Humano demasiado humano (39 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: Humano demasiado humano
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622. Pensar demasiado bien y demasiado mal del mundo.

Si pensamos demasiado bien o demasiado mal de las cosas, siempre obtendremos la ventaja de disfrutar de un placer añadido, porque una opinión preconcebida demasiado buena nos permite de ordinario poner en las cosas (en las vivencias) más dulzura de la que contienen realmente. A su vez, una opinión preconcebida demasiado mala produce una agradable decepción; a lo agradable que tenía la cosa se añade lo agradable de la sorpresa. Un temperamento sombrío, por lo demás, experimentará lo contrario en ambos casos.

623. Los hombres profundos.

Aquellos cuya fuerza radica en la profundidad de sus impresiones, se les suele llamar hombres profundos, se muestran relativamente serenos y decididos ante cualquier cosa sorprendente; aunque en un primer momento su impresión era aún superficial, sólo después se
hizo profunda
. Son las cosas o las personas previstas y esperadas desde largo tiempo atrás las que más agitan a estas naturalezas, haciendo que sean casi incapaces de conservar su presencia de ánimo cuando éstas llegan por fin.

624. Las relaciones con el yo superior.

Todo hombre tiene un día afortunado en el que encuentra a su yo superior; y la humanidad verdadera exige que ya no se valore a nadie más que según ese estado y no según sus días laborables de dependencia y servidumbre. Debemos, por ejemplo, valorar y honrar a un pintor según la visión más elevada que haya sido capaz de tener y de reproducir. Pero los propios hombres tienen relaciones muy diversas con ese yo superior, y a menudo son comediantes de sí mismos, en el sentido de que luego ya no dejan de imitar lo que son en esos instantes. Algunos, llenos de humildad, viven aterrados por su ideal y les gustaría renunciar a él; temen a su yo superior porque cuando al fin les habla, su voz es exigente. Además dispone de una libertad milagrosa que le permite aparecerse o no a su antojo; de ahí que se le suela considerar un don de los dioses, cuando en realidad es todo lo demás lo que constituye propiamente un don de los dioses (del azar), ya que él es el propio hombre.

625. Los solitarios.

Ciertos individuos se hallan tan acostumbrados a estar a solas consigo mismos y a no compararse nunca con nadie, que desarrollan, de continuo, el monólogo de su vida con el alma tranquila y feliz, conversan consigo mismos y hasta se ríen. Pero si se los invita a que se comparen con alguien, tienden a menospreciarse siempre con mucha sutileza, hasta el punto de que hay que forzarlos a que
adquieran
de otros una idea favorable y justa sobre su persona; sin embargo, cuando escuchan este juicio valorativo de sí mismos, se empeñan en negarlo o en rebajarlo. Debemos, entonces, permitir a ciertos hombres su soledad y no cometer nunca la torpeza tan frecuente de compadecerlos.

626. Sin melodía.

Hay hombres cuya característica consiste en estar tan constantemente en paz consigo mismos y en mantener un equilibrio tan perfecto entre todas sus facultades, que rechazan cualquier actividad encaminada a conseguir un fin. Se parecen a una música que estuviera compuesta sólo de acordes armónicos de larga duración, en la que nunca llegara a desarrollarse una melodía articulado con un movimiento diestro. Todo movimiento llegado de fuera, no sirve más que para que la barca restablezca de inmediato su equilibrio en el lago de la consonancia armónica. Los hombres de hoy suelen impacientarse mucho cuando se encuentran con una de estas naturalezas que ignoran todo
movimiento
, sin que puedan decir de ellas que no
son
nada. Pero cuando al verlas nos encontramos en cierto estado psicológico, nos hacemos esta insólita pregunta: «¿Para que sirve, en última instancia, una melodía? ¿Por qué no nos basta que la vida se refleje serena en un lago profundo?». La edad media era más rica que nuestra época en naturalezas de esta clase. Es muy raro encontrar aún a alguien que, en medio de la prisa general, se diga como Goethe: «No hay nada
mejor
que esta calma profunda en que vivo y crezco respecto al mundo, consiguiendo algo que nadie podría arrebatarme ni por el hierro ni por el fuego».

627. Vivir y tener vivencias.

Al ver cómo ciertos individuos recogen las experiencias diarias e insignificantes que tienen y forman con ellas un terreno fértil que da fruto tres veces al año; mientras que otros (¡y cuántos!) se lanzan al impetuoso oleaje de las más apasionantes aventuras y de las corrientes más variadas que agitan a los pueblos y a las épocas, quedándose siempre en la superficie y siendo llevados aquí y allá como un corcho, uno termina por sentirse tentado a dividir a la humanidad en una minoría (un mínimo) de seres que se esfuerzan en hacer mucho partiendo de poco y en una mayoría que hace muy poco de mucho; incluso encontramos a quienes, al revés que los brujos, en lugar de sacar el mundo de la nada, no sacan nada del mundo.

628. La seriedad en tela de juicio.

En Génova, al atardecer, oí un largo repique de campanas en una torre: no acababa nunca y vibraba insaciable por encima del ruido de la calle, extendiéndose por el cielo del ocaso y por la brisa del mar, con un sonido sumamente lúgubre a la vez que infantil, impregnado de una infinita melancolía. Me acordé entonces de unas palabras de Platón y las sentí de pronto en el fondo de mi corazón:
«Nada humano merece ser tomado en serio; pero no obstante
…».

629. La convicción y la justicia.

Asumir después a sangre fría y con la cabeza serena lo que el hombre ha dicho, prometido y decidido cuando estaba apasionado, es una obligación que constituye una de las cargas más pesadas que abruman a la humanidad. Verse forzado a admitir para siempre las consecuencias de la cólera, de la venganza enardecida, de la devoción entusiasta puede suscitar una extraordinaria irritación contra tales sentimientos, tanto más cuanto que en todas partes y especialmente entre los artistas, dichos sentimientos han sido objeto de idolatría. Son los artistas quienes han impulsado la
valoración excesiva de la pasión
, cosa que siempre han hecho, aunque también han exaltado las terribles satisfacciones que obtiene el individuo de esas explosiones de venganza seguidas de muerte, de mutilaciones, de exilios voluntarios, y esa resignación del corazón destrozado. Siempre han mantenido despierta la curiosidad por las pasiones, como diciendo: «La vida sin pasiones carece de interés». ¿Estamos para siempre obligados, indisolublemente, por haber jurado fidelidad incluso a un ser tan ficticio como un dios, por haber entregado nuestro corazón a un príncipe, a un partido, a una mujer, a una orden religiosa o a un artista, en un estado de ilusión ciega que nos sumía en el éxtasis y nos hacía creer que esos seres eran dignos de toda nuestra veneración y de todos nuestros sacrificios? ¿No nos habremos engañado? ¿No sería la nuestra una promesa hipotética, sometida a la condición, por supuesto tácita, de que esos seres fueran realmente como parecían ser en nuestra imaginación? ¿Seguimos obligados a ser fieles a nuestros errores, incluso después de haber reconocido que con esa fidelidad estamos atentando contra nuestro yo superior? No, no existe esa clase de ley y de obligación;
tenemos que
ser traidores, practicar la infidelidad, ir abandonando uno tras otro nuestros ideales. No pasamos de un período a otro de nuestra vida sin causar dolores por nuestras traiciones, y sin sufrirlos nosotros mismos. Pero entonces ¿habríamos de guardarnos totalmente de experimentar ningún sentimiento impetuoso para evitar esos dolores? ¿No resultaría el mundo en ese caso demasiado desolado, demasiado espectral? Preguntémonos mejor si los dolores que acompañan a un cambio de nuestras convicciones son
necesarios
, y si no dependerán de una apreciación y de una valoración
equivocadas
.

¿Por qué se admira a quien permanece fiel a sus convicciones y se desprecia al que cambia de ellas? Temo que ésta sea la respuesta: porque todo el mundo supone que la causa de ese cambio no es otra que un interés mezquino o un temor personal; es decir, en el fondo se cree que nadie modifica sus opiniones mientras le resultan provechosas o al menos no lo perjudican. Ahora bien, de ser así, queda en entredicho el valor
intelectual
de toda convicción. Examinemos, entonces, brevemente cómo se forman las convicciones y veamos si no les estaremos concediendo excesivo valor. Nuestro análisis nos llevará a concluir que estamos midiendo el cambio de nuestras convicciones según una escala que, en cualquier caso, es falsa también, y que hasta ahora nos hemos acostumbrado a sufrir
excesivamente
a causa de dicho cambio.

630. Una convicción consiste en creer que, en un punto cualquiera del conocimiento, estamos en posesión de la verdad absoluta.

Esta creencia supone que existen verdades absolutas, que hemos encontrado asimismo los métodos perfectos para llegar a ellas, y por último, que quien tiene convicciones aplica esos métodos perfectos. Estas tres proposiciones revelan de inmediato que quien tiene convicciones no es un individuo que piense científicamente, que está en la edad de la inocencia teórica, que es un niño, por muy adulto que sea su aspecto corporal. Ahora bien, durante miles de años se ha vivido con estas suposiciones infantiles, y de ellas han brotado las fuentes de energía más poderosas para la humanidad. Los innumerables hombres que se han sacrificado por sus convicciones creían hacerlo por la verdad absoluta. Pero en esto se han equivocado todos; es verosímil que nadie se haya sacrificado nunca aún por la verdad; al menos la expresión dogmática de su creencia no ha tenido nada, o casi nada, de científica. Pero lo que pretendía realmente un individuo era que tenía razón, porque creía que
no tenía más remedio
que tener razón. Dejar que alguien lo despojara de su creencia implicaba quizás poner en tela de juicio su salvación eterna. En cuestiones de suma importancia como ésta, la «voluntad» era a todas luces la inspiradora de la inteligencia. La hipótesis previa de todo creyente de cualquier tendencia era que no
podía
ser refutado; si las razones contrarias resultaban muy sólidas, siempre quedaba la posibilidad de denigrar a la razón en general e incluso de enarbolar esa bandera del fanatismo extremo que es el «creo porque es absurdo». La causa de tanta violencia a lo largo de la historia no ha sido la lucha entre opiniones, sino la lucha de la fe en las opiniones, es decir, las convicciones. Si todos los que han sustentado una idea tan grande de sus convicciones, hasta el punto de ofrecerles sacrificios de toda índole y de no ahorrar en su servicio ni su honor ni su vida, hubieran dedicado sólo la mitad de sus esfuerzos a investigar a título de qué se aferraban a tal o cual convicción y por qué vías habían llegado a ellas, ¡qué aspecto tan pacífico ofrecería la historia de la humanidad! ¡Cuántos más conocimientos habríamos conseguido! Nos habríamos ahorrado todas las escenas de crueldad que acompañaron a la persecución de herejes de todo tipo, por dos razones: primera, porque los inquisidores se habrían puesto ante todo a inquirir acerca de ellos mismos y habrían abandonado la pretensión de defender la verdad absoluta; y, segunda, porque los herejes, a su vez, tras haber sondeado sus ideas, no habrían mostrado el menor interés por defender unos principios tan mal fundados como suelen estarlo los de todos los sectarios y «ortodoxos» religiosos.

631.

Los tiempos en que los hombres estaban habituados a creer en la posesión de la verdad absoluta se encuentran en el origen del
profundo malestar
que afecta a todas las posturas escépticas y relativistas en cualquier campo del conocimiento que sea: la mayoría de las veces la gente prefiere abrazar sin reservas una convicción sustentada por personas que tienen alguna autoridad (padres, amigos, profesores, príncipes), y cuando no lo hace, experimenta una especie de remordimiento.

Esta inclinación es muy comprensible, y sus consecuencias no justifican los violentos reproches que se han hecho a la evolución de la razón humana. Ahora bien, el espíritu científico debe hacer que vaya madurando progresivamente en el hombre la virtud de
la abstención prudente
; esa sabia moderación que es más conocida en el terreno de la vida práctica, que en el de la vida teórica, y que, representada, por ejemplo, por Goethe en el personaje de Antonio*, constituye un motivo de exasperación para todos los Tasso; es decir, para todas las naturalezas que son a un tiempo pasivas y enemigas de la ciencia. El hombre de convicciones tiene derecho a no entender a ese hombre del pensamiento prudente que es el teórico Antonio; en cambio, el hombre de ciencia no tiene derecho a censurar al otro por ello; lo observa desde arriba y sabe, además, que, llegado el caso, volverá a aferrarse a él, como acaba haciendo Antonio.

*Personaje que aparece en la obra teatral de Goethe Torquato Tasso, escrita en el segundo período de su producción (1790) e inspirada en el conocido poeta italiano cuyo nombre da título a la pieza. Su compleja personalidad atrajo mucho a Goethe. (N. de T.)

632.

Quien no ha tenido diversas convicciones a lo largo de su vida, sino que se ha quedado retenido en la primera creencia que lo atrapó en sus redes, representa siempre, en virtud de ese inmovilismo, a las civilizaciones
atrasadas
.

A causa de la falta de cultura (la cultura supone siempre la posibilidad de educar) es duro, incapaz de entender, reacio a toda posible enseñanza, intolerante, eternamente suspicaz e irreflexivo, y está dispuesto a recurrir a cualquier medio para imponer su opinión porque no puede en modo alguno entender que ha de haber otras opiniones; en este aspecto es quizás una fuente de energía, incluso saludable, en civilizaciones demasiado liberadas y relajadas, pero sólo en la medida en que incita fuertemente a que se le haga frente: porque, al hacerlo, el carácter delicado que tiene la nueva cultura obligada a combatirlo saca energías de ello.

633.

Seguimos siendo, en esencia, los mismos hombres que los de la época de la Reforma, ¿cómo iba a ser de otro modo? Pero
ya no
nos permitimos ciertos medios para hacer que triunfen nuestras opiniones, y esto, que nos distingue de dicha época, prueba también que pertenecemos a una cultura elevada.

En nuestra época, cualquiera que siga recurriendo, como los hombres de la Reforma, a sugerir sospechas y a producir explosiones de ira para combatir y aplastar opiniones, revela claramente que habría quemado a sus adversarios si hubiese vivido en otros tiempos, y que hubiese apelado a todos los procedimientos de la Inquisición si hubiera sido enemigo de la Reforma. En aquella época la Inquisición pareció razonable, porque no significó otra cosa que el estado general de sitio que fue necesario decretar en todo el territorio de la Iglesia y que, como cualquier estado de sitio, justificó el empleo de los medios más extremos, al haber partido del postulado (que hoy ya no compartimos con aquellos hombres) de que la Iglesia poseía la verdad y que
había
que salvaguardarla a toda costa, con los sacrificios que fueran precisos, para la salvación de la humanidad. Pero en nuestros días no se concede ya tan fácilmente a nadie el derecho que confiere estar en posesión de la verdad: los métodos rigurosos de la investigación han extendido la confianza y la prudencia lo suficiente como para que todo hombre que defienda sus opiniones con palabras y actos violentos sea considerado enemigo de nuestra cultura actual, o al menos como un individuo retrógrado. El hecho es que la pasión que se ponía en la pretensión de estar en posesión de la verdad ha perdido ahora casi todo su valor frente a esa otra pasión, más modesta y menos estruendosa, es cierto, con la que se la busca, sin cansarse nunca de revisar y de examinar una y otra vez nuestros conocimientos.

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