—Yo no quiero problemas.
—No los tendrá, se lo aseguro. Solo quiero salvar a mi hija.
El recepcionista asintió con la cabeza, sin dejar de mascar chicle. A Burr, su cara le recordó una vaca rumiando.
—Si hay problemas, tendré que llamar a la poli.
—¿Tengo yo pinta de causar problemas? Pero ¡si soy profesor de literatura inglesa en Yale, por Dios! Solo quiero hablar con ella. ¿En qué habitación están?
No hubo respuesta. Era el momento de recurrir a un poco de dinero contante y sonante. Burr desdobló uno de cincuenta, que el recepcionista le arrebató con sus zarpas. Entró gruñendo en el despacho del fondo y salió con el libro de registro, que abrió encima del mostrador y giró, señalando con un dedo de salchicha. «Señores Morton.»
—¿Señores Morton? ¿Solo han cogido una habitación? ¿La ciento cincuenta y cinco?
El recepcionista asintió con la cabeza.
Harry Burr puso cara de un padre que pensaba en algo en lo que habría preferido no pensar.
—¿Y los documentos? ¿No tuvieron que enseñar ninguno?
—A veces nos olvidamos de pedirlos —fue la débil excusa del recepcionista.
Al consultar el plano del motel, Burr vio que la habitación ciento cincuenta y cinco estaba en el ala trasera, en la planta baja. Era un establecimiento barato, con entrada independiente en todas las habitaciones, y sin puertas traseras. Mejor que mejor.
Se irguió.
—Gracias, muchas gracias.
—Nada de ruido, o llamo a la poli.
—No se preocupe.
Burr volvió a su coche, que había dejado en punto muerto. Salió de la vía de acceso, y al meter la mano en la guantera le tranquilizó encontrar la culata de la Magnum semiautomática israelí Desert Eagle del cuarenta y cuatro, que era su arma de trabajo. Cogió el silenciador, lo fijó a la boca del cañón y dejó la pistola en el asiento de al lado, mientras conducía hacia la parte trasera del motel.
En lo que de él dependía, no habría ruido.
—¿Por la ventana? ¿Estás loco?
Abbey se plantó en jarras en la puerta del lavabo.
Ford no le hizo caso. Abrió la ventana corredera del lavabo, barata y de aluminio, y sacó las maletas, empezando por la de Abbey.
—Ahora tú.
—Esto es una locura.
Aun así, ella obedeció: pasó la cabeza a través de la ventana y retorció el resto del cuerpo. Ford le dio el ordenador portátil y el disco duro, antes de escurrirse también él. Ya estaban detrás del motel. Había una entrada de servicio infestada de hierbajos, una tela metálica, una zanja de desagüe y, por último, un gran aparcamiento en torno a un centro comercial destartalado. El cielo estaba gris, y lloviznaba un poco.
Abbey recogió su maleta.
—¿Y ahora qué? ¿Pedimos un taxi?
—Al centro comercial.
—Todavía no está abierto.
—No vamos de compras. Tú sígueme.
—¿Por qué corremos? —preguntó Abbey. —¿Qué has hecho?
—Luego te lo explico.
Abbey siguió a Ford por la vía de acceso. Este tiró las maletas y su cartera al otro lado de la valla.
—Vamos.
—Esto es una ridiculez.
Abbey se aferró a la tela metálica y trepó hasta dejarse caer al otro lado. Ford subió y bajó.
—No te separes de mí.
Salió a paso ligero por una franja de césped sembrada de basura, y saltó por encima de la zanja de desagüe para ir hacia el aparcamiento. Un leve chirrido de neumáticos hizo girarse a Abbey, que vio un New Beetle amarillo lanzado por la vía de servicio de detrás del motel. El vehículo frenó ruidosamente. Se abrió la puerta y saltó un hombre que se puso de rodillas.
Ford cogió a Abbey por el brazo y la arrastró detrás de un coche aparcado. Se oyó un impacto. Las ventanillas saltaron en pedazos de cristal.
—¡Madre mía!
Otro impacto, esta vez el de una bala contra la carrocería.
—Tú no te levantes. Olvídate de las maletas. Sígueme.
Ford corrió encorvado entre los coches aparcados. A continuación, Abbey oyó otro chirrido de neumáticos: el Escarabajo, que acababa de arrancar. Lo vio irse a gran velocidad hacia la carretera principal.
—Se va meter en este aparcamiento —dijo Ford—. Corre, pero de verdad.
Se arrojó hacia la única zona del aparcamiento donde había coches, haciendo volar los faldones de la americana, sin soltar la cartera. Abbey corrió para no quedarse rezagada. Al mirar por encima del hombro derecho, vio que el Volkswagen amarillo iba a toda mecha por la carretera principal; después frenó en el aparcamiento del centro comercial con un chirrido de neumáticos y se dispuso a embestirlos.
—Al suelo.
Se agacharon detrás de una camioneta Ford desvencijada. Él empezó enseguida a forzar la cerradura, y no tardó mucho en abrir la puerta.
—Entra a gatas y no te levantes.
Abbey lo obedeció: entró a gatas en el coche y se quedó por debajo de la ventanilla. Ford subió a su lado, encajó la cartera por detrás del asiento y abrió la guantera. Sacó un destornillador, desenroscó la tapa y el panel alrededor del tambor de arranque y dejó a la vista una placa fijada con clips a la parte trasera. Metió el destornillador en el contacto, lo hizo girar… y la camioneta arrancó.
Abbey seguía en el suelo, delante del asiento, sin levantar la cabeza.
—Bueno —dijo él—, aguanta y quédate en el suelo.
Abbey oyó el rugido del motor. Notó una vibración en la carrocería, y se sintió echada hacia atrás cuando la camioneta salió disparada. Se oyó un chirrido al salir de la plaza de aparcamiento, y otro agudo rugido cuando Ford pisó a fondo el acelerador.
Abbey oyó detonaciones de pistola. Se dio cuenta de que el vehículo derrapaba y, tras una serie de bandazos, culeaba y seguía adelante.
—Pero ¡bueno! —exclamó, intentando no caerse.
—Perdona.
Más detonaciones lejanas.
De pronto, con un chirrido ensordecedor y un derrape angustioso, la camioneta pasó por encima de un bache que la hizo volar un instante, antes de someterla a un choque brutal. Empezó a traquetear a gran velocidad por una mala carretera sin asfaltar, o un campo; vibraba y cabeceaba como loca, haciéndolo saltar todo alrededor de Abbey.
—Ya te puedes levantar.
Tomando fuerzas, la chica se echó hacia atrás y se subió al asiento. En efecto, la camioneta iba a toda velocidad por un campo abandonado, hacia unas vías de tren. Ford giró y condujo en paralelo a ellas, siguiendo un viejo camino de tractores. En menos de un kilómetro llegaron a un cruce elevado. El hombre dio un acelerón para subirse al firme, derrapó de lado, cruzó las vías y se lanzó por la pista de tierra a ochenta, cien, ciento veinte kilómetros por hora.
—Mira si lo hemos despistado, Abbey.
Esta se dio la vuelta. Solo se veía la pista de tierra, el gran campo con los restos de la siega, el rastro sinuoso de la camioneta y, a lo lejos, una valla rota y la carretera de la que acababan de salir. Le pareció divisar la mancha amarilla del Escarabajo en el arcén.
—Ha desaparecido.
—Estupendo.
Ford redujo la velocidad. En poco tiempo llegaron a una carretera asfaltada, por la que se metió.
—Madre mía —exclamó Abbey, quitándose del pelo una patata frita.
Miró la camioneta por primera vez. Era un modelo viejo, que apestaba a humo de cigarrillo y a leche agria. El suelo, plagado de restos de comida y tierra, la había dejado pringosa. Pasaron un indicador de la carretera interestatal, y poco después ya rodaban como una seda.
—Todo esto no me gusta —dijo Abbey—. No me gusta nada.
—Lo siento mucho, Abbey, de verdad. Ahora mismo te llevo a un lugar seguro.
—Dejo el trabajo. Esto es una porquería. Quiero irme a mi casa.
—Todavía no. Lo siento.
—¿Acabamos de robar esta camioneta, o es una pregunta estúpida?
—Respuesta afirmativa a ambas preguntas.
Sacudió la cabeza y se secó los ojos, que por alguna razón estaban empañados.
—Es como una mala película.
—Sí.
—Bueno, ¿y ahora adonde vamos?
—Aún no lo tengo decidido. Voy a llevarte a algún sitio donde estés totalmente segura, y te dejaré hasta que pueda resolver este problema.
Apoyada en el respaldo, Abbey hurgó en la guantera. Encontró unos pañuelos de papel y se sonó la nariz.
—En la maleta llevaba mi iPod.
—Eso es lo de menos.
—¡Tenía todas mis canciones!
—Tengo que ponerte a salvo. Se me ocurre una cabaña que he usado alguna vez, en Nuevo México…
—¿Nuevo México? ¿En un coche robado? No llegaremos ni de milagro.
—¿Tienes alguna idea mejor?
—Pues sí, mira. La familia de mi amiga Jackie tiene una isla en la costa de Maine, con una cabaña de pesca. Hay panel solar, agua del techo… Es perfecto para que no te encuentre nadie.
La camioneta rodaba suavemente por la interestatal.
—¿Y Jackie?
—Vendrá con nosotros. Es buena tía, y de barcos y del mar sabe más que nadie.
Ford se puso en un lateral y tomó una salida.
—Bueno, ¿y cómo llegamos a la cabaña?
—Tomando prestado el barco de pesca de mi padre, y yendo de noche.
—Lo veo factible —admitió Ford. —Ahora bien, te advierto de que os dejaré solas el tiempo que tarde en solucionar todo este lío, Abbey. Yo no puedo quedarme. Tendréis que valeros por vosotras mismas.
—Prefiero mil veces esconderme. Eso de que te peguen tiros es una mierda.
—De acuerdo, pues nos vamos a Maine.
—No había tenido tiempo de contártelo —dijo Abbey, respirando hondo—: he descubierto algo bastante increíble en el disco duro.
Ford puso cara de sorpresa.
—¿Cómo has podido abrirlo?
—Adivinando la contraseña. No te lo vas a creer: en el disco hay fotos de algo en Deimos; algo artificial, y muy antiguo. Corso lo bautizó MÁQUINA DE DEIMOS.
Ford la miró fijamente.
—Venga ya.
—Ni «venga ya» ni nada. Sale en toda una serie de imágenes: al fondo de un cráter que se llama Voltaire, escondido en la sombra, donde casi no se ve. Algún tipo de máquina. Lo digo en serio.
—Podría ser un accidente geológico. O una broma de científicos.
—Qué va.
Los ojos azules de Ford la escrutaron.
—¿Qué aspecto tiene?
—Una cosa redonda, con una especie de reborde, como un cilindro o la boca de un túnel; con esferas pegadas, y medio enterrada por el polvo.
Él la miró fijamente.
—Espera un momento. ¿Me estás diciendo que es algo extraterrestre?
—Justamente eso es lo que estoy diciendo.
Harry Burr entró sin prisas en el centro comercial, con gran movimiento de brazos y con la expresión atolondrada de quien va de compras. Consultando un plano del centro codificado por colores, vio adonde tenía que ir. Era un centro comercial de gama baja, destartalado, con el veinte por ciento de los escaparates sin ocupar. El aire acondicionado funcionaba a tope. Supuso que para refrescar a los nativos se necesitaban temperaturas siberianas; no fuera que a aquellos gordos les diese un derrame antes de haber desembolsado sus dólares.
Finalmente encontró lo que buscaba en un cartel donde ponía: SEGURIDAD DEL CENTRO. La puerta estaba cerrada. Llamó, esperó y probó a girar el pomo. Cerrado. Miró a su alrededor: ni un solo vigilante a la vista.
Tuvo un acceso de irritación, como un hipido de bilis al fondo de la garganta. Aquello empezaba a ser un coñazo, un coñazo de los gordos. No podía estar perdiendo facultades. Según sus investigaciones, Ford había estado en la CIA. El muy cabrón se las había ingeniado para escapársele en el bar, por culpa del japo y su cañón de las narices. Menos mal que no tenía ni puta idea de disparar: probablemente fuera la primera vez que usaba una del cuarenta y cinco. Luego Ford también lo había esquivado en el motel, a saber cómo. Estaba claro que esta vez Burr se estaba ganando la paga.
Luchó por reprimir la rabia. Se vanagloriaba de ser un hombre alegre por naturaleza, nada propenso a sentimientos de amargura o de venganza. Era otro de sus puntos fuertes: no se dejaba involucrar emocionalmente en lo que en el fondo no era más que el simple negocio de matar por dinero. Al menos era lo que se decía. No podía permitir que aquel encargo se convirtiese en algo personal.
Echó un vistazo al centro, que se estaba llenando rápidamente de clientela matutina. Muy afortunado había que ser para encontrar seguratas en un sitio así. En vez de derrochar horas infructuosamente buscando a la seguridad por todo el centro comercial, era mejor que vinieran a él; la montaña a Mahoma, por así decirlo. Al ver un CD World, entró, eligió a su víctima en la sección de
heavy metal
y empezó a mirar CD a su lado. Era una víctima perfecta: un gótico con granos, el pelo morado, olor a porro y una bolsa de compra. Se acercó con sigilo, cogió un CD de un grupo que se llamaba Spineshank, dio media vuelta y al pasar junto al chico le propinó un suave empujón.
—Perdón.
El gótico gruñó algo ininteligible y siguió buscando entre los compactos. Burr fue hacia las cajas y esperó a que aquel hubiera terminado de mirar para seguirlo en dirección a la salida. En cuanto el gótico cruzó el control de seguridad, saltaron las alarmas y el friqui se quedó como un ciervo ante los faros de un coche, abriendo mucho los ojos pintados de kohl con expresión de «¿Yo?».
Y ahí estaba la montaña, yendo hacia Mahoma; dos montañas, para ser exactos, jadeantes y tintineantes, que rodearon al gótico y registraron su bolsa hasta encontrar el disco de Spineshank. Ignorando sus protestas —ineficaces y sin ninguna credibilidad— de que el CD se le debía de haber caído accidentalmente en la bolsa, empezaron a acribillarle con preguntas, como tíos duros que eran, y a someterle al tercer grado.
Harry Burr se acercó, enseñando una placa que llevaba encima y que era una antigua pertenencia de un policía de Washington que se la había dejado chorizar durante un control de tráfico.
—¿El agente Wilson? —preguntó al segurata que mandaba más, leyendo su nombre en la placa.
—Sí.
Burr se guardó la suya.
—Me han dicho que preguntara por usted.
—¿Ah, sí?
—Es por el coche que han robado esta mañana. Soy el agente de enlace Washington-Virginia, División de Investigaciones Secretas, Vehículos de Motor. Me llamo teniente Moore.
Le tendió la mano. Wilson se la estrechó.