Indias Blancas (17 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
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Parecía que había sido al doctor Gorman y no a Abraham a quien el Señor había prometido: «Tendrás una descendencia tan numerosa como las estrellas en el cielo, como las arenas del desierto», pues su mujer ya le había dado catorce hijos y estaba gruesa. El bullicio de la casa era continuo, el movimiento permanente, y yo, que aún acarreaba mi duelo, encontraba aquel bochinche, fastidioso y chocante. Me apartaba, buscaba refugio en la biblioteca, me retiraba al jardín, y leía, leía y leía. Como último recurso, me negaba a pensar, ya regresaría Tito y mi suerte tomaría otro derrotero. Abriríamos nuevamente la botica en la calle de las Artes y seríamos felices.

Una, tarde, el doctor Gorman me acompañó hasta su despacho, donde me presentó a Francisco Montes, el hermano menor de mi padre. Se trataba de un hombre delgado, alto, de piel oscura y ojos y cabellos negros, que en nada se parecía a mi padre o a Tito. Francisco Montes me dio la mano y sonrió tímidamente. Expresó sus condolencias por la muerte de mi padre con acento inseguro y me informó que él se haría cargo de mí.

«Vivirás en el convento de Santa Catalina de Siena, no como novicia sino como pupila», añadió y, ante mi confusión, se apresuró a explicar: «Será por un tiempo, hasta que pueda encontrarte una posición más definitiva». No me atreví a preguntarle por qué no me llevaba a vivir con él, su nerviosismo e inseguridad me incomodaban e intimidaban. La actitud de Francisco Montes me daba a entender que yo le resultaba una pesada carga que no acarreaba voluntariamente sino por un deber moral, y que quería desembarazarse de mí lo antes posible.

Fui injusta con mi tío, y si para ese entonces hubiese conocido la historia que casi veinte años antes había tenido lugar entre mi padre e Ignacia de Mora y Aragón, habría entendido la actitud de Francisco, Ignacia, ama y señora de la casa de la Santísima Trinidad desde la muerte del abuelo Abelardo y de la abuela Pilarita, había puesto el grito en el cielo cuando mi tío le propuso llevarme a vivir con ellos. Esto lo supe tiempo después, Alcira me lo contó, pero la tarde que conocí a Francisco Montes lo odié profundamente.

«Mi tío Tito regresará de Inglaterra y me iré a vivir con él», le aclaré con orgullo. Gorman y Montes se miraron fugazmente, y no hicieron comentario alguno. «Si llega carta de mi tío, ¿podría alcanzármela hasta el convento, doctor?», y Gorman me aseguró que lo haría, de mil amores; él también lucía culpable e incómodo. Pero lo cierto era que a nadie podía achacarse lo penoso de aquella situación.

Esa noche, las hijas de Gorman me ayudaron a empacar. Encontraban bastante extraño que mis dos baúles contuvieran libros, vademécumes, instrumentos de medicina, redomas con sustancias extrañas y otros trebejos del laboratorio de Tito, en lugar de trajes, medias de seda, chapines de raso, potes con afeites o bigudíes de madera. Pronto perdieron interés en mis tesoros y cuchichearon entre ellas acerca de una fiesta a la que concurrirían en casa de una tal familia Oromí. Comparaban vestidos, adornos y bisuterías, y ninguna se satisfacía con lo que tenía. Hablaron de caballeros, y cada una expresó su predilección. Al observarlas, apartada en un rincón de la recámara, caí en la cuenta de que yo jamás había hablado de vestidos ni de adornos ni de joyas. Tampoco había concurrido a una fiesta o tertulia, conocía a pocas personas, siempre relacionadas con la profesión de mi padre; incluso ahora que él había muerto, ni siquiera contaría con la amistad de sus pacientes.

Temprano a la mañana siguiente, mientras las hijas de Gorman dormían, me alisté en silencio y dejé la recámara. Mis baúles me aguardaban en la sala, donde me dispuse a esperar a mi tío Francisco. El doctor Gorman había pasado la noche fuera acompañando a una paciente moribunda y aún no regresaba; su esposa, pesada en los últimos meses de embarazo, dejaba la cama en contadas ocasiones. Inusualmente, la casa se hallaba en absoluta quietud, y ni siquiera me alcanzaban los sonidos de la cocina donde la servidumbre alistaba el desayuno. Ahora prefería los berrinches de los más pequeños, las discusiones de las mayores y las admoniciones de la señora Gorman a ese silencio sepulcral. Me desmoroné en el sofá y rompí a llorar como no me lo había permitido la mañana en que hallé sin vida a mi padre.

Escuché ruidos de cascos y salí al zaguán, donde me topé con Eusebio, el cochero de mi tío Francisco. «Así que usted es la niña del señorito Leopoldo, que Dios lo tenga en su Santa Glori», expresó a modo de saludo, y su calidez me reconfortó el alma, como una bebida caliente y dulce en invierno. «Vamos, suba nomás, su tío la espera dentro», y abrió la portezuela y me ayudó a subir. Tío Francisco lucía pálido y desganado, y sólo pronunció contadas palabras durante el trayecto.

Sor Germana, la madre superiora del convento de Santa Catalina de Siena, era una mujer alta y delgada, con rasgos toscos, poco acabados. Un suave bigote gris le orlaba el bozo, mientras círculos oscuros alrededor de los ojos le conferían un semblante cadavérico. Tenía una voz grave que sabía usar para infundir respeto y temor. De personalidad severa y estricta, se preciaba de justa y solía refrendar sus decires y decisiones con citas del Antiguo y Nuevo Testamento, que repetía de memoria sin hesitar. Supe, desde el primer encuentro, que entre aquella mujer lúgubre y yo no habría entendimiento. Su amistad con mi tía Ignacia, de las benefactoras más conspicuas de la orden, había inclinado su opinión, y a mí, acostumbrada a la libertad que me concedía mi padre, me enfadó que me secuestrara los baúles. «Aquí no necesitarás nada de esto», aclaró, y me golpeó en la cara su aliento fétido, consecuencia de los largos ayunos a los que se sometía. «Imitatio Christi, de Kempis, y tu breviario, eso es todo lo que podrás leer por el momento», ordenó, mientras repasaba con una mueca displicente los títulos de mis libros. «Demasiada educación lleva a las mujeres a desatinos lascivos», y, de un golpe, cerró el baúl. Me sometió a un exhaustivo examen de catequismo, y se escandalizó al comprobar que desconocía las nociones primarias. Luego me preguntó si sabía bordar, coser o cocinar, a lo que respondí tres veces no. «Resulta claro que has estado bajo la tutela de un hombre durante mucho tiempo, y para peor, de un hombre impío». Que llamara impío a mi padre me hizo perder la compostura, y le espeté sin ambages que se cuidara de afrentar al doctor Leopoldo Montes, un hombre que había dedicado su vida a curar a los indigentes sin cobrarles un real.

Terminé castigada en una celda oscura, donde permanecería a pan y agua hasta rectificar mi actitud diabólica. Misteriosamente, la bandeja de latón que me pasaban por el torno, además de pan y agua, contenía trozos de queso, dulce de leche sólido, tajadas de carne fría, patas de pollo y otros manjares. Con todo, la oscuridad, el frío y los insectos me obligaron a desdecirme y disculparme, y dos días más tarde abandoné ese tabuco húmedo para instalarme en una celda de similar tamaño, pero con un tragaluz cerca del techo por donde filtraban rayos de sol, y una yacija con una manta. La disciplina del convento era rígida y agotadora, y me descorazonaba en la certeza de que no llegaría a acostumbrarme a ese régimen feroz y sin sentido. Un campanazo nos despabilaba a las cinco y media para maitines, proseguíamos con laudes, y por último la primera misa. En invierno, me dormía con la ropa puesta, y no me lavaba el rostro pues el agua estaba helada; mientras cruzábamos el patio hacia la capilla, se podía escuchar el castañeteo de dientes. Luego de misa, medio enfermas, nos encaminábamos al refectorio a desayunar. El resto del día se repartía entre clases de historia, lengua y catecismo, rezos y más rezos, y actividades domésticas y prácticas. Supongo que no habría logrado sobreponerme al hastío y a la desesperanza si María Pancha no hubiera estado también entre los muros de ese claustro.

Mi querida negra María Pancha. Ella, como sierva del convento, participaba del Oficio Divino y demás oraciones apartada, junto al resto de las esclavas. Servía mi mesa en el refectorio, y no pasó mucho tiempo hasta que noté que me entregaba el pedazo de pan más grande y la taza con leche hasta el borde. Entonces, reparé en ella y me llamaron la atención su porte garboso y su mirada altanera. Pronunciaban su nombre sin pausa, como si fuera uno solo, Mariapancha, por cierto un nombre demasiado simple y campestre que no congeniaba con su porte y envanecimiento. Se destacaba de sus compañeras, más bien zafias y, cuando los domingos formaban en la nave izquierda de la iglesia, María Pancha las superaba por una cabeza.

El día que me tocaba leer algún capítulo de la vida de Santa Catalina durante el desayuno o el almuerzo, luego encontraba en mi celda un tazón con leche calentita o una ración de comida envuelta en un repasador. Una tarde, mientras cultivábamos el huerto (una de mis tareas favoritas), María Pancha colocó con disimulo un papel en el bolsillo de mi delantal. «Sé dónde están tus baúles, —rezaba la esquela—. Encuéntrame esta noche, después del rosario, en la cocina». Ese fue el inicio de nuestra amistad, y adonde sea que María Pancha esté ahora, sé que me recuerda tanto como yo a ella.

La historia de María Pancha es peculiar. Su madre era blanca, una joven de familia decente a la que desposaron con un primo lejano de edad provecta y fortuna cuantiosa. Sebastiana Balbastro tenía quince años cuando se unió en matrimonio a Augusto Rondeau, un cincuentenario, que, entre otros vicios, gustaba de pegarle para luego obligarla a tener intimidad con él. La primera vez que su marido la vejó, Sebastiana huyó a casa de su padre, que la envió nuevamente a manos de Rondeau luego de permitirle a su nana que le curase las heridas. «Prefiero verte muerta antes que mi estirpe deshonrada con un matrimonio fallido. Recuerda que juraste al Señor que sería hasta la muerte», le reprochó don Benjamín Enrique Balbastro, su padre.

Sebastiana le tenía miedo a Augusto Rondeau, y pasaba gran parte del día en su recámara orando frenéticamente para que su esposo no se enfadara; salía en contadas ocasiones, a misa, a confesión o de visita a su familia, y debía hacerlo muy embozada y con los visillos de la volanta corridos. Los sirvientes, que temían y aborrecían a Rondeau tanto como Sebastiana, la protegían y ayudaban, y, luego de la cena, solían mezclar en el café una fuerte dosis de láudano que lo fulminaba en la cama, de donde no salía hasta muy tarde a la mañana siguiente.

La primera vez que Sebastiana vio al padre de María Pancha, el hombre tenía grilletes en manos y pies, y la piel de la espalda escaldada como consecuencia de una buena serie de latigazos; caminaba a tropezones, medio exangüe. Augusto Rondeau lo obligó a ubicarse en el centro del patio de los domésticos y le hizo arrojar una cubeta de agua en pleno rostro. El negro se despabiló en parte para recibir la monserga de su nuevo patrón acerca de los deberes como esclavo de la casa Rondeau. Si al hombre, agobiado por la debilidad, le flaqueaban las rodillas y caía al suelo, Augusto le propinaba un fustazo, y Sebastiana, oculta detrás de los cortinados, se mordía el puño para no bramar de rabia y dolor.

Sebastiana mandó a llamar en secreto a su nana, y le pidió que trajera linimentos y demás enseres para curaciones. Esa noche, los sirvientes agregaron una dosis muy potente de valeriana en el brandy del patrón y, mientras Sebastiana y su nana se deslizaban por los pasillos oscuros de la casona, Augusto roncaba como un marinero. Llegaron a la barraca donde yacía el esclavo nuevo, y entre las dos lo curaron y le dieron de beber un sorbo de cordial para mitigar el dolor. Permanecieron junto a él hasta que el cielo clareó y se escucharon los primeros movimientos en la casa.

«¿Por qué hace esto por mí?», preguntó una noche el negro a Sebastiana al verla aparecer en la barraca con una cazuela de carne y guiso de lentejas. «Yo también soy víctima del mal genio de mi esposo», confesó la joven. Luego de depositar la cazuela, amagó con irse, pero el negro la retuvo por la muñeca y le rogó que le hiciera compañía. «Disculpe que la haya tocado, —dijo—, pero no estoy acostumbrado a comer solo». Mientras relamía el guisado, el negro le contó que unos traficantes portugueses lo habían cazado en la selva de su patria, al sur del África. «Mi nombre es Mugabe, pero los portugueses me llamaban Joáo. Pertenezco a la gran familia de los khoikhoi; mi padre es el jefe de la tribu, el rey, como lo llaman los hombres blancos. Yo, por ser el primogénito, debía tomar su lugar cuando los dioses se lo llevaran», manifestó con amargura.

Sebastiana se mostraba interesada en las desventuras de ese hombre que la aguardaba cada noche para relatarle historias de su tierra y de sus extrañas costumbres. «Los europeos nos llaman hotentotes», aclaró, y, a pedido de Sebastiana, le habló en bantú, su lengua madre. Sólo se amaron esa noche, la noche en que él le habló en bantú, la noche que le dijo que la amaba, que la amaría siempre.

Al quedar encinta, Sebastiana no pensó que el niño que llevaba en el vientre fuera de Mugabe. Se había tratado de una noche, y ella ya había confesado su debilidad y castigado su cuerpo menudo con la disciplina y el cilicio. Ese niño era de Augusto Rondeau, que se pavoneaba frente a amigos y conocidos como macho cabrío, porque, después de que su primera mujer no le dio hijos, había empezado a preguntarse si el baldado no era él. Lo había fastidiado que lo miraran con compasión, incluso con burla, ¡no a él, Augusto Rondeau! Y sería varón, de eso nadie tenía dudas, que él sólo sabía hacer machos, que las hembras para lo único que servían era para darle a uno placer en la cama.

La noche que Sebastiana comenzó a sentir los dolores, pidió que trajeran a su nana, y Augusto Rondeau fue a buscarla en persona. Las contracciones eran intensas, y la partera temía que la criatura fuera demasiado grande, pero luego de más de tres horas de dolores y de pujar y pujar, nació una niña. Negra. La partera la miró con espanto y se la entregó a la nana, que, sollozando, la limpió y envolvió en una mantita de algodón. Con paso cansino, se la acercó a la madre, que había caído en una estado de sopor a causa del esfuerzo. «Sebastiana, querida, —la llamó—, despierta para ver a tu hija». Al ver a la criatura, Sebastiana lloró de miedo y apretujó a la niñita contra su pecho.

En el corredor se escuchaban los taconeos pesados de Augusto Rondeau y, cada tanto, puñetazos en la puerta y su voz estentórea que preguntaba: «¿Ya nació mi hijo?». «Es una niña», anunció la partera por fin. «Es negra», aclaró, y se dirigió deprisa rumbo a la cocina, en busca de los sirvientes. Augusto quedó petrificado durante un lapso en el cual perdió la noción. Al volver en sí, se encaminó a la barraca, tomó del cuello a su único esclavo negro, lo arrastró hasta la habitación de Sebastiana, y, frente a ella, la nana y la partera, le descerrajó un tiro en la cabeza. Dos sirvientes lo detuvieron cuando se disponía a hacer otro tanto con su esposa, y lo condujeron a rastras a la biblioteca, donde lo encerraron. Las sirvientas ayudaron a la señora a vestirse mientras ésta preguntaba a gritos: «¿Dónde está mi hija? ¿Dónde está mi nana?», pero ambas habían desaparecido. En pocos minutos, Sebastiana se hallaba rumbo a casa de su padre.

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