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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (12 page)

BOOK: Indias Blancas
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Una mañana, Blanca Pardo no halló fuerzas para levantarse, abrasada de fiebre y con una tos perruna que la doblegaba. Ni siquiera el aliciente de juntar dinero para que su hija Lara continuase estudiando resultó suficiente para llevarla una vez más a la orilla gélida del río a lavar ropa ajena. «Mi madre no quería que yo trabajara», refirió la muchacha a Leopoldo un día que evocaba los sacrificios de Blanca Pardo. «Decía que la culpable de todos sus males y yerros era la ignorancia supina en la que se hallaba. Por eso quería que yo fuese cultivada», agregó, echando un vistazo a los libros que ahora dormían en un anaquel.

«Sólo a usted le cuento estas cosas», confesó Lara luego de un silencio, y le dio la espalda para ocultar el rubor que le había causado su propia osadía. Leopoldo percibió que la última defensa había caído; percibió también el pánico que la dominaba, y la inseguridad y la desconfianza que le impedían entregarse a él. La tomó por los hombros y la obligó a volverse. La muchacha contuvo la respiración y, aunque quiso, no consiguió apartar sus ojos negros de los de Leopoldo. Se besaron suavemente primero, pero, a medida que el deseo contenido durante tantas semanas se rebelaba dentro de sus cuerpos, el beso se tornó osado y febril. Un momento después, Lara, agitada y con el cabello revuelto, se separó de Leopoldo y lo miró llena de rencor. «Me voy a casar con usted, señorita Lara», se apresuró a prometer Leopoldo.

A principios de la primavera, Leopoldo le dijo a Lara que debía punzar a su abuela, pues tenía los pulmones llenos de líquido, y, aunque Lara sabía que su abuela iba a morir y que resultaba cruel someterla a una operación tan dolorosa, accedió porque aún no estaba preparada para perderla y quedarse sola. Leopoldo sacó tres cucharadas soperas de agua de los pulmones de la anciana, y, luego de sellarla con opio, le confesó a Lara que dudaba que pasara la noche. La mujer murió antes del amanecer y, si no hubiese sido por Leopoldo que pagó los gastos del sepelio, Lara habría tenido que echarla en la fosa, común.

Al día siguiente del entierro de la abuela de Lara, Leopoldo le comunicó a su padre que estaba comprometido en matrimonio. En un principio, Abelardo interpretó que la elegida era Ignacia de Mora y Aragón, pues dos días atrás, doña Cayetana se había presentado en la casa de la Santísima Trinidad, muy compungida y avergonzada, para quejarse de su sobrino Leopoldo, que había besado varias veces a su hija mayor, Ignacia, e, incluso, intentado seducirla. María del Pilar no podía creer las acusaciones y se sintió tan mal que debió permanecer en cama el resto del día. Abelardo llamó a su hijo a gritos, pero Alcira le informó que había salido muy temprano sin dar explicaciones.

Leopoldo regresó dos días después, luego de atender los oficios funerarios de la abuela de Lara. Al entrar en la casona, lo recibió un ambiente tenso y extraño. Alcira lo puso al tanto de inmediato. Lo que más fastidió a Leopoldo de la infamia de su prima Ignacia fue el efecto que provocó en la salud de su madre, que aún seguía en cama preguntando por su hijo mayor cada media hora. «Lo que dice Ignacia no es cierto, madre, —aseguró Leopoldo—, jamás le puse un dedo encima». María del Pilar lloriqueaba y lo abrazaba. Ella le creía, pero, ¿y su padre?

Leopoldo explicó a Abelardo que no desposaría a Ignacia de Mora y Aragón sino a una joven llamada Lara Pardo. «¿Lara qué?», chilló Montes. Nadie conocía a esa mujer, de quién se trataba, dónde vivía, quién era su padre, a qué se dedicaba, nunca la habían visto en las tertulias de Marica Thompson ni en las de Florencia Azcuénaga. ¿Quién diantres podía ser entonces?

Nada en este mundo habría convencido a mi abuelo Abelardo Montes de aceptar a mi madre, la hija natural de una lavandera que vivía en la parte norte de la ciudad, cerca de la Plaza de Marte. Sólo repetía como desquiciado. «El hijo del Barón de Pontevedra, el nieto del Duque de Montalvo, ¡casado con una don nadie!», y no se detenía a recordar que su suegro había sufrido la misma desazón cuando, una treintena de años atrás, le había concedido la mano de su adorada Pilarita a él, un contrabandista de las Indias Occidentales. «¡Pues me importa un rábano la tal Lara Pardo! Te casarás con tu prima Ignacia», declaró Abelardo Montes junto con un golpe de bastón, y Leopoldo, que rara vez perdía la mesura, le contestó «Se puede ir al carajo. Me casaré con quien quiera, y será con Lara Pardo».

Pensaron que Ignacia rompería a llorar al conocer el bandazo que había dado su situación. Leopoldo no se casaría con ella, lo haría en cambio con una muchachita pobrísima de la zona del Retiro, mientras su honra quedaba por los suelos, pisoteada sin remedio, porque todo Buenos Aires daba por cierta la mentira de sus amoríos con Leopoldo Montes. Ignacia no derramó una lágrima, por el contrario, se levantó de la bergére, se acomodó el faldón y abandono la casa de su tía Pilarita tan hierática y seria como de costumbre.

Al día siguiente, apareció en casa de Lara, quien creyó que se trataba de una nueva clienta que deseaba alguna costura o bordado. La invitó a pasar, e Ignacia se llevó un pañuelo de encaje embebido en colonia a la nariz. Lara pasó por alto el desprecio y le indicó que se sentase, pero Ignacia negó con la cabeza para ir de lleno al punto de su interés. «Te daré este collar valuado en varios miles de reales si dejas al doctor Leopoldo Montes», y le presentó una gargantilla de tres vueltas de perlas grises que había conseguido salvar del remate general de joyas antes de la huida de Madrid. «Él está comprometido conmigo. Nos casaremos muy pronto», añadió. Lara le devolvió el collar que Ignacia había dejado sobre la mesa y la miró directo a los ojos para decirle «Si está tan segura de que él es su prometido y de que se casará con usted,
es
un desperdicio que me entregue esta joya tan costosa». Ignacia la miró confundida, conciente por primera vez de que su rival no era sólo hermosa. «Le ofrezco este collar para asegurarme que no volverá a verlo después de nuestra boda». Lara respondió. «Se nota que usted no me conoce, señorita. En caso contrario, jamás me insinuaría semejante bajeza. No se confunda yo soy una mujer pobre, no una desvergonzada. Además, es triste ver cómo una dama de su clase se humilla al reducir a un simple negocio el amor de un hombre». Le señaló la puerta y, aunque Ignacia dubitó, terminó por abandonar la casucha del peor barrio de Buenos Aires, mortificada y más insegura que antes.

Esa tarde, cuando Leopoldo visitó a Lara, la encontró demacrada y con los ojos irritados. La muchacha le refirió la visita de Ignacia de Mora y Aragón y el ofrecimiento del collar. Leopoldo perdió la paciencia y despotricó contra su prima, a quien no había concebido tan pérfida. La situación en lo de Montes se había tornado insostenible las presiones de Abelardo para que su hijo mayor dejara a la “cualquiera” y desposara a Ignacia resultaban difíciles de sobrellevar. Discusiones, gritos, amenazas, malas caras. Abelardo, impotente ante la tozudez de Leopoldo, terminó por echarlo de la casa de la calle de la Santísima Trinidad, haciendo caso omiso de las súplicas y lágrimas de María del Pilar. «Casémonos mañana», dijo Leopoldo por fin y Lara se arrojó a sus
brazos y rompió a llorar desconsoladamente.

Tito ofreció a su hermano mayor la casa donde funcionaba la botica y el laboratorio, y Leopoldo recibió la propuesta de buen grado porque, por un lado, de la herencia del abuelo Laure y Luque no quedaba ni la sombra, y por el otro, la infamia de Ignacia había dañado mucho más que su propia reputación, había defenestrado también la de Leopoldo, que, de un día para el otro, perdió sus pacientes mas adinerados, que eran quienes le pagaban los honorarios de los cuales vivía, pues su trabajo en el Protomedicato apenas si rendía escasos reales y
en la oficina de vacunación del doctor Segurola trabajaba ad honorem. Abelardo Montes no le causó ninguna gracia que su hijo Tito ayudara a la pareja indeseada, y las discusiones y reconvenciones se tornaron tan frecuentes que, semanas después de la boda de Lara y Leopoldo, Tito llenó un arcón con ropa y libros, dejó la casa paterna y se instaló en la parte delantera de la casona de la calle de las Artes.

Aunque nunca le había tenido fe a Francisco, el menor de sus hijos varones, Abelardo se avino a la realidad era el único que le quedaba. A pesar de ser el que más se le parecía en lo físico (el cabello renegrido, los ojos como el carbón y la piel cetrina), Francisco era, sin embargo, el vivo retrato de su madre en lo espiritual, un muchacho tranquilo, medroso en ocasiones, contemporizador y sensible, que gustaba de la lectura, del teatro y de la música. «¿No me habrá salido manflorón?», se atormentaba Montes, seguro de poder soportar a un hijo casado con la bastarda de una lavandera, pero jamás a uno que le tomara el gusto a los del mismo sexo. Lo llamó a comparecer una mañana muy temprano a su despacho y le ordenó sin introito: «Te casarás con tu prima Ignacia». A Abelardo Montes lo sorprendió gratamente que Francisco no sólo asintiera sin chistar sino que luciera complacido con el mandato.

Ignacia no dubitó en aceptar la propuesta de matrimonio de Francisco Montes, más allá de que siempre había despreciado su sonrisa timorata, su voz suave y baja y su excesivo sentido de la urbanidad. Le gustaba Leopoldo porque era lo opuesto: un tanto desaprensivo, rebelde, seguro de sí y arrojado. Pero de nada habían valido las triquiñuelas urdidas para atraparlo; Leopoldo se había enamorado de una muchacha basta y ramplona, sin nivel ni estirpe, que vestía harapos, que tenía las manos plagadas de callos, que llevaba el pelo suelto y que no se perfumaba. Dijo sí a Francisco, no le quedaba otra salida: Leopoldo ya se había casado y su virtud estaba en entredicho gracias a sus propios enredos.

Alcira visitaba la casona de la calle de las Artes religiosamente los miércoles por la tarde, y atochaba la despensa con conservas de albaricoques, duraznos y ciruelas, tortas con frutas secas, jamones que ella misma curaba, quesos, dulce de membrillo y de leche, y garrapiñada de maní y almendras. Mi madre le servía chocolate caliente en invierno y horchata en verano, mientras Alcira daba parte de los últimos chismes de los Montes y de las familias conocidas. Pasaban momentos muy agradables. No recuerdo aquellos miércoles por las tardes, pero, según la misma Alcira solía reseñarme, yo me había aficionado a ella, tanto que, cuando anunciaba su partida, me ponía a llorar. Pocos años más tarde, cuando mi tía Carolita, ya instalada en su mansión de la Rué du Saint Honoré en París, mandó a llamar a Alcira, aquellas tardes tan agradables de los miércoles terminaron.

Mi abuela María del Pilar también visitaba a sus hijos cuando la salud y su esposo se lo permitían. Llevaba obsequios para mi madre, mi padre, tío Tito y para mí. De aquellos obsequios aún conservo el guardapelo de oro, que siempre llevo colgado al cuello, con los mechones de mis dos hijos, y el reloj de platino de mi padre, que había pertenecido a su abuelo, el Duque de Montalvo, con las iniciales grabadas en su interior. Hace poco se lo regalé a Mariano, que lo conserva en su caja de madera, junto a sus recuerdos más preciados.

CAPÍTULO VI.

El extraño del pañuelo rojo

—¿Qué lees tan absorta?

María Pancha le habló en un susurro y, sin embargo, la sobresaltó.

—Uno de mis libros —mintió Laura—, regalo de Agustín.
Excursión a los indios ranqueles.

—Yo también leerlo —expresó María Pancha—, sé que el coronel Mansilla menciona a tu hermano varias veces durante su relato.

Laura escondió el libro en su escarcela, junto con el ponchito y el guardapelo de oro. Se sintió mal por actuar así con su criada, a quien nada ocultaba, pero temía que, en caso de conocer la existencia de las
Memorias
de Blanca Montes, se las quitara. Ya se había dado cuenta de que esa mujer sabía algo de lo que a ella le interesaba conocer y a la vez, ocultar.

El doctor Javier, de regreso de su última ronda, entró en el cuarto donde dormía Agustín. Apenas si movió los labios para saludar, contagiado por el abatimiento que flotaba en el ambiente. María Pancha lo ayudó a quitarse la chaqueta, mientras Laura lo desembarazaba del maletín. El médico se lavó concienzudamente las manos en la jofaina antes de revisar al enfermo. Le hizo algunas preguntas y le dio ánimos; luego, apartó a María Pancha y le indicó:

—Debemos bajar la fiebre. Una inflamación de las meninges sería fatal.

María Pancha conocía muchas técnicas para bajar la fiebre, entre ellas, colocar ramilletes de apestosa ruda bajo los sobacos del enfermo, que el doctor Javier aprobó. Con el transcurso de los días, el médico había aprendido a respetar la sapiencia de la negra y a convivir con sus recetas medicinales. María Pancha salió en dirección al huerto de doña Generosa, y Laura la siguió, no con la intención de ayudarla sino de respirar aire fresco y renovar los bríos que le desaparecían dentro de aquella habitación donde la muerte acechaba a su hermano sin tregua.

María Pancha cruzó el patio a trancos y no reparó en el hombre que, apartado, conversaba con Mario, el hijo del doctor Javier. A Laura, sin embargo, le llamó la atención la desproporcionada diferencia de tamaño entre el muchacho y el desconocido, que parecía un coloso al lado de Mario. Nunca había visto a un hombre de espaldas tan anchas ni de músculos tan recios, que mostraba sin decencia, pues llevaba una prenda desprovista de mangas. «Demasiado robusto y macizo para ser apuesto», resolvió, entre displicente e intrigada por verle la cara.

Mario, que lucía exaltado y sonreía, dejó el patio a la carrera, mientras llamaba a su madre con voz jubilosa. El extraño volteó, y su mirada encontró la de Laura, que se inmutó ante la frialdad y la indiferencia de aquel rostro oscuro en donde los ojos parecían serlo todo, las pestañas como espesos ribetes negros que le acentuaban el color gris perla del iris, un gris carente de luces verdes o destellos azules; se trataba de un gris puro. El extraño la estudió de arriba abajo con calma, sin prudencia ni contención, su gesto despojado de emociones, y, cuando sus miradas volvieron a toparse, se quitó el pañuelo rojo que aun llevaba en la cabeza y se inclinó apenas en señal de saludo. Laura corrió hacia el huerto como una chiquilla espantada y, mientras lo hacía, se preguntaba por qué corría, de quién escapaba. Había adoptado la actitud de una persona sin urbanidad ni modales. Al menos, debería haber correspondido al saludo.

Seguramente se trataba de un gaucho amigo del doctor Javier, de esos que vagan de campo en campo en busca de trabajo, que pasan largas horas bebiendo en las pulperías, que gustan de la guitarra, las interminables rondas de mate y los fogones, donde cuentan historias de ánimas, fantasmas y lobizones. Sus ropas le delataban el origen: guardamontes llenos de polvo, chiripá de pañete, calzoncillos cribados, camisa blanca sin mangas, botas de potro cortada y nazarenas de plata. Llevaba el cabello suelto, negro y lacio como la crin de un caballo.

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