Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (56 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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En estos deslumbrantes pasillos había mujeres de todo tipo de formas y tamaños. Muchas, explicó Lotti, eran como ellas, antiguas prisioneras del Bastión o de su temido Anexo; otras se habían limitado a encontrar el camino colina arriba siguiendo sus instintos o los arroyos, tras dejar a sus maridos, vivos o muertos, abajo.

—¿Aquí no hay ningún hombre?

—Sólo los más pequeños —dijo Lotti.

—Todos son pequeños —comentó Paramarola.

—Había un capitán en el Anexo que era una mala bestia —dijo Lotti—, y cuando llegaron las aguas debía de estar vaciando la vejiga porque su cuerpo pasó flotando al lado de nuestra celda con los pantalones desabrochados.

—Y sabes, todavía se estaba sujetando la hombría —dijo Paramarola—. Tuvo que elegir entre eso y nadar…

—… y en lugar de soltarse, se ahogó —dijo Lotti.

Cosa que divirtió muchísimo a Paramarola, que se echó a reír con tantas ganas que desbancó la boca del bebé de su pecho. Saltó un borbotón de leche sobre el rostro del niño, lo que provocó una nueva oleada de alegría. Jude no preguntó cómo era que Paramarola era tan nutritiva cuando no era la madre del niño ni estaba, era de suponer, embarazada. Era sólo uno de los muchos enigmas que le mostraba este viaje: como el estanque que se aferraba a una de las paredes, rebosante de peces luminosos; o las aguas que imitaban al fuego y con las cuales algunas mujeres habían hecho coronas; o aquella anguila inmensamente larga que vio pasar a su lado, la cabeza con la boca abierta en el hombro de un niño, el cuerpo serpenteando entre media docena de mujeres, de un lado a otro de sus hombros diez veces o más. Si hubiera pedido una explicación para cualquiera de aquellas visiones, se habría visto obligada a preguntar por todas y jamás habrían recorrido más de unos cuantos metros de pasillo.

El viaje las llevó, por fin, a un lugar en el que las aguas habían tallado un estanque poco profundo al borde de la cuenca principal, servido por varios riachuelos que trepaban por los escombros y lo llenaban hasta que rebosaba y ese exceso se derrumbaba sobre la cuenca en sí. Dentro y alrededor del estanque había unas treinta mujeres y niños; algunos jugaban, algunas hablaban pero la mayor parte, despojadas de sus ropas, esperaban en silencio en el estanque y contemplaban lo que las aguardaba al otro lado de las turbulentas aguas de la cuenca, la isla de Urna Umagammagi. En el mismo instante en que Jude y sus guías se acercaron al lugar, una ola rompió contra el borde del estanque y dos mujeres, que se encontraban allí de pie cogidas de la mano, la acompañaron en su retirada para que las transportara hasta la isla. En aquella escena había un cierto erotismo que en otras circunstancias Jude desde luego habría negado sentir. Pero aquí, tal gazmoñería parecía superflua, incluso absurda. Permitió que su imaginación se preguntase cómo sería hundirse en medio de esta desnudez, donde el único rastro de masculinidad se encontraba entre las piernas de un lactante; rozar sus pechos contra los de otras, dejar que le besaran los dedos y le acariciaran el cuello y besar y acariciar ella a su vez.

—El agua de la cuenca es muy profunda —dijo Lotti a su lado—. Llega hasta el fondo de la montaña.

¿Qué les había pasado a los muertos, cuya compañía Dowd había encontrado tan educativa, se preguntó Jude? ¿Los habían arrastrado las aguas, junto con las invocaciones y las súplicas que habían caído en esa misma oscuridad desde debajo de la Torre del Eje? ¿O se habían disuelto en una única sopa, perdonado el sexo de los hombres muertos, curado el dolor de las mujeres muertas y (todo mezclado con las plegarias) se habían convertido en parte de este torrente infatigable? Eso esperaba. Si los poderes que había aquí querían tener autoridad para enfrentarse al Invisible, iban a tener que reclamar hasta la última fuerza abandonada que pudieran encontrar. Los muros que separaban los kesparates ya se habían derribado, y los arroyos chapoteaban y convertían la ciudad y el palacio en un continuo. Pero el pasado también debía recuperarse y conservarse los milagros que había ostentado, fueran cuales fueran y desde luego tenía que haber existido alguno, incluso aquí. Y eso era algo más que un deseo abstracto por parte de Jude. Ella era, después de todo, uno de esos milagros, hecha a imagen y semejanza de la mujer que había regido aquel lugar con tanta ferocidad como su marido.

—¿Es esta la única forma de llegar a la isla? —le preguntó a Lotti.

—No hay ningún ferry si a eso te refieres.

—Entonces será mejor que empiece a nadar —dijo Jude.

La ropa era un estorbo pero todavía no se sentía tan cómoda consigo misma como para poder despojarse de ella en las rocas y entrar en las aguas desnuda, así que tras un breve agradecimiento a Lotti y Paramarola, Jude empezó a bajar por la caída de rocas que rodeaba el estanque.

—Espero que te equivoques —le gritó Lotti.

—Yo también —respondió Jude—. Créeme, yo también.

Tanto este intercambio como su desgarbado descenso atrajeron la perpleja mirada de varias de las bañistas, pero ninguna puso ninguna objeción a su aparición entre ellas. Cuanto más se acercaba a las aguas de la cuenca, sin embargo, más nerviosa la ponía la idea de cruzarlas. Habían pasado varios años desde la última vez que había nadado una distancia significativa y dudaba que tuviera la fuerza necesaria para resistirse a las corrientes y remolinos si estos decidían evitar que llegara a su destino. Pero no la ahogarían, seguro. La habían traído hasta aquí arriba, después de todo, la habían transportado por todo el palacio sin causarle ningún daño. La única diferencia entre este viaje y aquel (aunque era una diferencia muy profunda, desde luego) era la hondura del agua.

Se acercaba otra ola al borde del estanque y había una mujer con una criatura flotando hacia ella para cogerla. Pero antes de que pudieran hacerlo, Jude cogió impulso y saltó desde la piedra a la que se había encaramado, pasó por encima de las cabezas de las bañistas casi rozándolas y se hundió en la marea. Más que bucear, cayó a plomo y el impulso la llevó a las profundidades. Agitó los brazos con fiereza para incorporarse y abrió los ojos pero fue incapaz de decidir hacia dónde estaba la superficie. Las aguas lo sabían. La izaron de las profundidades como si fuera un corcho y la arrojaron hacia la espuma. Ya se había alejado veinte metros o más de las rocas y la ola se la llevaba a cierta velocidad. Tuvo tiempo para vislumbrar a Lotti, que la buscaba entre la espuma, luego los remolinos la giraron y la volvieron a girar hasta que ya no supo en qué dirección se encontraba el estanque. En lugar de eso, clavó los ojos en la isla y comenzó a nadar lo mejor que pudo hacia ella. Las aguas parecían conformarse con complementar sus esfuerzos con energías propias, aunque estaban describiendo una espiral alrededor de la isla y al tiempo que la acercaban a su costa, también la hacían rodearla en un movimiento contrario a las agujas del reloj.

La luz del cometa caía en las olas que la envolvían y su fulgor ocultaba las profundidades, cosa de la que Jude se alegraba. Sabía que flotaba pero no quería que nada le recordara el pozo que había bajo sus pies. Invirtió toda su voluntad en la tarea de nadar, ni siquiera se permitió disfrutar de la agitación de las aguas contra su cuerpo. Tal lujo, como las preguntas que había querido hacer mientras caminaba con Lotti y Paramarola, quedaba para otro día.

La costa estaba a menos de cincuenta metros pero sus brazadas se fueron haciendo cada vez más irrelevantes a medida que se acercaba a la isla. Al tiempo que la espiral se tensaba, la marea iba adquiriendo más autoridad, así que Jude terminó por renunciar a cualquier intento de propulsarse por sí misma y se rindió por completo al abrazo de las aguas. Estas la llevaron alrededor de la isla dos veces antes de que ella sintiera que raspaba con los pies las empinadas rocas que había bajo el oleaje y se presentara ante ella una magnífica, aunque vertiginosa, vista del templo de Urna Umagammagi. Como era de esperar, las aguas habían estado aquí más inspiradas que en cualquier otro punto que ella hubiera visto. Habían trabajado los bloques con los que se había construido la torre, monumentales como eran, y habían erosionado la argamasa que los unía, luego se habían ido comiendo la parte superior e inferior y habían sustituido su severidad por unas matemáticas de ondulación. Losas de piedra del tamaño de los mamposteros que los habían tallado ya no estaban unidas sino que mantenían el equilibrio como acróbatas, una esquina apoyada en otra, mientras el agua radiante atravesaba las cavidades y continuaba la tarea de convertir lo que en otro tiempo había sido una torre inexpugnable en una columna desposada de agua, piedra y luz. Las motas erosionadas habían bajado por los arroyuelos y se habían depositado en la orilla convertidas en una arena fina y suave en la que yació Jude cuando salió de la cuenca, y allí le ofrecieron una gozosa bienvenida un cuarteto de niños que jugaba cerca.

Jude se permitió sólo un momento para recuperar el aliento, luego se levantó y empezó a subir por la playa hacia el templo. La entrada estaba desgastada con la misma elaboración que los bloques, un velo de agua brillante ocultaba el interior de las personas que aguardaban cerca. Había quizá una docena de mujeres en el umbral. Una de ellas, una chiquilla que apenas había pasado la pubescencia, caminaba sobre las manos; otra parecía estar cantando pero la música estaba tan cerca de la corriente de agua que Jude fue incapaz de decidir si fluía una voz o algún arroyo aspiraba a convertirse en melodía. Como ya había ocurrido en el estanque, nadie puso objeciones a su súbita aparición, ni comentó el hecho de que ella a la abrumaban unas ropas empapadas mientras que las demás se encontraban en varios estadios de desnudez. Una benigna languidez las bañaba a todas y si no hubiera sido por su fuerza de voluntad, Jude quizá hubiera dejado que a ella también la envolviera. No dudó, sin embargo, sino que atravesó la puerta de agua sin dirigirle ni siquiera un murmullo a las que esperaban ante el umbral.

Dentro no la recibió ninguna visión sólida sino que el aire estaba lleno de formas de luz que se plegaban y desplegaban como si unas manos invisibles estuvieran realizando un lúcido trabajo de papiroflexia. No se afanaban en conseguir un simple parecido, transformaban aquel radiante material una y otra vez y cada nueva forma aspiraba ya a convertirse en otra aun antes de que quedara fijada la primera. Jude se miró los brazos. Todavía eran visibles pero no como algo de carne y hueso. Ya habían aprendido el truco de la luz y estaban floreciendo, convertidos en una multiplicidad de formas que querían sumarse al juego. Estiró el brazo para tocar a una de sus compañeras con aquellos prósperos dedos y, al rozarla, pudo ver un destello de la mujer desde la que se había originado este
origami.
Apareció de la misma forma que lo haría un cuerpo si una sábana mojada ondeara contra ella y por un momento se aferrara a la forma de su cadera, su mejilla y su pecho y luego volviera a ondear y se llevara ese destello. Pero allí se había esbozado una sonrisa, de eso Jude estaba segura.

Tranquilizada porque no estaba sola ni su presencia resultaba desagradable, Jude comenzó a adentrarse en el templo. La promesa erótica que había sentido por vez primera al asomarse al estanque se hacía realidad ahora. Sintió las formas de su propio cuerpo extendiéndose como gotas de leche que cayeran en el aire fluido y rozaran los cuerpos de aquellas entre las que pasaba. Meditaciones, la mayor parte a medio formar, se mezclaban con esa sensación. Quizá se disolviera aquí y saliera fluyendo por las paredes para unirse a las aguas que rodeaban las islas; o quizá ya estuviera en ese mar y la carne y la sangre que creía poseer no fueran más que un producto de esas aguas, conjuradas para consolar la soledad de la tierra. O quizá… quizá… quizá. Las especulaciones no estaban divorciadas del roce de las formas, formaban parte del placer, sus nervios daban esos frutos, que, a su vez, la hacían más sensible a las caricias de sus compañeras.

Se dio cuenta de que estas se iban desprendiendo a medida que ella avanzaba. Su progreso la iba llevando a lo más alto del templo. Si había existido un suelo sólido bajo sus pies, Jude había dejado de percibirlo al cruzar el umbral y elevarse sin esfuerzo, su materia poseída del mismo genio que desafiaba a la naturaleza que las aguas que había dejado abajo. Hubo otro movimiento más adelante, sobre ella, más sinuoso que las formas que había encontrado en la puerta y se alzó hacia él como si la invocara, rezando para que cuando llegara el momento, ella tuviera palabras y labios con los que dar forma a los pensamientos que embargaban su cabeza. El movimiento era cada vez más claro y si había albergado alguna duda en cuanto a si imaginaba o veía estas escenas, esa dicotomía quedaba ahora eliminada por completo.

Estaba viendo con su imaginación y al mismo tiempo imaginando que veía el glifo que pendía del aire delante de ella: una banda de Mobius de agua acosada por la luz, un ritmo firme que pasaba a través del lazo constante y arrojaba ondas de resplandecientes colores que a su vez derramaban lluvias brillantes a su alrededor. Aquí estaba la que levantaba manantiales; aquí estaba la que convocaba a los ríos; aquí estaba la presencia sublime cuya fuerza había convertido el palacio en escombros y había construido un hogar para océanos y niños allí donde antes sólo había existido el terror. Aquí estaba Urna Umagammagi.

Aunque estudió el glifo de la Diosa, Jude no vio ningún indicio de nada que respirase, sudase o corrompiese en su interior. Pero había tal irradiación de ternura de aquella forma que, aun careciendo de rostro como carecía la Diosa, Jude tenía la sensación de que podía sentir su sonrisa, su beso, su amorosa mirada. Y era amor. Aunque este poder no la conocía en absoluto, Jude se sentía abrazada y consolada como sólo el amor sabía abrazar y consolar. Jamás había habido un momento en su vida, hasta ahora, en el que alguna parte de ella no hubiese tenido miedo. Era la condición de estar vivo que hasta el éxtasis iba acompañado por la inminencia de su fallecimiento. Pero aquí tales terrores parecían absurdos. Este rostro la amaba de una forma incondicional y seguiría haciéndolo para siempre.

—Dulce Judith —oyó que decía la Diosa, la voz tan cargada, tan llena de resonancias que estas pocas sílabas eran un aria—. Dulce Judith, ¿qué es tan urgente para que arriesgues tu vida para venir aquí?

Al tiempo que Urna Umagammagi hablaba, Jude vio aparecer su propio rostro en las ondas, se iluminó y luego fue saliendo convertido en un hilo de luz que se mezclaba con el glifo de la Diosa. Me está leyendo, pensó Jude. Está intentando entender por qué estoy aquí y cuando lo haga, se llevará la responsabilidad. Podré quedarme con Ella en este glorioso lugar, para siempre.

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