Marshall miró rápidamente a todas partes. Era justo la situación que había esperado poder evitar: la compuerta abierta de par en par, el arma dentro del ala de ciencias, sin comprobar, y todos en un estado de máxima vulnerabilidad a un ataque.
—Deberíamos cerrar la compuerta —dijo—. Ahora mismo.
—Ya tendremos tiempo —contestó Sully—. Si no funciona, si esto no para a la criatura, ya tendremos tiempo.
Marshall abrió la boca para volver a protestar, pero en ese momento se movió algo en el cruce de pasillos y todas las miradas confluyeron en la parte poco iluminada de detrás de la compuerta. Poco a poco apareció una forma enorme.
Incrédulo, Marshall contempló sus diversas partes: la cabeza, ancha y en forma de pala; los dientes, con su pérfido brillo; las decenas de púas afiladas que colgaban debajo. Era el animal de sus pesadillas, solo que peor: él ya había visto la parte superior de la cabeza a través del hielo, pero entonces, por suerte, las manchas oscuras escondían parcialmente la espantosa mitad inferior. Aunque, a fin de cuentas, quizá no había sido una suerte, porque seguro que si hubieran visto aquellos dientes tan horrendos a través del hielo y aquellas vibrisas que se retorcían como un nido de serpientes, jamás habrían consentido que se derritiese a una bestia tan espeluznante. Por un momento solo pudo mirar fijamente, horrorizado y sorprendido. Después se descolgó el arma y empujó a Ekberg hacia Faraday.
—Llévatela bien al fondo del ala de ciencias —dijo—. Busca el sitio más seguro y aislado que puedas, y encerraos los dos allí.
—Pero… —empezó a decir Faraday.
—Hazme caso, Wright. Por favor.
El biólogo titubeó un momento; luego, asintiendo con la cabeza, cogió a Ekberg por el codo y se la llevó por el pasillo, más allá de los soldados y de Usuguk, que cantaba en voz baja. Se perdieron de vista a la vuelta de la esquina.
Marshall volvió a girarse hacia la pesadilla, que ahora, agazapada en el cruce de pasillos, se veía entera. Oyó una respiración estertórea por encima del hombro.
—No —dijo Phillips, con voz aguda a causa de la desesperación—. No, Dios, por favor, otra vez no.
—Tranquilo, soldado —gruñó González.
Sully, que también respiraba con fuerza, se limpió las manos en la camisa y volvió a ponerlas sobre los potenciómetros y los osciladores. Marshall, sigiloso, dio una docena de pasos hacia la compuerta y bajó la cabeza para cruzar el borde metálico. Después dio una palmada al cargador, para comprobar que estuviera bien encajado, metió la primera bala en la recámara, palpó la culata y, al encontrar el seguro, lo quitó.
La criatura avanzó un paso, mirándoles uno por uno sin pestañear.
—Cuando esté usted listo, doctor —dijo González.
El animal dio un paso más, furtivo y lento. En el pelo apelmazado de sus hombros poderosos se distinguían algunas franjas desnudas (provocadas por las balas), por las que Marshall distinguió el vago brillo de lo que parecían escamas de serpiente.
A Sully le temblaban mucho las manos.
—Voy a… voy a probar primero con el ruido blanco.
Durante un momento, lo único que oyó Marshall fue la respiración pesada de Phillips y los chasquidos de la puesta a punto de otra arma. Después surgió un pitido de estática por los altavoces de agudos.
El animal dio otro paso.
La voz de Sully era aguda y tensa.
—Voy a subir la presión sonora a sesenta decibelios, y aplicaré un filtro pasa bajo.
El volumen aumentó muy bruscamente y resonó por el estrecho pasadizo. Aun así, la criatura siguió avanzando.
—No funciona —dijo Sully, haciéndose oír por encima del ruido—. Voy a probar con una onda sencilla. En dientes de sierra, con cien hercios de frecuencia base.
El ruido de estática fue sustituido por un zumbido grave, cuyo tono subía muy deprisa.
El animal se paró en el pasillo.
—Ahora una onda cuadrada —dijo Sully—. Subo la frecuencia a trescientos noventa hercios, con cien decibelios.
El sonido se volvió más amplio y complejo. En ese momento, Marshall empezó a oír (o creyó oír) un canto extraño, sutil, como la nota baja de un órgano siniestro que llevara un viento lejano: un sonido complejo, exótico y misterioso que nada tenía que ver con las ondas generadas por Sully. Sintió una extraña plenitud en la cabeza, como a consecuencia de una elevada presión interna.
La criatura vaciló, dejando en el aire una de sus enormes zarpas delanteras.
—Ahora añado el oscilador sinusoidal —dijo la voz de Sully—. Voy a subir la frecuencia a ochocientos ochenta hercios.
—Métele más decibelios —dijo Marshall en voz alta, por encima del hombro.
El sonido se hizo todavía más fuerte, hasta que pareció que hiciera vibrar las paredes metálicas del pasadizo.
—¡Cruzando el umbral de dolor! —dijo Sully con todas sus fuerzas—. ¡Ciento veinte decibelios!
La vorágine sonora, sumada a la sensación de lleno en la cabeza de Marshall, amenazaba con volverse desquiciante. La criatura retrocedió un paso. Su grupa sufrió un pequeño espasmo, como un temblor involuntario. Sacudió su cabeza peluda: una, dos, hasta tres violentas sacudidas; claramente eran de dolor.
—¡Ahora solo la onda sinusoidal! —exclamó Sully—. ¡Funciona!
Bruscamente, el animal se agazapó, preparándose para saltar.
Una docena de cosas ocurrieron simultáneamente. Phillips y Sully gritaron de consternación y miedo. El volumen del aparato aumentó todavía más, ganando en amplitud. González dio una orden casi inaudible de abrir fuego. En torno a la cabeza de Marshall empezaron a silbar balas, que al volar por el pasillo en salvas de humo gris rebotaron con notas muy agudas en los muros y los precarios amontonamientos de material sobrante. Marshall levantó su fusil y apretó el gatillo. La dirección de sus balas era la acertada; vio cómo impactaban contra el animal y cómo salían despedidas. Comprobó la aparición de nuevas estrías de obsidiana quitinosa en el lomo y los flancos de la bestia, ya que diversas partes de su exoesqueleto quedaban al desnudo a causa de los proyectiles. En aquel momento de crisis, en aquella situación extrema, parecía que se ralentizase el tiempo y que la realidad se volviera borrosa. Era como si Marshall viera volar prácticamente cada bala por el pasillo, en un viaje tan violento como fútil.
Después, la bestia pasó al ataque. Marshall se lanzó de inmediato hacia la compuerta, en un desesperado intento de cerrarla, sin hacer caso de las descargas de González y Phillips. Pero la criatura se movía con una rapidez extraordinaria y en un abrir y cerrar de ojos se plantó en el otro lado, apartó a Marshall (estampándolo contra la pared con una fuerza escalofriante), saltó por encima del arma sónica y la volcó mientras agarraba a Sully entre sus zarpas delanteras con ciega ferocidad y, mediante dos giros salvajes de cabeza, le arrancaba los brazos de sus articulaciones.
Marshall se incorporó, apoyándose en un codo. La fuerza del golpe le había dejado momentáneamente fuera de combate. El pasadizo central del ala de ciencias se había convertido en una orgía de ruido y de violencia: la bestia descuartizaba a Sully, que chillaba; la sangre brotaba a chorro de las extremidades destrozadas del climatólogo, rociando las paredes y el suelo como un rojo torbellino; González y Phillips se echaban hacia atrás a la vez que intentaban dar en el blanco; la bandeja en la que reposaba el arma sónica estaba volcada junto a Marshall, con las ruedas girando; y Usuguk pasaba delante de los militares con su amuleto de chamán en alto, mientras el tono de su letanía se hacía cada vez más agudo y urgente.
Marshall, con los oídos zumbando por el impacto, vio que la bestia, con un solo movimiento de una de sus poderosas zarpas delanteras, arrojaba por los aires a Sully, que no había dejado de gritar. El siguiente zarpazo lanzó al científico por una puerta y le hizo aterrizar en el despacho. El animal saltó en pos de él y se perdió de vista. Se oyó un estrépito descomunal: muebles cayendo al suelo y el impacto de un cuerpo al estamparse contra las paredes. Los gritos de Sully se hicieron más entrecortados.
Marshall intentó levantarse. Perdió el equilibrio, pero al final lo consiguió. Era demasiado tarde. Sully iba a morir. Iban a morir todos. Se preguntó por un segundo si quedaba tiempo para sacarles del ala de ciencias y cerrar la compuerta, pero lo descartó enseguida. No había tiempo. Era el final. Aquella criatura mataría a Sully; luego se ensañaría uno por uno con el resto, y…
Su vista se posó en el arma sónica, desmontada en el suelo del pasillo. El caso era que había funcionado. La última onda que había probado Sully, la sinusoidal, había afectado claramente a la criatura. Intentó aislarse de la barahúnda, de los gritos de los soldados y de la presión dolorosa de su cabeza; intentó pensar y concentrarse durante los pocos segundos que le quedaban.
¿Por qué funcionaba una onda sinusoidal y no las de dientes de sierra o las cuadradas?
Se quedó inmóvil. Quizá no tuviera nada que ver con la forma de las ondas, sino con algo totalmente distinto…
Corrió hacia el carro, lo levantó y empezó a recoger a toda prisa las piezas electrónicas que estaban sueltas para montarlas otra vez.
—¿Qué hace? —exclamó Logan.
Sully ya no gritaba. Sin embargo, seguían oyéndose golpes y destrozos en el despacho.
—Intentarlo otra vez. —Marshall verificó las conexiones entre el amplificador y los altavoces de agudos, y encajó en su sitio un potenciómetro suelto—. Son los armónicos. No puede ser otra cosa. Es la única respuesta. Pero necesitaremos una buena acústica para maximizar… —Miró hacia todas partes durante un minuto, desquiciado—. Vamos, ayúdeme, en cualquier momento la criatura volverá a salir. Tenemos que meter esto en la cámara de eco.
—¡No tenemos tiempo para ese cacharro! —dijo González—. ¿De qué sirve moverlo?
—Es como poner veneno en la punta de una flecha. Lo que hacemos es aumentar al máximo la carga explosiva.
Con la ayuda de Logan, Marshall hizo rodar el carro por el pasadizo; patinó varias veces en el suelo, que resbalaba por la sangre de Sully. Usuguk iba detrás sin dejar de cantar, con su sonajero de chamán en una mano y un fetiche de hueso en la otra.
No resultó fácil empujar el carro más allá de la sala de control y del cruce de pasillos e introducirlo en la cámara de eco a través de la compuerta del fondo.
—¡González! —exclamó Marshall—. ¡Cuento con que lo entretengan ustedes!
Tras hacer señas a Phillips, González se apostó justo a la entrada de la cámara de eco y adoptó una postura defensiva.
Los golpes y destrozos del interior del despacho cesaron.
—Tenemos que ponerlo en medio, para conseguir el máximo efecto —dijo Marshall a Logan.
Empujaron el carro hasta el centro de la pasarela. Los cables eléctricos se tensaron hasta el tope; Marshall temió que no alcanzaran, pero al final dieron lo suficiente de sí para colocar el arma justo en el centro de la sala, en un punto en el suelo de la pasarela marcado con una etiqueta en la que ponía «0 dB».
Marshall miró a Usuguk.
—Quizá esté más protegido en aquella cabina de control —dijo, señalando la plataforma con mamparas de cristal del fondo de la pasarela.
El tunit interrumpió su letanía y sacudió la cabeza.
—¿Ya no se acuerda de lo que le he enseñado? Ya que pisas hielo fino, mejor bailar.
—Como quiera.
Marshall giró el carro para que los altavoces mirasen hacia el pasadizo.
Después comprobó las conexiones y volvió a encender la máquina. No pasó nada. Colocó de nuevo frenéticamente los tubos de vacío, tensó los cables y volvió a intentarlo. Esta vez el altavoz de bajos emitió un zumbido grave.
Repasó el aparato, intentando recordar los principios básicos de la generación de sonidos por sintetizador y familiarizándose de nuevo con los controles de amplitud, frecuencia, forma de onda del oscilador y envolvente de filtro. Cogió el disco de amplitud y lo giró de golpe a la derecha. El carro empezó a temblar.
Se fijó en que Logan le observaba.
—Calculo que me quedan unos tres minutos de vida —dijo el historiador—. Si tengo suerte, será rápido. En ese caso, probablemente solo me queden dos minutos. Me gustaría morir sabiendo al menos qué está intentando hacer.
—La última onda que ha probado Sully —contestó Marshall, mirando otra vez los controles—, la que ha hecho reaccionar al animal… era una onda sinusoidal. Es la onda sonora más pura que existe, sin armónicos ni sobretonos. Voy a retomarlo donde lo dejó Sully. Usaré la serie de Fourier para complicar la forma. Es posible que le duela lo bastante para ahuyentarlo. Si conseguimos alejarlo el suficiente rato, quizá podamos construir otros…
Se calló. La criatura había salido del despacho. Se volvió lentamente hacia ellos. Tenía las patas y las zarpas delanteras empapadas de sangre, y en los dientes y vibrisas se distinguían trozos de vísceras.
Marshall respiró hondo e intentó que no le temblaran las manos.
El animal dio un paso hacia ellos. Marshall fijó rápidamente la onda del primer oscilador en dientes de sierra, estableció la frecuencia en treinta hercios y verificó que la amplitud de la salida principal estuviera en cien decibelios.
Después pulsó el botón de tono. Una nota grave, justo por encima del nivel de audición, hizo vibrar la sala.
La bestia dio un salto hacia delante.
Marshall hizo un cálculo mental frenético. «Una segunda nota, sin sobretonos, varias octavas más aguda…» La criatura, mientras tanto, iba imprimiendo más velocidad a los saltos con los que se acercaba por el pasadizo. Marshall puso el segundo oscilador en dientes de sierra y estableció la frecuencia en ochocientos hercios.
—¡Dios mío! —exclamó Logan.
González y Phillips ya estaban disparando. Lo único que oyó Marshall sobre el pitido del altavoz fue el grito entrecortado de Phillips, quien empezó a disparar sin ton ni son hacia arriba, hacia abajo y a ambos lados, mientras el soldado perdía los nervios por completo. La bestia llegó hasta los militares e hizo otra pausa para sacudir con fuerza la cabeza, agitando las vibrisas frenéticamente a la izquierda y a la derecha. Phillips soltó el arma, se levantó y corrió por el pasillo dando alaridos. La criatura bajó la cabeza, la levantó otra vez y, con un terrible zarpazo de una de sus patas delanteras, arrojó a González (que aún disparaba a bocajarro) a la cámara de eco, con una fuerza tan espantosa que el sargento pasó dando vueltas sobre las cabezas de Marshall y Logan.