Infierno Helado (37 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: Infierno Helado
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Después chocó con estrépito contra el fondo de la cámara de eco y resbaló tres metros por la pared curva hasta quedar en el suelo, aturdido, entre material aislante y espuma acústica.

Las manos de Marshall temblaban más que nunca, lo que casi le impedía manipular el tercer y último oscilador. Otra onda sinusoidal, esta vez a una frecuencia muy alta: sesenta mil hercios. Se aseguró con una rápida ojeada de que la envolvente de amplitud estuviese activada. Después bajó el fader principal al máximo. El fantasmagórico chirrido de la sinusoide se fue atenuando hasta desaparecer.

—Pero ¿qué hace? —preguntó Logan, apretando los dientes—. ¡Lo ha apagado! ¡Ahora estamos atrapados!

—Quiero que entre en la cámara —contestó Marshall—. Solo tenemos una oportunidad. Tiene que ser la definitiva.

Con un movimiento muy preciso, casi puntilloso, que contrastaba enormemente con su tamaño, la bestia levantó una pata delantera por encima del borde de la compuerta. Después hizo lo mismo con la otra pata. Miró a la izquierda, y luego a la derecha, examinando la cámara con sus ojos amarillos. En los oídos de Marshall, la nota extraña, grave y musical cobró más fuerza.

El dolor de cabeza se hizo casi insoportable. La criatura ya estaba dentro de la cámara, subiéndose a la pasarela, que crujió bajo su peso. Un paso, dos pasos… Se apoyó en las patas traseras, tensándose dispuesto a dar un salto más, el último.

«Mejor bailar.» Con un movimiento rápido, Marshall cogió el disco de amplitud, lo puso en ciento veinte decibelios y empujó el fader hacia arriba.

La cámara de eco se llenó al instante de ruido. Fue como si la esfera se poblase con un millón de avispas cuyo zumbido simultáneo se amplificara varias veces. Justo cuando empezaba a saltar, la criatura sufrió espasmos en todo el cuerpo. Marshall giró el disco y aumentó el volumen hasta ciento cuarenta decibelios. La bestia volvió a tener espasmos en el aire, esta vez más violentos; se retorcía mientras se les echaba encima, lo cual entorpeció su salto y provocó una pesada caída que sacudió la pasarela de forma alarmante.

Marshall tenía la impresión de que todo su mundo giraba alrededor del zumbido frenético y terrible que reverberaba en la cámara, alimentándose de sí mismo y aumentando con un crescendo de potencia e intensidad que parecía penetrar en todos sus poros. La bestia arañaba la pasarela, clavando sus garras ensangrentadas en la chapa de metal para impulsarse con las zarpas. Con los dedos apretados en el disco y la respiración rápida y entrecortada, Marshall giró el botón al máximo: ciento sesenta y cinco decibelios, la amplitud de un motor de reacción.

A su lado, Logan se tapó las orejas con las manos. El historiador abrió la boca, pero el grito, si lo hubo, quedó apagado por la andanada sonora, un «criiiiiiiii» que parecía haber pasado a formar parte de la esencia de Marshall. Él también se llevó instintivamente las manos a las orejas, pero poca protección podían brindarle contra aquella angustiosa violación sonora. Veía manchas, y se estaba mareando.

La criatura se puso rígida. Otro fuerte temblor la sacudió desde la zarpa delantera hasta los cuartos traseros. Levantó la cabeza, abriendo mucho sus horribles fauces y enseñando unos dientes que todavía goteaban sangre de Sully, mientras las vibrisas seguían agitándose. Luego giró hacia un lado y se golpeó las mandíbulas contra la pasarela, una, dos veces, con sendos y estremecedores impactos. Después dobló las patas y se irguió. A continuación, ante la vista de Marshall, su cabeza estalló en una erupción de sangre y materia que les salpicó mientras se derrumbaba prácticamente a sus pies. El arma sónica, empapada, se acopló y dejó de sonar tras una explosión de chispazos.

Marshall se quedó un buen rato sin moverse, tembloroso.

Después miró a Logan. El historiador también le miraba a él; un hilo de sangre salía de sus orejas. Decía algo, pero Marshall no le oía; de hecho, no oía nada.

Marshall se volvió, pasó por encima de la bestia inmóvil (de cuyo cráneo destrozado manaba todavía sangre negra) y se dirigió hacia la compuerta de salida del ala de ciencias, sintiendo los brazos y las piernas muy pesados. De repente, tenía la necesidad de salir de aquel oscuro teatro de los horrores y de respirar aire puro. Percibió (más que oyó) que Logan y Usuguk iban tras él.

Se abrieron camino lenta y meticulosamente hacia la superficie: primero el Nivel D, después los ámbitos más familiares del Nivel B y por último el patio, sombrío y desierto. Marshall, todavía sordo y empapado de sangre procedente de la bestia, entró en la sala de aclimatación sin molestarse en ponerse una parka.

Después de atravesar la zona de almacenamiento temporal, empujó la doble puerta de salida a la plataforma de cemento.

Estaba oscuro, pero, a juzgar por la línea del horizonte, algo arrebolada, no faltaba mucho para el amanecer. Ya había pasado la tormenta; empezaban a verse las estrellas, alumbrando la nieve compactada con un resplandor espectral. Vagamente, como de muy lejos, Marshall recordó un proverbio inuit: No son estrellas, sino ventanas por las que sonríen nuestros seres queridos para que veamos que son felices. Se preguntó si también lo creía Usuguk.

Precisamente entonces notó que el tunit le tocaba la manga; al volverse vio que señalaba el cielo con un dedo, sin decir nada.

Miró hacia arriba. El rojo intenso y sobrenatural de la aurora boreal (aquella aurora que les perseguía desde el principio de la pesadilla) se estaba desvaneciendo a gran velocidad, hasta que solo quedó la cúpula negra y estrellada. No había un solo indicio, ni uno solo, de que hubiera estado allí.

53

—¿Señor Fortnum? Soy Penny. ¿Qué tal por ahí detrás?

Esta vez la respuesta tardó en llegar.

—Ahora tenemos frío. Mucho frío.

—Aguanten —dijo ella por el auricular—, solo nos faltan…

Miró a Carradine.

—Treinta kilómetros… —murmuró el camionero—. Si llegamos.

—Treinta kilómetros —dijo ella, antes de volver a poner el auricular en la unidad CB—. Tenemos que llegar. ¿Cómo andamos de gasolina?

—El depósito izquierdo se ha vaciado muy deprisa. —Carradine dio unos golpecitos en el salpicadero—. Según esto tenemos para quince kilómetros más.

—Aunque se acabe el depósito, los otros quince los podríamos hacer caminando.

—¿Por aquí? —Señaló la Zona yerma, por encima del volante—. Perdone, señora, pero si ahora los de atrás ya tienen frío, no durarían ni doscientos metros.

Barbour echó un vistazo por el parabrisas. El horizonte estaba manchado de rojo por el alba; la tormenta amainaba deprisa; el viento casi se había encalmado y el paisaje que les rodeaba estaba cubierto de un nuevo manto de nieve en polvo. En contrapartida, el final de la tormenta había llevado consigo una bajada brusca de la temperatura. El tablero de mando marcaba treinta bajo cero.

El camión se zarandeaba mucho. Barbour se aferró a la barra estabilizadora.

Treinta kilómetros. A la velocidad que llevaban, tardarían más de media hora.

Miró el GPS montado en el salpicadero. Estaba acostumbrada a ver el de su coche siempre lleno de calles, carreteras y referencias mientras conducía por Lexington, Woburn y la zona metropolitana de Boston, pero el GPS del camión de Carradine estaba totalmente vacío: una pantalla tan blanca y desnuda como la nieve exterior, donde el único indicio de que se movieran era la brújula y la latitud y la longitud.

—Parece cansada —dijo Carradine—. ¿Por qué no descansa?

—Bromea, ¿verdad? —contestó ella.

Era cierto, sin embargo, que aquella vigilia en apariencia interminable (añadida a tantas horas sin dormir en la base Fear) la había dejado agotada. Cerró los ojos para que descansaran, solo un momento, y cuando volvió a abrirlos todo era distinto. El cielo estaba un poco más claro y el sol repartía chispas sobre la nieve. También había cambiado el ruido del camión: las revoluciones por minuto eran más bajas y la velocidad se había reducido apreciablemente.

—¿Cuánto he dormido? —preguntó.

—Un cuarto de hora.

—¿Cómo vamos de gasolina?

Carradine echó un vistazo al panel.

—Prácticamente está vacío.

El camión iba cada vez más despacio.

Al volver a mirar el GPS, Barbour reparó en que aparecía algo: una franja de un azul homogéneo que ocupaba la parte superior de la pantalla.

—No será otro… —empezó a decir, pero se calló.

—Sí. El lago Gunner.

El miedo, adormecido por una vaga ansiedad, se recrudeció.

—¡Creía que había dicho que solo cruzaríamos un lago!

—Sí, lo había dicho, pero ya no tenemos bastante gasolina para rodear este.

Barbour no contestó. Tragó saliva y se pasó la lengua por los labios. Notaba la boca muy seca.

—No se preocupe; el lago Gunner es ancho, pero no largo.

Miró a Carradine.

—Entonces, ¿por qué tenía planeado rodearlo?

Carradine vaciló un poco.

—El lago solo tiene unos diez o doce metros de profundidad. Está sembrado de rocas grandes, erráticos glaciares y cosas por el estilo. En estas condiciones, con la capa de nieve, a veces cuesta verlos. Si nos equivocamos y chocamos con uno…

No terminó la frase. No hacía falta.

Barbour miró por el parabrisas. El lago se veía con claridad, justo delante.

Carradine fue aminorando al acercarse a la orilla.

—¿No va a parar? —dijo ella—. ¿No va a sondear la profundidad con la barrena eléctrica?

—No hay tiempo —contestó el camionero—. Ni gasolina.

Se metieron muy despacio por el hielo. Una vez más, al sentir que el lago se hundía bajo su peso, Barbour se agarró con todas sus fuerzas a la barra estabilizador y, una vez más, sintió que aumentaba la tensión cuando volvieron a empezar los horribles crujidos, extendiéndose hacia todas partes desde debajo de las ruedas. Se veían con claridad algunas rocas, que sobresalían del manto de nieve como colmillos; el sol matinal se reflejaba en sus puntas negras. Otras estaban escondidas debajo de la nieve acumulada. El viento había modelado en la nieve formas fantásticas: crestas, cimas y colinas en miniatura. Carradine avanzó por la superficie, conduciendo con cuidado, sinuosamente, entre las rocas y las formaciones de nieve. La mirada de Barbour iba una y otra vez del GPS al lago helado; deseaba con vehemencia que se actualizase la pantalla y quedase de nuevo toda blanca.

Pasaron tres minutos. Cinco. Los crujidos se volvieron más fuertes, mientras las fracturas se bifurcaban en líneas resquebrajadas según se alejaban. El motor tosió. Carradine pisó gradualmente el acelerador y las revoluciones por minuto recuperaron la normalidad. Barbour no quería ni imaginar qué pasaría si se quedaban sin gasolina en medio del hielo.

—Casi hemos llegado —dijo el camionero, como si le leyera el pensamiento.

Justo delante apareció una cresta baja de nieve, de unos cuatro metros de ancho, esculpida y festoneada por el viento hasta darle la forma de una ola con espuma.

—Eso tiene que ser nieve virgen —dijo Carradine—. No puedo arriesgarme a rodearlo, ya que podríamos volver a derrapar. Lo atravesaremos directamente y abriremos un camino para la caravana. Agárrese.

Barbour ya lo hacía, y con todas sus fuerzas; era imposible agarrarse más.

Contuvo la respiración mientras Carradine dirigía el camión en línea recta hacia la cresta de nieve. En el momento del impacto, que hizo temblar el vehículo, el camionero pisó el acelerador y lo soltó enseguida, para mantener la velocidad.

De repente, el morro del camión salió despedido hacia arriba. Barbour se vio impulsada hacia delante y, a pesar del cinturón de seguridad, estuvo a punto de chocar con la cabeza contra el salpicadero.

—¡Dios! —exclamó Carradine, girando el volante a la izquierda—. ¡Debía de haber una roca escondida debajo de la nieve!

Hubo un segundo impacto cuando las ruedas de la derecha traseras de la cabina pasaron por encima de la roca. El camión se levantó y cayó pesadamente sobre el hielo. Tras un ruido como el de un cañón, el gran vehículo frenó de golpe. Barbour se sintió empujada otra vez contra el asiento.

—¡Nos estamos hundiendo por detrás! —gritó el camionero—. ¡Coja el teléfono! ¡Diga a los de la caravana que se pongan todos delante!

Barbour buscó el auricular del CB. Se le cayó y tuvo que recogerlo.

—Fortnum, se ha partido el hielo. Lleve a todo el mundo a la parte delantera de la caravana. Dese prisa.

Dejó el auricular en su sitio; mientras, Carradine pisaba el acelerador con todas sus fuerzas. El camión avanzó con gran dificultad, arrastrando literalmente por la brecha de hielo la parte trasera de la caravana. Barbour notó que se inclinaban aún más hacia atrás, y que el ángulo aumentaba.

—¡No! —se oyó gritar—. ¡Dios mío, no!

Carradine cambió de marcha y hundió el pedal en el suelo. Se oyó otro crujido, casi tan fuerte como el primero. Con un bramido de esfuerzo, el camión se liberó del agujero y salió despedido hacia delante. Carradine levantó rápidamente el pie del pedal, con cuidado de no perder el control en la resbaladiza superficie.

Barbour se dejó caer en el asiento, casi desmayada de alivio.

—Más justo, imposible —dijo Carradine. Echó un vistazo al indicador de gasolina—. Ahora no queda ni una gota en el depósito. No tengo ni idea de qué podemos estar quemando.

Barbour miró el GPS y por fin vio una línea blanca de tierra firme justo delante, a cuatrocientos metros.

Dejando atrás las últimas rocas, el camión subió a la orilla y rugió al acelerar.

Carradine dejó escapar un suspiro enorme, entrecortado, y apartó la camisa de flores de su cuerpo flacucho para abanicarse. Después se incorporó y señaló hacia delante.

—¡Mire!

Barbour miró por el parabrisas. A lo lejos, donde el cielo se juntaba con el horizonte, divisó un cúmulo de formas negras y bajas y una luz roja que parpadeaba.

—¿Eso es…? —empezó a decir.

El camionero asintió, sonriendo de oreja a oreja.

—Arctic Village.

Cogió rápidamente el auricular de la radio CB.

—Barbour a Fortnum. Lo hemos conseguido. Tenemos Arctic Village justo delante.

Al colgar el auricular, le pareció oír una salva de aplausos por encima del chirrido del motor.

Epílogo

Era un día de una claridad y un brillo cristalinos, como si los elementos, avergonzados de su ferocidad, anhelasen compensar de alguna manera la tormenta. El aire estaba completamente inmóvil, sin una pizca de viento, y si Marshall apartaba la vista de la base, hacia los anchos hielos y la cúpula perfecta del cielo, casi podía imaginar que en aquel lugar remoto y virgen la naturaleza tenía una paleta con solo dos colores: el blanco y el azul.

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