.000 y los 14.107.600 km
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, aunque todavía no se sabe con certeza qué parte es realmente tierra y qué cantidad corresponde al mar cubierto por el hielo. Algunos exploradores creen que la Antártida es un grupo de grandes islas unidas entre sí por el hielo, aunque, por el momento, parece predominar la teoría continental (fig. 4.7)

Fig. 4.7. Los mayores glaciares continentales están hoy día ampliamente restingidos a Groenlandia y la Antártida. En el período cumbre de la última era glacial, los glaciares se extendieron sobre la mayor parte del norte y el oeste de Europa y al sur de los Grandes Lagos, en el continente americano.

El famoso explorador inglés James Cook (más conocido como capitán Cook) fue el primer europeo que rebasó el círculo antártico. En 1773 circunnavegó las regiones antárticas. (Tal vez fue este viaje el que inspiró
The Rime of the Ancient Mariner
, de Samuel Taylor Coleridge, publicada en 1798, que describe un viaje desde al Atlántico hasta el Pacífico, atravesando las heladas regiones de la Antártida.)

En 1819, el explorador británico Williams Smith descubrió las islas Shetland del Sur, justamente a 80 km de la costa de la Antártida. En 1821, una expedición rusa avistó una pequeña isla («Isla de Pedro I»), dentro ya del círculo Antártico; y, en el mismo año, el inglés George Powell y el norteamericano Nathaniel B. Palmer vieron por primera vez una península del continente antártico propiamente dicho, llamada hoy Península de Palmer.

En las décadas siguientes, los exploradores progresaron lentamente hacia el polo Sur. En 1840, el oficial de Marina americano Charles Wilkes indicó que aquellas nuevas tierras formaban una masa continental, teoría que se confirmó posteriormente. El inglés James Weddell penetró en una ensenada (llamada hoy Mar de Weddell) al este de la Península de Palmer, a unos 1.400 km del polo Sur. El explorador británico, Robert Falcon Scott, viajó a través de los hielos del Mar de Ross, hasta una distancia de 800 km del Polo. Y en 1909, otro inglés, Ernest Shackleton, cruzó el hielo y llegó a 160 km del Polo.

Finalmente, el 16 de diciembre de 1911, alcanzó el éxito el explorador noruego Roald Amundsen. Por su parte, Scott, que realizó un segundo intento, holló el polo Sur justamente tres semanas más tarde, sólo para encontrarse con el pabellón de Amundsen plantado ya en aquel lugar. Scott y sus hombres perecieron en medio del hielo durante el viaje de retorno.

A finales de la década de 1920, el aeroplano contribuyó en gran manera a la conquista de la Antártida. El explorador australiano George Hubert Wilkins recorrió, en vuelo, 1.900 km de su costa, y Richard Evelyn Byrd, en 1929, voló sobre el polo Sur propiamente dicho. Por aquel tiempo se estableció en la Antártida la primera base: «Pequeña América I.»

El Año Geofísico Internacional

Las regiones polares Norte y Sur se transformaron en puntos focales del mayor proyecto internacional científico de los tiempos modernos. Dicho proyecto tuvo su origen en 1882-1883, cuando cierto número de naciones se agruparon en un «Año Polar Internacional», destinado a la investigación y exploración científica de fenómenos como las auroras, el magnetismo terrestre, etc. Alcanzó tal éxito, que en 1932-1933, se repitió un segundo Año Polar Internacional. En 1950, el geofísico estadounidense Lloyd Berkner (que había tomado parte en la primera expedición de Byrd a la Antártida) propuso un tercer año de este tipo. La sugerencia fue aceptada entusiásticamente por el International Council of Scientific Unions. Por aquel tiempo, los científicos disponían ya de poderosos instrumentos de investigación y se planteaban nuevos problemas acerca de los rayos cósmicos, de la atmósfera superior, de las profundidades del océano e incluso de la posibilidad de la exploración del espacio. Se preparó un ambicioso «Año Geofísico Internacional», que duraría desde el 1.° de julio de 1957, hasta el 31 de diciembre de 1958 (período de máxima actividad de las manchas solares). La empresa recibió una decidida colaboración internacional. Incluso los antagonistas de la guerra fría —la Unión Soviética y Estados Unidos— procedieron a enterrar el hacha de la guerra, en consideración a la Ciencia.

Aunque el éxito más espectacular del Año Geofísico Internacional, desde el punto de vista del interés público, fue el satisfactorio lanzamiento de satélites artificiales por parte de la Unión Soviética y Estados Unidos, la Ciencia obtuvo otros muchos frutos de no menor importancia. De entre ellos, el más destacado fue una vasta exploración internacional de la Antártida. Sólo Estados Unidos estableció siete estaciones, que sondearon la profundidad del hielo y sacaron a la superficie, desde una profundidad de varios kilómetros, muestras del aire atrapado en él —aire que tendría una antigüedad de varios millones de años—, así como restos de bacterias. Algunas de éstas, congeladas a unos 30 m bajo la superficie del hielo y que tendrían tal vez un siglo de edad, fueron revividas y se desarrollaron normalmente. Por su parte, el grupo soviético estableció una base en el «Polo de la inaccesibilidad» o sea, el lugar situado más en el interior de la Antártida, donde registraron nuevas mínimas de temperatura. En agosto de 1960 —el semiinvierno antártico— se registró una temperatura de –115 °C, suficiente como para congelar el anhídrido carbónico. En el curso de la siguiente década operaron en la Antártida docenas de estaciones.

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