Imperio (21 page)

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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Imperio
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—Las salas de reuniones se cambian sin previo aviso —dijo Cessy—. Creo que es la política típica del Servicio Secreto. Desde que intentaron matar al primer presidente Bush en Kuwait allá por... cuando fuera.

—Pero se esperaba que la reunión fuera larga, ¿no? —dijo Cole—. No llevas a gente como ésa a una reunión y la das por terminada a los quince minutos. Reservas tiempo suficiente para ella.

—Así que los terroristas podrían haber recibido la señal de su contacto en la Casa Blanca cuando la reunión empezó —dijo Cessy.

—¿Qué distancia había entre el punto donde entraron en el agua con las bombonas de oxígeno y la dársena? —preguntó Reuben.

—No sabemos en qué punto se sumergieron.

—No pudo ser en el canal. Está justo delante de Fort McNair y la base naval Anacostia y la base Bolling de las Fuerzas Aéreas, por el amor de Dios —dijo Reuben.

—Entonces necesitamos averiguar la capacidad de esas bombonas y cuánto aire les quedaba —dijo Cessy—, para calcular cuánto tiempo pasó desde que entraron en el agua hasta que llegaron a la dársena.

—Y así obtendremos el marco temporal en que el contacto de la Casa Blanca tuvo que estar a solas para hacer su llamada.

De nuevo, Cole volvió a levantar un poquito la mano.

—No pretendo molestar.

—Lo que significa: «No quiero que os enfadéis conmigo por molestar» —dijo la tía Margaret. Pero su sonrisa era de ánimo. Parecía que había hecho suya la tarea de animar a Cole a participar sin pedir disculpas por ello.

—Alguien ya ha calculado eso y nosotros no tenemos los recursos para hacerlo solos —dijo Cole—. ¿A quién tenemos dentro de la Casa Blanca?

—Ayer no teníamos a nadie —respondió Cessy—. Hoy tenemos... oh, no mucho... sólo al
presidente.

Mark se echó a reír. Reuben estuvo a punto de mandarlo callar, pero vio que Nick ya le había tapado la boca con una mano y Mark se lo permitía, lo que quería decir que Mark estaba de acuerdo con Nick en que debería haber estado callado, y de todas formas era Reuben quien había insistido en que los niños se quedaran a escuchar.

—Más concretamente —dijo Cessy—, tenemos a Sandy Woodruff.

—Cuyo papel es una completa incógnita. Lo que quiere decir que el personal de la Casa Blanca va a levantar una barricada para cortarle el paso.

—O que le va a hacer la pelota escandalosamente porque ella tiene toda la confianza del presidente y puede ayudarlos a quedarse donde están —dijo Cessy.

—Oh. Es verdad. Ahí las cosas no funcionan como en el Pentágono.

—Y luego está la otra pregunta: quién tuvo oportunidad para conseguir tus planes.

—Todo depende de averiguar qué versión se filtró, cosa en la que está trabajando DeeNee. Cuando lo averigüe, sabrá quién la tuvo en sus manos y podrá empezar a averiguar dónde estuvo antes de que desapareciera —dijo Reuben.

Cessy le sonrió muy, muy dulcemente.

—A menos que fuera DeeNee quien entregó el plan.

—Imposible.

—No a ellos directamente. Sino a la persona que lo entregó a la persona que lo entregó.

—No conoces a DeeNee —dijo Reuben.

—¿Como tú no conoces a LaMonte? —preguntó Cessy, todavía sonriendo.

—Exactamente igual —respondió Reuben. No sonreía—. Tenemos que confiar en alguien o más vale que nos marchemos del país y tratemos de escondernos en alguna parte.

Entonces recordó que los niños estaban escuchando.

—Estaba exagerando —les dijo—. No vamos a marcharnos del país.

—Si lo hacemos —contestó Mark—, yo quiero ir a Disney World.

—Yo quiero ir a Xanth —dijo Nick.

—Xanth es imaginario —repuso Cessy—. Y Disney World está en Estados Unidos.

—Yo tampoco lo sabía —le dijo Cole a Mark.

—Silencio, niños —ordenó Reuben—. La próxima vez no seré tan indulgente.

Se volvió hacia la mesa. Cole se cubría la boca con la mano. Vaya momento para hacerse amigo de los niños. Pero claro, tal vez eso era exactamente lo que hacía falta: un poco de humor que los tranquilizara. Un aliado adulto. Tal vez Cole estuviese siendo una buena ayuda.

—¿Puede intercalar un comentario la cocinera? —preguntó la tía Margaret mientras servía los platos de crema helada de frambuesa. Había dos de más. Chasqueó los dedos a los chicos y éstos se sentaron a la mesa.

—Puedes, ya que todo el mundo va a tener la boca llena —dijo Cessy.

—La mía ya lo está —farfulló Cole con la cuchara entre los dientes.

Mark empezó a sujetar la cuchara con los dientes también. Nick metió la suya en el helado de Mark. Una vez más, Mark aceptó pacíficamente una acción que normalmente hubiera sido motivo de pelea.

—Lo que yo digo es que no podréis averiguar nada hasta que tengáis noticias de Sandy y DeeNee, quienesquiera que sean, y ellas no podrán averiguar nada hasta mañana —dijo la tía Margaret—. Reuben sólo ha echado una cabezada desde la noche anterior al asesinato, y Cole acaba de dar un discurso ante veinte millones de espectadores.

—Eso quisiera O'Reilly —dijo Cessy.

—Id a la cama —les recomendó la tía Margaret—. Id a dormir. Yo os arroparé. Las cosas seguirán igual de sombrías y desesperadas por la mañana. ¿Está bueno el helado? Mi secreto está en la grasa hidrogenada. Se la compro a granel a los especialistas en liposucción.

—Delicioso —dijo Nick.

—¡Genial! —dijo Mark.

A las cinco de la mañana, cuando todavía estaba oscuro, Reuben se despertó y no pudo volver a conciliar el sueño. En silencio, para no despertar a Cessy, se levantó y buscó la ropa que ella le había metido en la maleta. No había mucho donde elegir. De uniforme o de paisano. Era domingo. Lo suyo hubiese sido ponerse un traje para ir a misa con Cessy y los niños. Pero si hacía eso habría todavía más revuelo. Podía cambiarse más tarde. Se puso el uniforme.

En la cocina, descubrió que Cole había hecho la misma elección.

—Veo que has decidido ir de uniforme hoy.

—Es una decisión que tomé hace años —dijo Cole—. Me has pillado. Estaba buscando a ver si había sobrado helado.

—Nunca sobra helado en casa de tía Margaret —dijo Reuben—. ¿No puedes dormir?

—Me he despertado creyendo que había oído algo. Me imaginaba un equipo de ninjas rodeando la casa y subiendo por las paredes hasta el tejado como en
Tigre y dragón.

—¿Había alguno?

—He hecho un recorrido por la casa. No hay sistema de alarma... lo he comprobado
antes
de abrir la puerta.

—¿Alguna pisada de ninja en las paredes?

—Nada. Pero había un periódico envuelto en plástico en el camino de acceso. Y allí estaba yo, en calzoncillos, con el periódico en la mano, preguntándome si la puerta se habría cerrado automáticamente detrás de mí.

—¿Se había cerrado?

—Sí, pero ha sido increíblemente fácil de forzar.

—Me da miedo preguntarlo, pero ¿con qué?

—Todavía estaba un poco abierta —dijo Cole—. Bromeaba.

—No hay mucho que hacer en West Windsor, Nueva Jersey, a las cinco y cuarto de la mañana de un domingo.

—¿Sabes lo que quiero?

—¿Para Navidad?

—Para este momento. Quiero subirme a un coche y conducir hasta la ciudad y contemplar la Zona Cero. Es domingo, son las cinco de la mañana, no habrá tráfico. Podemos ir y volver antes de misa, ¿no?

—Seguramente —dijo Reuben—. Pero creo que no verás lo que quieres ver. Ya no es un montón de escombros ni una excavación. Están construyendo algo sorprendente, ¿verdad?

—No sé hasta dónde habrán llegado. Pero aunque ahora sea un Starbucks, quiero pisar ese suelo. O al menos mirarlo. Imaginar las torres. Recordarlas. Los medios nos han prohibido recordar la caída de las torres: no nos permiten ver las imágenes. Es como si su lema fuera «olvidaos de El Álamo». Estoy cansado de obedecer su decisión de que nos volvamos ciegos.

—Voy a por las llaves del todoterreno de Mingo.

—¿No vamos en mi coche deportivo? —preguntó Cole—. Oh, espera... el vehículo de Mingo está modificado.

—No tiene nada que ver contigo ni conmigo —dijo Reuben—. Por lo que sabemos, hay una orden de búsqueda de nuestros vehículos.

—¿No tiene nada que ver con que lleve un arsenal?

—Si no hubiéramos tenido que buscar armas en Hain's Point, el presidente estaría vivo todavía. Así que tal vez sí, tal vez quiero tener armas a mano. Pero si alguien intenta detenernos, no voy a luchar. No me entrenaron como soldado para que matara estadounidenses.

El túnel Holland los llevó a la ciudad hasta no muy lejos del lugar donde antes se hallaba el World Trade Center. El tráfico era más denso de lo que Cole esperaba y la ciudad estaba ya llena de vida.

—¿Cómo duerme la gente aquí? —preguntó Cole.

—Con aire acondicionado —dijo Rube—. Les permite cerrar las ventanas y crea ruido blanco que impide oír el de la calle. Además, están acostumbrados.

—Entonces, ¿has vivido en la gran ciudad?

—No en ésta, pero he pasado mucho tiempo aquí y en otras grandes ciudades también.

—¿En el transcurso de tu vida real o de esa misión secreta de la Casa Blanca?

—Que ahora dudo que tuviera algo que ver con la Casa Blanca.

Creo que han jugado conmigo desde el principio. No sé por qué les llamé la atención, pero creo que me localizaron hace años.

—Y probablemente habían puesto un GPS en tu coche, ¿eh? Para no tener que esperar a averiguar si ibas a Hain's Point.

—Soy más paranoico todavía —dijo Rube—. ¿Crees que no registraba mi coche regularmente? Estaba haciendo cosas raras. Sistemas de armamento. Entrega de componentes. Llevando a cabo transacciones financieras en lugares remotos.

—¿Blanqueando dinero?

—No lo veía de esa forma, pero probablemente sí.

—Pero no vas a darme ningún detalle.

—Todavía existe la posibilidad de que estuviera trabajando para los buenos, y es material tan clasificado que no puede clasificarse.

—Confiaron en ti.

—Para que quedara como un idiota ante el mundo —dijo Rube—. Pero es bonito que confíen en uno.

Había sitio para aparcar en la calle. Rube aparcó en paralelo.

—Aprendiste en la NASCAR.
[7]
—Los conductores de la NASCAR siempre aparcan en doble fila. Para escapar rápido.

Cerró el coche usando el mando a distancia. Pero Cole advirtió que Rube comprobaba los seguros visualmente.

—Supongo que habrá aparcamiento más cerca, o tal vez no, y estamos tan en forma que caminar no nos hará daño.

—Llevamos los zapatos que nos ha suministrado el Gobierno —dijo Cole—. Así que estamos gastando dinero de los contribuyentes.

—¿Te pagan los zapatos? —preguntó Rube.

—Al precio del Departamento de Defensa. Así que el zapato izquierdo vale doscientos pavos y el derecho, que hay que comprar aparte, vale quinientos.

Cole apreció el hecho de que Rube se riera. Cole sabía que no era buen momento para hacer chistes tontos, pero tampoco podían amargarse todo el rato con el asesinato y las preocupaciones: tenían que mantener la mente despejada. Concentrarse era importante, pero también distanciarse. Tal vez si reían un poco, verían las cosas con mayor claridad.

A lo mejor Cole estaba tan nervioso que no podía evitar hacerse el gracioso aunque estuviese completamente fuera de lugar.
Sobre todo
en aquel momento.

No llegaron a la Zona Cero. Todavía caminaban por Barclay cuando oyeron una explosión. Luego una sirena. Luego disparos de armas de pequeño calibre. Disparos sueltos. Luego, armas automáticas. No la clase de disparos que genera un delito corriente. Los policías no llevan armas automáticas. Y aquello no parecía una minucia. Cole sabía que era algo demasiado gordo para un par de veteranos de Operaciones Especiales fuera de servicio y armados sólo con bolis y llaves.

—Quiero volver al coche de Mingo ahora mismo —dijo Rube.

Se dieron media vuelta. Echaron a correr al mismo tiempo.

Y entonces oyeron un altavoz tras ellos.

—No somos vuestros enemigos. Somos compatriotas estadounidenses que queremos proteger vuestra ciudad del Gobierno anticonstitucional de Washington. Permaneced apartados de las calles y no sufriréis ningún daño.

Se volvieron para ver qué tipo de vehículo emitía el anuncio grabado. Para ver qué tipo de acción evasiva tenían que emprender.

No era un vehículo. O tal vez lo era: era posible que hubiese un humano dentro. Pero era una especie de robot, de unos cuatro metros, como una pelota sobre dos patas. No pareció advertirlos hasta que empezaron a moverse. En cuanto lo hicieron se lanzó hacia ellos a grandes zancadas, aunque todavía estaba a cien metros de distancia.

Cole se detuvo. Lo mismo hizo Rube.

—¿Detectores de movimiento? —preguntó Rube.

—O hay un tipo dentro que acaba de divisarnos en su pantalla.

—O ambas cosas.

El altavoz volvió a sonar.

—Entren en casa. Las calles no son seguras.

—Así que el mensaje puede variar —dijo Rube.

—No quiero entrar en ninguna parte —dijo Cole—. Quiero un arma bien grande y probar qué hace falta para destruir esta maravillosa máquina que está aquí para protegerme del Gobierno anticonstitucional de Washington.

—El trasto ese parece torpe y lento. Veamos si podemos correr más que él.

No hizo falta discutirlo. Se dieron la vuelta y corrieron.

—Deténganse y no resultarán heridos. Deténganse y no resultarán heridos.

No se detuvieron.

—Deténganse ahora o se les disparará.

Cole miró por encima del hombro. La máquina acababa de acelerar.

—Es más rápida que nosotros.

—Es más rápida de lo que éramos hasta ahora —dijo Rube, y casi dobló su velocidad.

Así que el mayor se había mantenido en forma durante sus días de burócrata. Cole tuvo dificultades para alcanzarlo.

Empezaron los disparos. La advertencia se repitió.

—Hasta ahora, disparos de fogueo —dijo Cole.

—No eran disparos de fogueo —lo corrigió Rube—. Era una grabación de disparos.

—¿Sabes a qué me recuerda esto?

—A
El imperio contraataca —
dijo Rube.


Estaba pensando en
La guerra de los mundos.

—Sí, pero eso eran gráficos de ordenador de mierda. ¿Por qué creerán que dos patas son mejores que unas ruedas de tanque?

—Si todavía estamos hablando, es que no estamos corriendo lo suficientemente rápido.

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