Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (7 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—Los únicos ojos que se han posado sobre el Eje desde que se construyó la torre han sido los míos —dijo—. Y eso lo hace muy sensible al escrutinio.

—Mis ojos son los tuyos —le recordó Cortés.

—Sabrá distinguir la diferencia —respondió Sartori—. Querrá… tantearte. — El trasfondo sexual de aquel comentario no le pasó desapercibido—. Tendrás que echarte y aguantar. Disfruta —dijo—. Pasa pronto.

Y mientras lo decía se chupó el pulgar y lo posó en el rectángulo de piedra del color de la pizarra que había colocado en el medio de la puerta, luego dibujó una cifra con saliva sobre él. La puerta respondió a la señal. Los cerrojos empezaron a ponerse en movimiento.

—Saliva también, ¿eh? —dijo Cortes—. Creí que era sólo el aliento.

—¿Utilizas el pneuma? —dijo Sartori—. Entonces yo también debería poder. Pero no le he cogido el truco. Tendrás que enseñarme, y yo… Te recordaré a cambio unos cuantos ecos.

—No entiendo cómo funciona.

—Entonces aprenderemos juntos —respondió Sartori—. Los principios son bastante sencillos. Materia y mente, mente y materia. Una transforma a la otra. Quizá sea eso lo que vamos a hacer nosotros. Nos vamos a transformar mutuamente.

Y con esa idea, Sartori aplicó la palma de la mano a la puerta y la empujó para abrirla. Aunque tenía un grosor de quince centímetros, se movió sin emitir ni un sólo sonido; con la mano extendida, Sartori invitó a Cortés a entrar sin dejar de hablar.

—Se dice que Hapexamendios colocó el Eje en el medio de Imajica para que su fertilidad fluyera sobre cada Dominio. —Bajó la voz como si fuera a cometer una indiscreción—. En otras palabras —dijo—: éste es el falo del Invisible.

Cortés había visto esta torre desde el exterior, por supuesto, después de todo se elevaba sobre cada torre y cada cúpula del palacio. Pero hasta ahora no había comprendido de verdad su enormidad. Era una torre de piedra cuadrada, de unos veinte o veinticinco metros de lado y tan alta que las luces que ardían en las paredes para iluminar a su único ocupante retrocedían como los ojos de un gato en una autopista hasta que la misma distancia las debilitaba y terminaba borrándolas. Era una visión extraordinaria, pero nada en comparación con el monolito alrededor del que se había construido la torre. Cortés se había estado preparando para un asalto cuando se abriera la puerta, el tono que había oído en su cabeza a medida que se deslizaba por el pasillo de abajo le hacía vibrar los dientes, la carga le quemaba en los dedos. Pero no había nada, ni siquiera un murmullo, y eso, a su manera, era incluso más angustioso. El Eje sabía que él estaba allí, en su cámara, pero guardaba silencio y lo evaluaba sin ruido como él evaluaba al Eje.

Las sorpresas fueron varias. La primera, y la menor, lo hermoso que era, los lados del color de las nubes de tormenta, labrados de tal forma que vetas de luminosidad fluían por su interior como relámpagos ocultos. La segunda, que no estaba colocado en el suelo sino que flotaba, en toda su enormidad, a tres metros del suelo de la torre y arrojaba una sombra tan densa que el aire oscuro era casi un plinto.

—Impresionante, ¿eh? —comentó Sartori, cuyo tono altanero resultaba tan inapropiado como la risa ante un altar—. Puedes pasar por debajo. Vamos. Es muy seguro.

Cortés no sentía ningún deseo de hacerlo, pero era demasiado consciente de que su otro yo lo miraba en busca de debilidades o de cualquier señal de miedo que pudiera usar contra él más tarde. Sartori ya lo había visto vomitar y postrado de rodillas, no quería que el muy cabrón presenciara ninguna otra señal de fragilidad.

—¿Tú no vienes conmigo? —dijo tras darse la vuelta para mirar al Autarca.

—Es un momento muy privado —respondió el otro, y se retiró un poco para dejar que Cortés se aventurara entre las sombras.

Era como volver a meterse en los yermos de las Jokalaylau. El frío le embargó los huesos. Le arrebataron el aliento de los pulmones y apareció ante él convertido en una nube amarga. Jadeó y volvió la cabeza hacia el poder que se elevaba sobre él. Tenía el cerebro dividido entre la necesidad racional de estudiar el fenómeno y el deseo apenas controlable de caer de rodillas y rogarle que no lo aplastara. Vio que el paraíso que había sobre él tenía cinco lados. Uno por cada Dominio, quizá. Y en los costados tallados, destellos de luz aparecían de vez en cuando. Pero no era un simple truco de las junturas y las sombras lo que le daba a la piedra el aspecto de una nube de tormenta. Había movimiento en ella, la roca sólida se agitaba sobre él. Le lanzó una mirada a Sartori, que se había quedado en la puerta y con aire casual se había puesto un cigarrillo entre los labios. La llama que prendió para encenderlo estaba a todo un mundo de distancia, pero Cortés no le envidió su calidez. Por muy helada que estuviera esta sombra, quería que el cielo de piedra se desplegara sobre él y dejara caer su dictamen; quería ver desencadenado el poder que poseía el Eje, aunque sólo fuera para saber que tales poderes y tales veredictos existían. Apartó la vista de Sartori casi con desdén, en su mente tomaba forma una idea: por mucho que el otro dijera que poseía este moaolito, los años que había pasado este en la torre eran momentos apenas en el incalculable promedio de vida de aquel, y en el tiempo que a la piedra le llevaba abrir y cerrar su ojo brumoso él y Sartori habrían llegado y se habrían ido, y la pequeña marca que hubieran dejado habría quedado borrada ya por todos los que les seguían.

Quizá el Eje leyó eso a través de su córtex y dio su aprobación, porque en la luz, cuando vino, había amabilidad. Había sol en la piedra además de relámpagos, calidez además de fuego asesino. Derramaba su fulgor sobre el manto, luego caía en haces de luz, primero a su alrededor, luego sobre su rostro levantado. Aquel momento tenía antecedentes, acontecimientos en el Quinto que habían profetizado esto, la llegada de su padre. Una vez se había encontrado en Highgate Hill, cuando la carretera de la ciudad era una simple pista embarrada y había levantado los ojos para ver cómo las nubes derramaban su gloria de la misma forma que hacían ahora. Había ido a la ventana de su habitación de la calle Gamut y había visto lo mismo. Había visto cómo se despejaba el humo después de una noche de bombardeos (1941, en plenos bombardeos alemanes), y al ver cómo lo atravesaba el sol había sabido en algún lugar demasiado sensible para que lo tocaran que había olvidado algo trascendental, y que si alguna vez lo recordaba (si una luz como esa deshacía el velo en algún momento), el mundo se desplegaría ante él.

Volvió esa convicción, pero esta vez había algo más que una vaga sensación de inquietud para apoyarla. El tono que había resonado en su cabeza había vuelto; acompañaban a la luz e inmersas en ella, descritas por la más sutil variación de su monotonía, oyó las palabras.

El Eje se dirigía a él.

Reconciliador,
dijo.

Quiso cubrirse los oídos y dejar fuera esa palabra. Caer al suelo como un profeta que rogase que lo descargaran de alguna obligación divina. Pero la palabra estaba dentro además de fuera. No había forma de escapar de ella.

Aún no se ha terminado el trabajo,
dijo el Eje.

—¿Qué trabajo? —dijo él.

Tú sabes qué trabajo.

Lo sabía, por supuesto. Pero tanto dolor había acompañado aquella tarea y él estaba mal equipado para soportarlo otra vez.

¿Por qué negarlo?,
dijo el Eje.

Cortés se quedó mirando la luminosidad.

—Fracasé entonces y murió mucha gente. No puedo hacerlo otra vez. Por favor. No puedo.

¿Para qué has venido aquí?,
le preguntó el Eje con una voz tan tenue que tuvo que contener la respiración para capturar la forma de las palabras. La pregunta lo devolvió al lecho de Taylor y a aquella necesidad de comprensión.

—Para entender… —dijo.

¿Para entender qué?

—No puedo ponerlo en palabras. Suena tan patético…

Dilo.

—Para entender por qué nací. Por qué nacemos.

Sabes por qué naciste tú.

—No, no lo sé. Ojalá lo supiera pero no lo sé.

Tú eres el Reconciliador de ¡os Dominios. El que ha de sanar Imajica. Escóndete de eso y te escondes del entendimiento. Maestro, existe un tormento peor que el recuerdo, y otro lo sufre porque tú dejas tu trabajo sin terminar. Vuelve al Quinto Dominio y completa lo que empezaste. Convierte los muchos en Uno. Es la única salvación.

El cielo de piedra empezó a agitarse de nuevo y las nubes se cerraron sobre el sol. Con la oscuridad volvió el frío, pero durante unos segundos Cortés no renunció a su lugar bajo la sombra del Eje, todavía conservaba la esperanza de que se abriera alguna brecha y el dios pronunciara una última palabra de consuelo, un susurro quizá, que esta onerosa obligación podía entregarse a otra alma mejor equipada para cumplirla. Pero no ocurrió nada. La visión había pasado y lo único que podía hacer era envolverse con los brazos el cuerpo estremecido y salir tropezando a donde Sartori lo esperaba. El cigarrillo del otro yacía humeante a sus pies, donde se le había caído de entre los dedos. Por la expresión de su rostro estaba claro que, incluso si no había entendido todos los detalles del intercambio que acababa de tener lugar, había captado lo esencial.

—El Invisible habla —dijo, su voz tan apagada como la del dios.

—No es lo que yo quiero —dijo Cortés.

—No creo que este sea el lugar apropiado para negar al dios —dijo Sartori mientras le lanzaba al Eje una mirada intranquila.

—No he dicho que lo estuviera negando —respondió Cortés—. Sólo que no quiero hacerlo.

—Aun así, es mejor discutirlo en privado —susurró Sartori antes de volverse para abrir la puerta.

No guió a Cortés de nuevo a la pequeña y humilde habitación en la que se habían conocido sino a una cámara situada al otro extremo del corredor, una habitación que podía jactarse de tener la única ventana que Cortés había visto en las inmediaciones. Era estrecha y sucia, pero no tan sucia como el cielo que se abría al otro lado. El alba había empezado a tocar las nubes, pero el humo que seguía elevándose en columnas retorcidas de los incendios que ardían más abajo prácticamente anulaba su frágil luz.

—No he venido para eso —dijo Cortés mientras miraba con fijeza las tinieblas—. Yo quería respuestas.

—Las has recibido.

—¿Tengo que aceptar lo que es mío, por muy repugnante que sea?

—Tuyo no, nuestro. La responsabilidad. El dolor… —Hizo una pausa—. Y la gloria, por supuesto.

Cortés lo miró.

—Es mía —dijo con sencillez.

Sartori se encogió de hombros, como si para él eso no tuviera ninguna importancia. En aquel sencillo gesto Cortés vio sus propios ardides en funcionamiento. ¿Cuántas veces se había encogido de hombros de aquel mismo modo, había levantado las cejas, fruncido los labios y apartado la vista aparentando indiferencia? Dejó que Sartori creyera que le funcionaba el farol.

—Me alegro de que lo entiendas —dijo—. La carga es mía.

—Ya has fracasado antes.

—Pero me acerqué mucho —dijo Cortés y fingió tener acceso a un recuerdo que todavía no tenía con la esperanza de arrancarle una refutación más informativa.

—Acercarse no basta —dijo Sartori—. Acercarse es letal. Una tragedia. Mira lo que te hizo a ti. El gran maestro. Vuelves arrastrándote y con sólo la mitad del cerebro.

—El Eje confía en mí.

Eso tocó un punto sensible. De repente Sartori estaba gritando.

—¡El Eje que se vaya a la puta mierda! ¿Por qué tendrías que ser tú el Reconciliador? ¿Eh? ¿Por qué? Durante ciento cincuenta años he gobernado Imajica. Sé usar el poder. Tú no.

—¿Es eso lo que quieres? —dijo Cortés, que había decidido seguir la estela de esa posibilidad—. ¿Quieres ser el Reconciliador en mi lugar?

—Estoy mejor preparado que tú —bramó Sartori—. Tú sólo sirves para perseguir mujeres.

—¿Y qué eres tú? ¿Impotente?

—Sé lo que estás haciendo. Yo haría lo mismo. Me estás provocando para que escupa todos mis secretos. Me da igual. No hay nada que puedas hacer que yo no lo pueda hacer mejor. Tú has desperdiciado todos esos años ocultándote, pero yo los he utilizado. Me he convertido en un constructor de imperios. ¿Qué has hecho tú? —No esperó una respuesta. Conocía demasiado bien al sujeto—. Tú no has aprendido nada. Si empezaras ahora la Reconciliación, cometerías los mismos errores.

—¿Y cuáles fueron?

—Todos se reducen a uno —dijo Sartori—: Judith. Si no la hubieras deseado… —Se detuvo un momento para estudiar a su otro yo—. Ni siquiera te acuerdas de eso, ¿verdad?

—No —dijo Cortés—. Todavía no.

—Déjame contártela, hermano —dijo Sartori poniéndose enfrente de Cortés—. Es una historia muy triste.

—No lloro con facilidad.

—Era la mujer más hermosa de Inglaterra. Algunos decían que de Europa. Pero pertenecía a Joshua Godolphin y él la protegía como a su alma.

—¿Estaban casados?

—No. Era su amante, pero la amaba más que a cualquier esposa. Y por supuesto, él sabía lo que tú sentías, nunca lo ocultaste, y eso hizo que se asustara; oh Dios, cuánto miedo tenía de que antes o después la sedujeras y te la llevaras. Sería fácil. Eras el maestro Sartori, podías hacer lo que quisieras. Pero él era uno de tus mecenas, así que decidiste esperar tu momento, pensabas que quizá se cansara de ella y entonces podrías tenerla sin resentimientos entre vosotros. Pero eso no ocurrió. Pasaron los meses y su devoción era tan intensa como siempre. Jamás habías esperado tanto por una mujer. Empezaste a sufrir como un adolescente enfermo de amor. No podías dormir. Te palpitaba el corazón con sólo oír su voz. Y eso no era bueno para la Reconciliación, por supuesto, que el maestro estuviera consumiéndose de amor, así que Godolphin terminó deseando una solución tanto como tú. Y cuando la hallaste, estaba listo para escuchar.

—¿Cuál era?

—Tú fabricarías otra Judith, indistinguible de la primera. Tenías los lances para hacerlo.

—Entonces él tendría una…

—Y tú también. Sencillo. No, no demasiado sencillo. Muy difícil. Muy peligroso. Pero aquellos eran tiempos embriagadores. Dominios ocultos a los ojos humanos desde el principio de los tiempos estaban a sólo unas ceremonias de distancia. El paraíso era posible. Crear otra Judith parecía poca cosa. Le presentaste la idea y él accedió…

—¿Así de fácil?

—Le doraste un poco la píldora. Le prometiste una Judith mejor que la primera. Una mujer que no envejecería, que no se cansaría de la compañía de sus hijos, o de los hijos de sus hijos. Esta Judith pertenecería a los hombres de la familia Godolphin a perpetuidad. Sería dócil, sería modesta, sería perfecta.

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