Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (12 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—Casi tengo tentaciones de quedarme —dijo—. Pero tengo trabajo que hacer. ¿Trabajo? ¿Qué trabajo tenían los sueños además de cumplir las órdenes de los que los sueñan?

—No te vayas —le exigió ella.

—He terminado —dijo él.

El hombre ya se bajaba de la cama. Ella estiró la mano para cogerlo pero incluso en sueños la languidez de la almohada se apoderaba de ella y él ya había traspasado los velos antes de que los dedos femeninos lo alcanzaran. La mujer volvió a hundirse en un lento desvanecimiento mientras contemplaba cómo la figura masculina se iba haciendo más remota a medida que las capas de gasa se multiplicaban entre ellos.

—Sigue así de hermosa —le dijo él—. Quizá vuelva a buscarte cuando haya construido la nueva Yzordderrex.

Cosa que para ella no tenía mucho sentido, pero no le importó. Era una miserable invención suya, y no valía nada. La dejó irse, la figura pareció detenerse en la puerta como si quisiera lanzarle una última mirada antes de desaparecer por completo. Pero su mente apenas lo había dejado ir cuando conjuró una compensación. Los velos de los pies de la cama se separaron y apareció Concupiscencia con sus muchas colas y el brillo del ansia en los ojos. No esperó a que cruzara entre ellas ninguna palabra sino que trepó a la cama con la mirada clavada en la ingle de Judith y la lengua azulada saliendo y entrando de la boca al aproximarse. Jude levantó las rodillas. La criatura bajó la cabeza y empezó a lamer lo que el amante soñado había dejado mientras sus palmas sedosas acariciaban los muslos de Jude. La sensación la calmó y contempló a través de los párpados de sus ojos narcotizados cómo la limpiaba Concupiscencia. Antes de terminar, el sueño se fue desdibujando y la criatura todavía seguía con sus caricias cuando descendió otro velo, este tan denso que entre sus pliegues Jude perdió tanto la vista como la sensibilidad.

Capítulo 4
1

C
omo galeones virados hacia el viento del desierto y navegando a toda vela ante él, las tiendas de los carestes daban un bonito espectáculo desde lejos, pero la admiración de Cortés se convirtió en asombro cuando el coche se acercó y quedó clara su magnitud. Tenían la altura de edificios de cinco pisos y más, torres ondeantes de tela de color ocre y escarlata, colores aún más vividos dado que el suelo del desierto, que había sido del color de la arena al principio, era ahora casi negro y los cielos contra los que se levantaban eran grises debido al muro que se alzaba entre el Segundo Dominio y el mundo desconocido por el que rondaba Hapexamendios.

Floccus detuvo el coche a medio kilómetro del perímetro del campamento.

—Debería adelantarme —dijo— y explicar quiénes somos y qué estamos haciendo aquí.

—Que sea rápido —le dijo Cortés.

Floccus se alejó con la agilidad de una gacela por un suelo que ya no era arena sino una alfombra silícea de fragmentos de piedras, como recortes de alguna escultura extraordinaria. Cortés miró al místico, que yacía en sus brazos como si estuviera sumido en un sueño encantado, la frente inocente de arrugas. Le acarició la mejilla fría.

¿Cuántos amigos y seres queridos debía de haber visto fallecer en los dos siglos y más de su vida en la tierra? Aunque había borrado esas penas de su mente consciente, ¿podía dudar de que habían dejado su marca, habían alimentado el terror que le inspiraba la enfermedad y habían endurecido su corazón a lo largo de los años? Quizá siempre había sido un mujeriego y un plagiario, un maestro de la emoción falsificada, ¿pero era eso tan sorprendente en un hombre que sabía en lo más profundo de sus entrañas que el drama, por mucho que te abrasara el alma, era algo cíclico? Los rostros cambiaban una y otra vez pero la historia seguía siendo en esencia la misma. Como a Klein le había gustado señalar, no existía eso de la originalidad. Ya se había dicho todo, ya se había sufrido todo. Si un hombre sabía eso, ¿tan extraño era que el amor se convirtiera en algo mecánico y la muerte fuera sólo una escena que había que evitar? Ningún saber absoluto se adquiría con eso. Sólo una vuelta más en el tiovivo, otra escena desdibujada más de rostros sonrientes y rostros afligidos.

Pero no había fingido lo que sentía por el místico y había tenido buenas razones para ello. Al oír a Pai negarse a sí mismo («No soy nada y no soy nadie», había dicho la criatura al principio), Cortés había escuchado un eco de la angustia que él también sentía y en la mirada de Pai, cargada con el peso de los años, había visto el alma de un compañero que entendía el dolor innombrable que él soportaba. La criatura lo había despojado de sus farsas y embustes y le había dado a probar el maestro que había sido y quizá volvería a ser. Se podía hacer mucho bien con semejante poder, ahora lo sabía: había brechas que curar, derechos que restaurar, naciones que levantar y esperanzas que despertar. Necesitaba la inspiración de su compañero a su lado si iba a ser un gran Reconciliador.

—Te quiero, Pai'oh'pah —murmuró.

—Cortés.

Era la voz de Floccus, que lo llamaba desde el otro lado de la ventanilla.

—He visto a Atanasio. Dice que tenemos que entrar directamente.

—¡Bien! ¡Bien! —Cortés abrió la puerta de golpe.

—¿Necesitas ayuda?

—No, ya llevaré yo a Pai. —Salió y luego metió los brazos en el coche y cogió al místico.

—Cortés, ¿entiendes que este es un lugar sagrado? —dijo Floccus mientras lo guiaba hacia las tiendas.

—Nada de cantar, bailar, ni tirarse pedos, ¿eh? No pongas esa cara, Floccus. Lo entiendo.

Al acercarse, Cortés se dio cuenta de que lo él había tomado por un campamento de tiendas muy juntas, era en realidad un continuo; a los varios pabellones, con sus tejados abatidos, se unían tiendas más pequeñas para formar una única bestia dorada de viento y lona.

Dentro de su cuerpo, las ráfagas de viento lo mantenían todo en movimiento. Los temblores atravesaban incluso las paredes más tensas y en las alturas de los tejados, las ringleras de tela giraban como las faldas de los derviches emitiendo un suspiro constante. Había personas allá arriba, entre los pliegues; algunas caminaban sobre telarañas de cuerdas como si fueran tablas sólidas, otras estaban sentadas delante de ventanas inmensas abiertas en el techo, con los rostros vueltos hacia el muro del Primer Mundo como si anticiparan que desde ese lugar los llamarían en cualquier momento. Si tal llamada se produjera, no habría agitadas carreras. El ambiente era tan medido y tranquilizador como el movimiento de las velas bailarinas que se izaban sobre ellos.

—¿Dónde encontramos al médico? —le preguntó Cortés a Floccus.

—No hay ningún médico —le respondió—. Sígueme. Nos han asignado un lugar para acostar al místico.

—Tiene que haber algún tipo de atención médica.

—Hay agua fresca y ropas. Quizá algo de láudano y cosas parecidas. Pero Pai ya está más allá de todo eso. El uredo no se va a extraer con medicación. Es la proximidad del Primer Dominio lo que lo curará.

—Entonces deberíamos salir ahora mismo —dijo—. Colocar a Pai más cerca de la Mácula.

—Para acercarnos más de lo que lo estamos ahora necesitaríamos más resistencia de la que poseemos tú o yo, Cortés —dijo Floccus—. Ahora sígueme y muestra respeto hacia este lugar.

Guió a Cortés a través del trémulo cuerpo de la bestia hasta una tienda más pequeña donde se habían colocado una docena de sencillas camas bajas, algunas ocupadas, la mayor parte no. Cortés colocó al místico en una y se puso a desabotonarle la camisa mientras Floccus se iba en busca de agua fresca para su piel, ahora ardiente, y de algún alimento para Cortés y él mismo. Mientras esperaba, Cortés examinó la envergadura del uredo, que ya era demasiado extenso para examinarlo del todo sin desnudar a Pai por completo, cosa que detestaba hacer con tantos extraños por los alrededores. El místico se había mostrado codicioso con su intimidad (habían pasado muchas semanas antes de que Cortés pudiera vislumbrar su belleza desnuda) y quería respetar esa modestia aun en el estado actual de Pai. Lo cierto es que muy pocos de los que pasaban por allí les lanzaban siquiera una mirada y después de un rato empezó a sentir que el miedo lo abandonaba. Había muy poco más que él pudiera hacer. Se encontraban al borde de los Dominios conocidos, donde se detenían todos los mapas y comenzaba el enigma de enigmas. ¿De qué valía el miedo ante semejantes imponderables? Tenía que dejarlo a un lado y proceder con dignidad y contención mientras confiaba en los poderes que impregnaban aquí el aire.

Cuando volvió Floccus con los medios para lavar a Pai, Cortés preguntó si era posible que lo dejaran sólo para hacerlo.

—Por supuesto —respondió Floccus—. Tengo amigos aquí. Me gustaría ir a buscarlos.

Cuando se fue, Cortés empezó a lavar las erupciones supurantes del uredo, que rezumaban no sangre sino un pus plateado cuyo aroma le escocía en la nariz como si fuese amoníaco. El cuerpo del que se alimentaba parecía no sólo debilitado sino también, y de algún modo, desenfocado, como si sus contornos y musculatura estuvieran a punto de convertirse en vapor y la carne fuera a dispersarse. Si esto era cosa del uredo o sencillamente el estado del místico cuando la vida, y por tanto su capacidad para dar forma a la visión de los que lo contemplaban, se estaba desvaneciendo, Cortés no lo sabía pero le hizo recordar la forma en que su cuerpo se había aparecido ante él. Como Judith, por supuesto; como un asesino, acorazado en su desnudez; y como el cariñoso andrógino de su noche de bodas en la Cuna, aquel que por un instante había adoptado su rostro y le había devuelto la mirada como una profecía de Sartori. Ahora, al final, parecía ser una forma de niebla bruñida que se alejaba de su mano aun mientras lo tocaba.

—¿Cortés? No sabía que pudieras ver en la oscuridad.

Cortés levantó la vista del cuerpo de Pai y se encontró con que durante el tiempo que había pasado lavando al místico, medio hipnotizado por el recuerdo, había caído la tarde. Había luces ardiendo al lado de los enfermos más cercanos, pero ninguna cerca de Pai'oh'pah. Cuando volvió la mirada hacia el cuerpo que había estado lavando, apenas pudo distinguirlo entre las tinieblas.

—Yo tampoco lo sabía.

Se levantó para saludar al recién llegado. Era Atanasio, con una lámpara en la mano. Bajo su llama, que estaba tan sujeta a los caprichos del viento como la lona que los cubría, Cortés vio que lo habían herido durante la caída de Yzordderrex. Tenía varios cortes en la cara y el cuello y una herida más grande y lívida en el vientre. Para un hombre como él, que había celebrado los domingos haciéndose una nueva corona de espinas, esas lesiones eran seguramente agradables incomodidades.

—Siento no haber venido antes a darte la bienvenida —dijo—. Pero con un número de heridos tan grande llegando sin parar, me paso mucho tiempo administrando los últimos sacramentos.

Cortés no hizo ningún comentario pero un escalofrío de miedo volvió a recorrerle la espina dorsal.

—Hemos visto que muchos de los soldados del Autarca han encontrado el camino hasta aquí y eso me pone nervioso. Temo que dejemos entrar a alguien que venga en misión suicida y vuele en pedazos este lugar. Así es como piensa ese hijo de puta. Si a él lo destruyen, querrá que todo caiga con él.

—Estoy seguro de que le preocupa mucho más su propia huida.

—¿Adónde puede ir? La voz ya se ha corrido por toda Imajica. Se ha producido un levantamiento armado en Patashoqua. Hay combates cuerpo a cuerpo en la Vía Crucis. Cada uno de los Dominios se estremece. Incluso el Primero.

—¿El Primero? ¿Cómo?

—¿No lo has visto? No, es obvio que no. Ven conmigo.

Cortés volvió los ojos hacia Pai.

—El místico está a salvo aquí —dijo Atanasio—. No tardaremos mucho.

Llevó a Cortés por el cuerpo de la bestia hasta una puerta que los condujo al exterior, al atardecer cada vez más profundo. Si bien Floccus le había aconsejado que no hiciera precisamente lo que estaban haciendo y había insinuado que la proximidad de la Mácula podría provocarle algún daño, no había ninguna señal de consecuencia alguna. O bien lo protegía Atanasio o tenía una resistencia propia a cualquier influencia maligna. En cualquier caso, pudo estudiar el espectáculo que se abría ante él sin sufrir ningún efecto adverso.

No había ningún muro de niebla, ni siquiera un crepúsculo más profundo, que marcara la división entre el Segundo Dominio y la guarida de Hapexamendios. El desierto se limitaba a desvanecerse en la nada, como un dibujo borrado por el poder del otro lado, primero se desenfocaba, luego perdía el color y los detalles. Esta sutil eliminación de la realidad sólida, el mundo suprimido y sustituido por la nada, era la visión más angustiosa sobre la que Cortés había puesto los ojos jamás. Y tampoco le pasaba desapercibido la similitud entre lo que estaba pasando aquí y el estado del cuerpo de Pai.

—Dijiste que la Mácula se estaba moviendo —susurró Cortés.

Atanasio examinó el vacío en busca de alguna señal, pero no le llamó la atención nada.

—No es algo constante —dijo—. Pero de vez en cuando aparecen en ella ondas.

—¿Es eso extraño?

—Cuentan algunos relatos que ocurrió lo mismo en otros tiempos pero ésta no es una zona que fomente el estudio meticuloso. Los observadores aquí se ponen poéticos. Los científicos se vuelven sonetos. A veces de forma literal. —Se echó a reír—. Era un chiste, por cierto. Por si acaso empiezas a preocuparte de que te empiecen a rimar las piernas.

—Cuando lo miras, ¿cómo te sientes? —le preguntó Cortés.

—Me da miedo —dijo Atanasio—. Porque no estoy listo para estar allí.

—Yo tampoco —dijo Cortés—. Pero me temo que Pai sí. Ojalá no hubiera venido, Atanasio. Quizá debería llevarme a Pai ahora, mientras todavía puedo.

—Es decisión tuya —respondió Atanasio—. Pero no creo que el místico sobreviva si lo mueves. Un uredo es un veneno terrible, Cortés. Si existe alguna probabilidad de que Pai sane, es aquí, cerca del Primero.

Cortés volvió a mirar hacia la angustiante ausencia de la Mácula.

—¿Convertirse en nada es curarse? —dijo—. A mí me parece más una muerte.

—Quizá estén más cerca de lo que pensamos, la muerte y la curación —dijo Atanasio.

—No quiero oír eso —dijo Cortés—. ¿Te quedas aquí fuera?

—Un rato nada más —respondió Atanasio—. Si decides irte, ven a buscarme antes, quieres, para que podamos despedirnos.

—Por supuesto.

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