Humo y espejos (3 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico

BOOK: Humo y espejos
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Se preguntó qué les estaría pasando a
ellos
en el sobre. Sentía su presencia, seca e inquietante, en el rincón del dormitorio, guardada bajo llave y a salvo. Se compadeció, de repente, de la Belinda y el Gordon atrapados en el sobre en su papel, odiándose el uno al otro y a todo lo demás.

Gordon empezó a roncar. Ella le besó, suavemente, en la mejilla y dijo, «Sssh». Él se movió y se calló, pero no se despertó. Ella se le arrimó y pronto volvió a quedarse dormida.

Después de comer, al día siguiente, en plena conversación con un importador de mármol toscano, Gordon puso cara de mucha sorpresa y se llevó una mano al pecho. Dijo, «Lo siento muchísimo», y entonces se le doblaron las rodillas y cayó al suelo. Llamaron a una ambulancia pero, cuando llegó, Gordon ya estaba muerto. Tenía treinta y seis años.

En la investigación el juez de instrucción anunció que la autopsia había demostrado que Gordon sufría del corazón por un defecto congénito. Podía haberle fallado en cualquier momento.

Los primeros tres días después de la muerte de Gordon, Belinda no sintió nada, una nada profunda y horrible. Consoló a los niños, habló con sus amigos y con los amigos de Gordon, con su familia y la familia de Gordon, aceptando sus condolencias con cortesía y delicadeza, como se aceptan regalos que no se han pedido. Escuchaba a gente que lloraba por Gordon, algo que ella todavía no había hecho. Decía todas las cosas correctas y no sentía nada en absoluto.

Melanie, que tenía once años, parecía que lo llevaba bien. Kevin abandonó los libros y los videojuegos y se quedó sentado en su dormitorio, mirando por la ventana, sin querer hablar.

El día después del funeral los padres de Belinda regresaron al campo, llevándose a los dos niños con ellos. Belinda no quiso ir. Había, dijo, demasiado que hacer.

El cuarto día después del funeral estaba haciendo la cama de matrimonio que ella y Gordon habían compartido, cuando empezó a llorar y los sollozos la atravesaron con espasmos de dolor enormes y feos y le cayeron las lágrimas del rostro a la colcha y le gotearon mocos transparentes de la nariz y se sentó en el suelo de repente, como una marioneta a la que le han cortado los hilos y lloró durante casi una hora, porque sabía que no le volvería a ver.

Se secó la cara. Luego abrió el joyero y sacó el sobre y lo abrió. Extrajo la hoja de papel de color crema y leyó las palabras cuidadosamente mecanografiadas. La Belinda del papel había tenido un accidente con el coche cuando estaba borracha y estaba a punto de perder el permiso de conducir. Ella y Gordon llevaban días sin hablarse. Él había perdido su empleo hacía unos dieciocho meses y se pasaba casi todos los días sentado sin hacer nada en la casa de Salford. Sacaban todo el dinero que tenían con el trabajo de Belinda. Melanie estaba fuera de control: Belinda, mientras limpiaba la habitación de Melanie, había encontrado un alijo de billetes de cinco y diez libras. Melanie no había dado ninguna explicación sobre cómo una niña de once años había conseguido el dinero, sólo se había encerrado en su habitación y les miraba furiosa y muda, cuando la interrogaban. Ni Gordon ni Belinda habían hecho más averiguaciones, asustados por lo que podrían haber descubierto. La casa de Salford estaba sucia y húmeda, tanto que el revoque se caía del techo a pedazos enormes que se deshacían, y los tres habían contraído feas toses bronquiales.

Belinda les compadecía.

Volvió a meter el papel en el sobre. Se preguntó cómo sería odiar a Gordon, que él la odiase. Se preguntó cómo sería no tener a Kevin en su vida, no ver sus dibujos de aviones ni oír sus interpretaciones magníficamente desafinadas de canciones populares. Se preguntó de dónde habría sacado Melanie —la otra Melanie, no
su
Melanie sino la Melanie que estaría allí de no haber sido por la gracia de Dios— ese dinero y se sintió aliviada de que su propia Melanie pareciera estar interesada en pocas cosas aparte del ballet y los libros de Enid Blyton.

Echaba tanto de menos a Gordon que sentía como si le estuvieran clavando algo afilado en el pecho, un pincho, quizá, o un carámbano de hielo, hecho de frío y soledad y del conocimiento de que no le volvería a ver en este mundo.

Entonces llevó el sobre abajo, a la sala, donde un fuego de carbón ardía en la chimenea, porque a Gordon le habían encantado los fuegos. Decía que una chimenea le daba vida a una habitación. A ella no le gustaban los fuegos de carbón, pero lo había encendido esa noche por rutina y por costumbre, y porque no encenderlo habría significado reconocer que, a un nivel absoluto, él no volvería jamás a casa.

Belinda se quedó mirando el fuego durante un rato, pensando en lo que tenía en la vida y en las cosas a las que había renunciado; y en si sería peor amar a alguien que ya no estaba allí o no amar a alguien que sí lo estaba.

Y entonces, al final, casi por casualidad, lanzó el sobre al fuego y observó cómo se ondulaba y se ennegrecía y prendía, observó las llamas amarillas que bailaban en medio del azul.

Pronto, el regalo de boda no era más que unas virutas negras de ceniza que bailaban con las corrientes ascendentes y subían por la chimenea, como una carta de un niño a Santa Claus, para perderse en la noche.

Belinda se recostó en la silla y cerró los ojos y esperó a que la cicatriz le brotara en la mejilla.

Así que éste es el cuento que no escribí para la boda de mis amigos. Aunque, por supuesto,
no
es el cuento que no escribí, ni siquiera es el cuento que me había propuesto escribir cuando lo empecé, algunas páginas atrás. El cuento que pensé que me proponía escribir era mucho más corto, mucho más como una fábula, y no acababa así. (Ya no sé cómo terminaba. Tenía algún final, pero una vez que el cuento estaba en marcha el final verdadero se hizo inevitable.)

La mayoría de los cuentos de este volumen tienen eso en común: el sitio donde acabaron llegando no era adonde yo esperaba que fuesen cuando los empecé. A veces la única forma de saber que un cuento había finalizado era cuando ya no quedaban palabras para escribir.

Leyendo las entrañas: un rondel

Los editores que me piden cuentos sobre «…lo que quieras. En serio. Cualquier cosa. Simplemente escribe el cuento que siempre has querido escribir» casi nunca consiguen que les dé nada.

En este caso, Lawrence Schimel me escribió para pedirme un poema de introducción para su antología de cuentos sobre la predicción del futuro. Quería una de las formas poéticas con versos repetidos, como una villanela o un pantum, que recordase el modo en que inevitablemente llegamos a nuestro futuro.

Así que le escribí un rondel sobre los placeres y los peligros de la adivinación y puse a modo de introducción el chiste más triste de
A través del espejo
. No sé por qué, pero parecía un punto de partida excelente para este libro.

Caballería

Tenía una mala semana. El guión que se suponía que debía escribir no quería salir y me había pasado días delante de una pantalla blanca, escribiendo de vez en cuando una palabra como
la
y mirándola durante una hora más o menos, para luego, despacio, letra a letra, borrarla y escribir
y
o
pero
en su lugar. Entonces salía sin guardar los datos. Ed Kramer me llamó y me recordó que le debía un cuento para una antología sobre el Santo Grial que estaba editando con el omnipresente Marty Greenberg. Y al ver que no ocurría nada más y que este cuento estaba vivo en alguna parte de mí, dije que por supuesto.

Lo escribí en un fin de semana, un don de los dioses, fácil y con sabor a gloria. De pronto era un escritor transformado: me reía ante el peligro y escupía a los zapatos del bloqueo mental del escritor. Entonces me senté y me quedé mirando tristemente la pantalla blanca durante otra semana, porque los dioses tienen sentido del humor.

Hace varios años, en una gira para firmar libros, alguien me dio un ejemplar de un trabajo académico sobre la teoría del lenguaje feminista que comparaba y contrastaba «Caballería», «La dama de Shalott» de Tennyson y una canción de Madonna. Algún día espero escribir un cuento llamado «El hombre lobo de la Sra. Whitaker» y me pregunto qué clase de trabajos podría motivar.

Cuando hago lecturas en directo, tiendo a empezar con este cuento. Lo encuentro muy agradable y disfruto leyéndolo en voz alta.

Nicholas era…
[1]

Cada Navidad recibo tarjetas de pintores. Las pintan o las dibujan ellos mismos. Son objetos hermosos, monumentos a la creatividad inspirada.

Cada Navidad me siento insignificante y avergonzado y sin talento.

Así que un año escribí esto, lo escribí pronto para Navidad. Dave McKean lo caligrafió con elegancia y se lo envié a todos los que se me ocurrieron. Mi tarjeta.

Tiene exactamente 100 palabras (102, incluyendo el título) y fue publicada por primera vez en
Drabble II
, una colección de cuentos de 100 palabras. No dejo de pensar que quiero hacer otro cuento para una tarjeta de Navidad, pero siempre estamos a 15 de diciembre cuando me acuerdo, así que lo dejo para el año siguiente.

El precio

Mi agente literaria, la Sra. Merrilee Heifetz de Nueva York, es una de las mejores personas del mundo y sólo una vez, si mal no recuerdo, me ha sugerido que debería escribir un libro en particular. Esto fue hace algún tiempo. «Escucha» —dijo—, «los ángeles tienen mucho éxito hoy en día y a la gente siempre le gustan los libros sobre gatos, así que he pensado, “¿No estaría bien que alguien escribiese un libro sobre un gato que fuese un ángel o un ángel que fuese un gato a algo así?”»

Estuve de acuerdo en que era una idea comercial sólida y dije que lo pensaría. Por desgracia, para cuando por fin había acabado de pensarlo, los libros sobre ángeles eran el último grito de hacía dos años. Aun así, la idea estaba sembrada y un día escribí este cuento.

(Para los curiosos: al final una mujer joven se enamoró del Gato Negro y él se fue a vivir con ella, y la última vez que lo vi tenía el tamaño de un puma muy pequeño y, que yo sepa, sigue creciendo. Dos semanas después de que se marchara el Gato Negro, un gato atigrado marrón llegó y se instaló en el porche. Mientras escribo esto, está durmiendo sobre el respaldo del sofá a pocos metros de mí.)

Ahora que me acuerdo, quisiera aprovechar la oportunidad para agradecerle a mi familia que me haya dejado ponerla en este cuento y, lo que es más importante, que me haya dejado tranquilo para escribir y que a veces haya insistido en que saliera a divertirme.

El puente del troll

Este cuento fue nominado para el Premio
World Fantasy
de 1994, aunque no lo ganó. Lo escribí para
Snow White, Blood Red
(«Blancanieves, rojasangres»), de Ellen Datlow y Terri Windling, una antología de versiones de cuentos de hadas para adultos. Elegí el cuento de «The Three Billy Goats Gruff» («La pelea de los tres machos cabríos»). Si Gene Wolfe, uno de mis escritores favoritos (y, se me ocurre ahora, otra persona que escondió un cuento en una introducción), no hubiese tomado el título muchos años antes, lo habría llamado «Trip Trap».

No le preguntéis a Jack

Lisa Snellings es una escultora excepcional. Este cuento lo escribí al respecto de la primera de sus esculturas que vi y de la que me enamoré: un demoníaco muñeco a resorte de una caja de sorpresas. Me dio una copia y me ha prometido que me dejará el original en su testamento. Cada una de sus esculturas es como un cuento, inmovilizado en madera o yeso. (Tengo una en la repisa de la chimenea de una chica alada dentro de una jaula que ofrece a los que pasan junto a ella una pluma de sus alas mientras su captor duerme; sospecho que ésta es una novela. Ya veremos.)

El estanque de los peces de colores y otros cuentos

La técnica de la escritura me fascina. Empecé este cuento en 1991. Escribí tres páginas y entonces, como me sentía demasiado próximo al material, lo abandoné. Por fin, en 1994, decidí terminarlo para una antología que Janet Berliner y David Copperfield iban a editar. Lo escribí de cualquier manera en un ordenador portátil Atari Portfolio maltrecho, en aviones y en coches y en habitaciones de hotel, sin ningún orden, anotando conversaciones y reuniones imaginarias hasta que estaba casi seguro de que lo había escrito todo. Entonces ordené el material que tenía y me quedé asombrado y encantado de que funcionase.

Parte de este cuento es verdad.

Tríptico: Devorado (Escenas de una película), El camino blanco, Reina de cuchillos

Durante un periodo de varios meses hace algunos años, escribí tres poemas narrativos. Cada cuento trataba de violencia, de hombres y mujeres, de amor. El primero que escribí fue un tratamiento para una película pornográfica de terror, escrito estrictamente en pentámetros yámbicos, que llamé «Devorado (Escenas de una película)». Era bastante extremado (y me temo que no está reimpreso en este volumen). El segundo era una versión de una serie de viejos relatos populares ingleses llamado «El camino blanco». Era tan extremado como los cuentos en los que se basaba. El último que escribí fue un relato sobre mis abuelos maternos y sobre magia escénica. Era menos extremado, pero, espero, tan inquietante como los cuentos que lo precedían en la secuencia. Me sentía orgulloso de los tres. Los caprichos del mundo editorial hicieron que fueran publicados a lo largo de varios años, así que cada uno de ellos salió en una antología de lo mejor del año: escogieron los tres para la
Year’s Best Fantasy and Horror
(«Los mejores relatos de fantasía y horror del año») americana, uno para la
Year’s Best Horror
(«Los mejores relatos de horror del año») inglesa y uno, que en cierto modo me sorprendió, lo solicitaron para una colección internacional del mejor erotismo.

El camino blanco

Hay dos cuentos que me han obsesionado e inquietado durante años, cuentos que me han atraído y repelido desde que me topé con ellos cuando era pequeño. Uno es el relato de Sweeney Todd, «el barbero diabólico de Fleet Street». El otro es el relato del Sr. Zorro, una especie de versión inglesa de Barbazul.

Esta adaptación me la inspiraron unas variantes del cuento que encontré en
The Penguin Book of English Folktales
(«El libro Penguin de los cuentos populares ingleses»), editado por Neil Philip. En concreto, se trataba de «La historia del Sr. Zorro» y las notas que lo siguen, y una versión del cuento llamado «Sr. Foster», donde encontré la imagen del camino blanco y el modo en que el pretendiente de la chica dejó su rastro hasta su casa horripilante.

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