Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (59 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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Pero su optimismo se oscureció cuando se acercó al final de la calle pues aparte del sonido de sus pasos y el ruido agudo del silbido de Lunes, el mundo estaba en el más absoluto de los silencios. Las alarmas que habían armado tal estrépito al principio del día habían callado. No sonaba ninguna campana, ninguna voz gritaba. Era como si toda la vida más allá de esta vía hubiera hecho voto de silencio. Aceleró el paso. O bien su inquietud era contagiosa o los aparecidos que se entretenían al final de la calle estaban más inquietos que los que permanecían más cerca de la casa. Daban vueltas y su número, o quizá su inquietud, era suficiente para agitar el polvo cocido de la alcantarilla. No intentaron impedir su progreso, se limitaron a apartarse como una cortina fría y le permitieron cruzar el límite invisible de la calle Gamut. Cortés miró en ambas direcciones. Los perros que se habían reunido aquí durante un tiempo se habían ido; los pájaros habían abandonado cada alero y cada poste de teléfonos. Contuvo el aliento y escuchó, buscó a través del quejido de su cabeza alguna señal de vida: un motor, una sirena, un grito. Pero no había nada. Su inquietud era ahora profunda y volvió la vista hacia la calle Gamut. Por mucho que le molestase abandonarla, supuso que estaría a salvo mientras los aparecidos permanecieran en su perímetro. Aunque eran demasiado insustanciales para proteger la calle de algún atacante, dudaba que alguien se atreviera a entrar mientras ellos rondaban y se revolvían en la esquina. Con ese pequeño consuelo Cortés se dirigió hacia Gray's Inn Road y su paseo se convirtió en carrera por el camino. El calor ya no se agradecía tanto. Le pesaban las piernas y le ardían los pulmones pero no aflojó el paso hasta que llegó al cruce. Gray's Inn Road y High Holborn eran dos de las vías principales de la ciudad. Si se hubiera encontrado en esta esquina la noche más fría de diciembre, habría visto algo de tráfico en una u otra. Pero ahora no había nada, y tampoco se oía ningún murmullo en ninguna calle, plaza, callejón o glorieta cercana. La esfera de influencia que había dejado sin trabas la calle Gamut durante dos siglos al parecer se había extendido y si los ciudadanos de Londres todavía seguían por allí, lo cierto es que no se acercaban a este torturado terreno.

Y sin embargo, a pesar del silencio, el aire no carecía de cargas. Había algo más en él, algo que evitó que Cortés diera la vuelta y volviera dando un paseo a la calle Gamut: un olor tan sutil que el acre del asfalto medio cocinado casi lo tapaba, pero tan inconfundible que Cortés no podía hacer caso omiso ni siquiera del rastro que llegaba hasta él. Se entretuvo en la esquina a la espera de otra ráfaga de viento, que llegó después de un rato y confirmó sus sospechas. Sólo una era la fuente de este enfermizo perfume y sólo había un hombre en esta ciudad (no, en este Dominio) que tenía acceso a esa fuente. El In Ovo se había vuelto a abrir y esta vez las bestias que se habían convocado no eran las tonterías que se había encontrado en la torre. Eran de otra magnitud muy diferente. Cortés sólo había visto y olido una vez algo así, doscientos años antes, y habían provocado un daño incalculable. Dado que la brisa era tan débil, su rastro no podía proceder de Highgate, demasiado lejos. Sartori y su legión estaban muchísimo más cerca, quizá a diez calles de distancia, quizá a dos, quizá a punto de doblar la esquina de Gray's Inn Road y aparecer ante él.

No quedaba tiempo para evasivas. Fuera cual fuera el peligro que Jude había descubierto, o creído descubrir, era hipotético. Al contrario que este rastro y las entidades que lo rezumaban. Ya no se podía permitir retrasar los últimos preparativos más tiempo. Abandonó su lugar de vigilancia y se encaminó hacia la casa como si ya tuviera esas hordas tras los talones. Los aparecidos se dispersaron cuando dobló la esquina y bajó corriendo la calle. Lunes estaba trabajando en la puerta pero dejó caer los colores cuando oyó la llamada del maestro.

—¡Es la hora, muchacho! —chilló Cortés mientras subía todos los escalones de una sola tacada—. Empieza a llevar las piedras arriba.

—¿Empezamos?

—Empezamos.

Lunes esbozó una amplia sonrisa, soltó un alarido y se metió en la casa de un salto tras dejar a Cortés haciendo una pausa para admirar lo que ahora adornaba la puerta. Todavía era un simple esbozo pero la habilidad del muchacho como dibujante era suficiente para este propósito. Había dibujado un ojo enorme con rayos de luz emanando de él en todas direcciones. Cortés entró en la casa, contento al pensar que sería aquella mirada ardiente la que recibiría a todo aquel, amigo o enemigo, que llegase al umbral. Luego cerró la puerta y pasó el cerrojo. La próxima vez que salga, pensó, la obra de mi Padre estará hecha.

Capítulo 21

F
ueran cuales fueran los debates y riñas que se estuvieran produciendo en el templo de Urna Umagammagi mientras Jude esperaba en la orilla, detuvieron por completo el desfile de postulantes. La marea no llevó más mujeres y niños a la orilla y después de un rato, las aguas se sometieron y por fin se encalmaron, como si las fuerzas que las inspiraban estuvieran tan preocupadas que el resto de los asuntos dejaban de tener importancia. Sin reloj, Jude sólo podía suponer cuánto tiempo había pasado esperando, pero las ocasionales miradas que le lanzaba al cometa le indicaban que tendría que medirse en horas más que en minutos. ¿Comprendían bien las Diosas lo urgente que era este asunto, se preguntó, o las eras que habían pasado en cautividad y en el exilio habían ralentizado su sensibilidad de tal forma que era posible que su debate durara días y no se dieran cuenta de todo el tiempo que había pasado?

Se culpó a sí misma por no haber dejado más clara la urgencia de este asunto. El día seguiría avanzando en el Quinto e incluso si habían conseguido convencer a Cortés para que pospusiera los preparativos durante un tiempo, su amigo no lo haría de forma indefinida. Y tampoco podía culparlo. Todo lo que tenía era un mensaje (traído por un mensajero no demasiado fiable) que decía que aquello no era seguro. Eso no sería suficiente para hacerlo poner en peligro la Reconciliación. Él no había visto los horrores que había visto ella en el Cuenco de Boston, así que en realidad no comprendía lo que estaba en juego. Cortés se estaba ocupando, como ella misma había dicho, de los asuntos de su Padre, y la posibilidad de que tales asuntos pudieran marcar el fin de Imajica era, sin lugar a dudas, lo último que tenía en mente.

Dos veces la distrajeron de estos melancólicos pensamientos: la primera vez cuando una joven bajó a la orilla para ofrecerle algo de comer y de beber, alimentos que ella aceptó agradecida; la segunda cuando sintió la llamada de la naturaleza y se vio obligada a buscar por la isla un lugar protegido en el que agacharse y vaciar la vejiga. Tal timidez a la hora de hacer aguas menores en este lugar era, por supuesto, absurda y Jude lo sabía, pero seguía siendo una mujer del Quinto, por muchos milagros que hubiera visto. Quizá al final aprendiera a tomarse esos actos con más ligereza pero llevaría su tiempo.

Cuando volvió del lugar que había encontrado entre las rocas con la vejiga más ligera, la canción de la puerta del templo, que se había ido acallando hasta convertirse en un murmullo y luego desaparecer mucho tiempo atrás, comenzó de nuevo. Fin lugar de volver al lugar donde había velado, Jude dio la vuelta al templo y se dirigió a la puerta; le daban elasticidad a su paso las aguas de la cuenca, que se habían despojado de su inercia y una vez más rompían contra la orilla. Al parecer, las Diosas habían tomado una decisión. Jude quería oír la noticia tan pronto como fuese posible, por supuesto, pero no podía evitar sentirse un poco como la acusada que debía volver a la sala de justicia.

Había un cierto ambiente de expectación entre las que esperaban en la puerta. Algunas de las mujeres sonreían, otras parecían tristes. Si sabían algo de la sentencia, la interpretaban de formas radicalmente diferentes.

—¿Debería entrar? —le preguntó Jude a la mujer que le había traído comida.

La otra asintió con vigor, aunque Jude sospechaba que sólo quería acelerar un proceso que las había retrasado a todas. Volvió a atravesar la cortina de agua para entrar en el templo. Este había cambiado. Aunque la sensación de que su percepción interior y exterior estaban aquí unidas era tan fuerte como siempre, lo que percibían era bastante menos tranquilizador que antes. No había señal de la luz papirofléxica, ni de los cuerpos de donde se habían derivado esas formas. Ella era, al parecer, la única representante de los seres de carne y hueso y la escudriñaba una incandescencia mucho menos tierna que la mirada de Urna Umagammagi. Entrecerró los ojos para defenderse pero los párpados y las pestañas no podían hacer mucho para suavizar una luz que ardía en su cabeza más que en sus córneas. Aquel resplandor la intimidaba y quiso alejarse, pero no lo hizo al pensar que el consuelo de Urna Umagammagi la esperaba en algún lugar de su interior.

—¿Diosa? —aventuró.

—Estamos aquí juntas —fue la respuesta—. Jokalaylau, Tishalullé y Yo.

Mientras la Diosa pasaba lista, Jude comenzó a distinguir formas dentro de la luminosidad. No eran los glifos inagotables que había visto en este lugar. Lo que veía sugería no abstracciones, sino sinuosas formas humanas que flotaban en el aire sobre ella. Aquel era un cambio de rumbo radical y extraño, pensó. ¿Por qué, cuando en el pasado había podido compartir las naturalezas esenciales de Jokalaylau y Urna Umagammagi, le presentaban ahora rostros más humildes? Aquello no auguraba nada bueno para la conversación que tenía por delante. ¿Habían decidido ataviarse con materia más trivial porque habían decidido que no era digna de posar sus ojos sobre la verdad que eran Ellas? Jude se concentró con fuerza para captar los detalles de la apariencia de las Diosas pero o bien su vista no era lo bastante sofisticada o las Diosas presentaban resistencia. En cualquier caso, sólo pudo retener en su mente algunas impresiones: estaban desnudas, tenían los ojos incandescentes y por Sus cuerpos corría el agua.

—¿Nos ves? —Jude oyó preguntar a una voz que no reconoció, la de Tishalullé, supuso.

—Sí, por supuesto —dijo—. Pero no… no del todo.

—¿No lo había dicho? —dijo Urna Umagammagi.

—¿Decir qué? —quiso saber Jude, luego se dio cuenta de que el comentario no iba dirigido a ella, sino a las otras Diosas.

—Es extraordinario —dijo Tishalullé.

La docilidad de su voz era seductora y cuando Jude le prestó atención, la nebulosa forma de aquella Diosa se concretó un poco más, las sílabas trajeron consigo la visión. El rostro tenía rasgos orientales pero sin rastro de color en las mejillas, los labios o las pestañas. Y sin embargo, lo que debería haber sido insulso, era en realidad de una exquisita sutileza, su simetría y sus curvas delineadas por la luz que destellaban Sus ojos. Bajo aquella calma, su cuerpo era otra cosa muy diferente. Estaba cubierto en toda su longitud por lo que Jude en un principio tomó por tatuajes de algún tipo, tatuajes que seguían el movimiento de su anatomía. Pero cuanto más estudiaba a la Diosa (y lo hizo sin vergüenza) más movimiento vio en esas marcas. No estaban sobre Ella sino en Ella, miles de lengüetas diminutas que se abrían y se cerraban al mismo ritmo. Vio que había varios bancos y a cada uno lo barrían olas de movimiento independientes. Una le subía desde la ingle, donde la inspiración de todos ellos tenía su lugar; otras le bajaban por los miembros hasta las puntas de los dedos de las manos y de los pies, y el movimiento de cada banco convergía cada diez o quince segundos y en ese momento una segunda sustancia parecía brotar de esas ranuras y formar de nuevo a la Diosa delante de los asombrados ojos de Jude.

—Creo que deberías saber que he conocido a tu Cortés —dijo Tishalullé—. Lo abracé en la Cuna.

—Ya no es mío —respondió Jude.

—¿Te importa, Judith?

—Por supuesto que no le importa —se oyó la respuesta de Jokalaylau—. Tiene a su hermano para calentarle la cama. El Autarca. El carnicero de Yzordderrex.

Jude volvió los ojos hacia la Diosa de las Nieves Perpetuas. Los detalles de su forma eran más esquivos que los de Tishalullé pero Jude estaba decidida a saber qué aspecto tenía y clavó los ojos en la espiral de llamas frías que ardían en el centro de aquel organismo divino y la contempló hasta que escupió arcos resplandecientes contra los límites del cuerpo de Jokalaylau. La luz de la colisión fue breve pero bajo ella Jude consiguió vislumbrar lo que quería. Allí flotaba una Negra imperiosa, los ojos ardientes de párpados pesados, las manos cruzadas por las muñecas que luego se volvieron sobre sí mismas para entrelazar los dedos. No era, después de todo, una visión tan aterradora. Pero la Diosa presintió que habían descubierto su rostro y respondió con una repentina transformación. Sus lozanos rasgos quedaron momificados en un instante, los ojos se hundieron, los labios se marchitaron y retrajeron. Los gusanos devoraron la lengua que se asomaba entre los dientes.

Jude dejó escapar un grito de repugnancia y los ojos volvieron a encenderse en las cuencas de Jokalaylau, la boca repleta de gusanos se abrió aún más cuando una carcajada se elevó de su garganta y despertó los ecos del templo.

—No es tan extraordinaria, hermana —dijo Jokalaylau—. Mira cómo tiembla.

—Déjala en paz —respondió Urna Umagammagi—. ¿Por qué has de estar siempre poniendo a prueba a la gente?

—Hemos resistido porque nos hemos enfrentado a lo peor y hemos sobrevivido —le contestó Jokalaylau—. Esta habría muerto en la nieve.

—Lo dudo —dijo Umagammagi—. Dulce Judith…

Todavía temblando, Jude se tomó un momento para contestar.

—No le tengo miedo a la muerte —le dijo a Jokalaylau—. Ni a los trucos baratos.

Una vez más habló Umagammagi.

—Judith —dijo—. Mírame.

—Sólo quiero que entienda…

—Dulce Judith…

—… que a mí nadie me intimida.

—… mírame.

Y ahora Jude lo hizo y esta vez no hubo necesidad de salvar ambigüedades. La Diosa apareció ante Jude sin desafíos ni esfuerzos y la visión era paradójica. Urna Umagammagi era una anciana, su cuerpo tan marchito que casi carecía de sexo, el cráneo sin cabello y alargado de una forma sutil, los ojos diminutos tan enterrados entre las arrugas que apenas eran algo más que destellos. Pero la belleza de su glifo estaba ahí, en esta carne: sus ondulaciones, sus parpadeos, su movimiento natural e incesante.

—¿Lo ves ahora? —dijo Urna Umagammagi.

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