Authors: Enrique J. Vila Torres
Muerto el brutal hombre, Gonzalo, el íntimo amigo de César Barbosa a quien este le había confiado la carta manuscrita dirigida a su hijo Julio, buscó de inmediato a este para cumplir su encargo.
Julio aún era hijo adoptado de la rica familia de San Juan, y curiosamente había acudido al entierro de su abuelo acompañando a sus padres adoptivos, sin saber que era pariente sanguíneo del fallecido. El primogénito de César había crecido bien educado y con una vida llena de comodidades, siempre echando de menos, no obstante, a su humilde familia de acogida.
Se había hecho médico, ya estaba casado y tenía cuatro hermosas hijas; formaban una de las familias más ricas y respetadas de la capital puertorriqueña.
Con cuarenta y un años y una vida plena y consolidada, recibió la noticia más brutal de su vida de boca de Gonzalo, que explicó lo mejor que pudo al respetado doctor toda la verdad de su vida, y corroboró sus palabras con la carta que de puño y letra, y con rastro de su sangre, había escrito César Barbosa tantos años antes a orillas de esas playas que añoraba Julio.
César Barbosa, su padre.
Una historia llena de mentiras, que ahora comenzaba a tomar forma.
De inmediato, Julio localizó a su madre, la pobre Elena Salazar, en el lejano pueblo en el que había sido confinada por el brutal abuelo.
El encuentro fue tan emotivo como se puede imaginar.
Las palabras y los sentimientos encontrados se agolparon en los corazones y gargantas de madre e hijo, que pasaron semanas y meses enteros hablándose y contándose sus vidas, sus anhelos y sus esperanzas.
También intentó contactar Julio con sus queridos padres de acogida, a quienes se le había terminantemente prohibido visitar desde que fuera adoptado por esa familia tan rica, y que tan bien lo habían cuidado hasta el momento de su adopción impuesta, a los trece años. Sin embargo, estos habían fallecido y solo pudo disfrutar del reencuentro feliz con sus hermanos, dichosos y sorprendidos al mismo tiempo, al observar dónde había llegado ese mocoso que correteaba inquieto por las playas de su pueblo: ahora era uno de los médicos más prestigiosos de todo Puerto Rico.
Lógicamente, Julio también indagó sobre el destino de su padre.
Su tristeza fue enorme cuando supo que César desapareció misteriosamente nada más regresar a la isla hacía muchos años, y que las investigaciones policiales apuntaban a un asesinato por un ajuste de cuentas. La rumorología local siempre sostuvo que el instigador de la muerte violenta había sido don Emilio Salazar, pero nunca se pudo demostrar nada.
La noticia de que el famoso médico había resultado ser el nieto bastardo del patriarca de los Salazar, y el hijo de Elena Salazar, la hija castigada, corrió como la pólvora por toda la isla. Julio presumió orgulloso de la verdadera historia de su vida, y con su ejemplo demostró que no hay que avergonzarse del origen de nadie, pues era la viva imagen de que cualquier persona, aunque fuese un hijo bastardo de cuna incierta, puede llegar a ser alguien respetable, inteligente, feliz y famoso.
Sea como fuere, tanta información repentina obnubiló a Julio, que necesitó varios meses para asimilar todas las noticias, felices y brutales, que habían llegado a su vida de forma tan sorpresiva a su edad madura. Pero aún le quedaba una, la última, que cerraría como un círculo perfecto el final de esa vida falsa.
Aún debía conocer a su medio hermano Manuel, que había llegado a la isla desde Madrid, para, como él había hecho, enmendar una vida robada y llena de mentiras.
Tras aterrizar en la isla en agosto de 1990, Manuel terminó hospedándose en la capital, San Juan, y no le fue difícil obtener de forma casi inmediata toda la información de la vida del famoso César Barbosa, músico, mujeriego, militar de prestigio en el 65.º Regimiento de Infantería, viajero y empresario, y supuestamente asesinado por uno de los potentados más conocidos de Puerto Rico, don Emilio Barbosa, por una cuestión de venganza a raíz de una afrenta familiar.
Esa «afrenta» había sido la concepción y el nacimiento de Julio, un hijo bastardo de Elena Salazar, que era ahora un prestigioso médico que ejercía con éxito en la capital.
El encuentro entre ambos fue sencillamente hermoso.
Cuando Julio recibió la llamada de Manuel explicándole todas sus averiguaciones y diciéndole que habían tenido un padre en común, el médico puertorriqueño creyó que ya no podrían aguantar ni su mente ni su corazón ese torbellino de tantas sorpresas que habían llegado a su vida durante los últimos meses. Obvia decir que aceptó raudo la cita con el abogado español, al que sinceramente tenía ganas de conocer y abrazar, como último y único eslabón que de alguna manera le acercase a la sangre de su padre biológico.
Porque, en definitiva, por las venas de ambos hombres corría parte de la misma sangre india borinqueño que César había transmitido, en su furia, temperamento y pasión, a ambos hijos.
La cita fue, qué mejor lugar, en un pequeño barecito, humilde, a orillas del mar caribeño donde se suponía que descansaba su padre muerto.
Juntos escucharon las olas del océano, contemplaron cómo se ponía el sol por el horizonte, lánguido y cansino, ocultando sus postreros rayos, y sintieron cómo la brisa lejana, cargada de yodo y aroma de algas y sal, acariciaba sus cuerpos con dulzura.
Allí mismo, oliendo, observando y sintiendo, ambos hermanos, el médico y el abogado, sonrieron al pensar en el destino tan esquivo pero feliz que los había finalmente unido, mitigando en cierta medida el horror y la mentira de sus vidas. Unas vidas falsas que habían creado su historia de mentira.
Y al mismo tiempo, con tristeza pero de una forma serena y consciente, dedicaron unas lágrimas incontenibles a César, su padre vilmente asesinado, que descansaba bajo esas aguas infinitas, ahogando su pena eterna por no haber podido conocer a ninguno de esos dos hijos que ahora le recordaban.
Sus hijos robados, a los que por fin, aunque fuese desde el más allá añorado, podía ver juntos honrando su memoria, y llenando con su amor las líneas del relato de una historia que ya nunca podría ser…
La del amor de un padre por sus amados hijos bastardos.
Todo lo que se cuenta en este capítulo está basado en hechos absolutamente reales y constatables por medio de entrevistas y testimonios de testigos directos, y reportajes que han sido publicados en diversos medios de comunicación, y que circulan ampliamente en páginas de Internet.
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El que, según dichos testimonios, fue el máximo responsable de las atrocidades que se cometieron en esta clínica madrileña sigue vivo y no ha tenido que enfrentarse a la Justicia. Para mantener su derecho a la presunción de inocencia, he optado por usar iniciales de algunos nombres reales que aparecen en el capítulo, aunque les aseguro que tengo pocas dudas de que esos supuestos delitos se cometieron efectivamente con la crueldad y frialdad que a continuación relato.
Yo, personalmente, tengo muy claro lo que ocurrió en ese Hospital del Terror, aunque la Justicia aún no haya sabido o no se haya decidido a castigarlo.
Los truenos y relámpagos partían la noche como espadas brutales de duro acero. Frías gotas de embravecida lluvia repiqueteaban insistentes sobre los ventanales de la habitación, oscura y austera, taladrando de forma insoportable el sueño repleto de pesadillas de Magdalena.
La mujer estaba aterrorizada.
En la penumbra de la fría estancia, sola, escuchando ruidos extraños que llegaban a sus oídos sigilosos pero escalofriantes, temía por su vida y por la de su bebé, que ahora se removía acomodado en sus entrañas, pero que en pocas horas llegaría a este mundo.
Y tenía que ser allí, en ese oscuro hospital de Madrid. La clínica S. R., de la que tantas veces había oído hablar atrocidades que le habían puesto los pelos de punta.
Como una tonta, empujada por su triste destino, ahora era ella quien estaba sufriendo los mismos horrores con los que sus compañeras de profesión la habían asustado tantas noches.
Porque Magdalena, Magda para sus amigos, era puta.
Ejercía en la capital de España, y se había quedado embarazada de su chulo, un cubano tan bello como déspota, emigrante como ella desde las lejanas tierras americanas en busca de dinero y éxito fáciles en Europa. Desde luego, el cuerpo escultural de la colombiana, junto con unos grandes ojos rasgados como de pantera, un carácter alegre y su extraña adicción al sexo, habían ayudado para que ella y el cubano Juan ganasen importantes sumas de dinero.
Desde que llegaron a Madrid en 1970, algo asustados y desorientados, la vida había sido relativamente fácil y acomodada. Bueno, si se podía considerar fácil el tener que aguantar prácticas sexuales sórdidas y degeneradas con hombres la mayoría de las veces decrépitos, que saciaban sus instintos lascivos en las jóvenes carnes de Magda. La mujer, que entonces tenía veinte años y por cuyas venas corría una sangre fuerte heredada de sus ancestros africanos, se acostumbró pronto a esos cuerpos grasosos sobre ella, y aplacaba su asco y su ira en unas inolvidables mañanas de amor, mientras descansaba de su modo de ganarse la vida durmiendo al lado de su amado Juan.
Pero al final llegó el desastre, y un mes en el que erró en las precauciones anticonceptivas que por costumbre llevaba, quedó tristemente encinta de su amado.
En cuanto este conoció la noticia, le pegó, la amenazó, le gritó, y de hecho casi la mata, insistiéndole para que abortase ese niño mientras le aseguraba que no sabía ni de quién era. La mujer, aterrada y llorando, se negó firmemente a abortar, tanto por sus fuertes creencias religiosas, como por la certeza de que la criatura que crecía en sus entrañas era hijo de Juan, su amado dueño y señor.
Visto el empecinamiento de ella, al tercer mes de embarazo el chulo marchó a la ciudad de Barcelona, llevándose con él a las otras dos chicas de las que también era novio y proxeneta, y que seguirían garantizándole su sustento con su trabajo en las Ramblas, además de sus necesarias raciones de sexo.
Así, la pobre Magda quedó sola y embarazada y sin apenas ahorros —pues el dinero siempre lo había guardado celosamente su ahora ex novio—, en medio de esa inmensa capital de la que solo conocía el barrio de Ciudad Universitaria en el centro, y la Casa de Campo, donde solía alquilar su cuerpo.
Sinceramente, no sabía qué hacer.
Otras amigas de profesión le habían contado historias de miedo, a la luz de viejas bombillas desnudas en sus habitaciones de alquiler, en las que le hablaban de una misteriosa y tétrica clínica donde los niños desaparecían y sus almas en pena vagaban por los alrededores del paseo de La Habana, asustando a los viandantes que se atrevían a perderse de madrugada por la zona. Curiosamente, aquellas eran las mismas amigas que ahora, entre risas que intentaban quitar importancia a aquellas tétricas historias, la invitaban a acudir a ese lugar: al parecer, era seguro que aun en su estado —sin un duro, abandonada y sin familia— allí iba a ser muy bien atendida, y le ayudarían de forma gratuita a traer a su hijo al mundo.
Ignoraban por qué en determinados casos la clínica no cobraba a las pacientes en estado que allí entraban. No estaba adscrita al sistema de la Seguridad Social, pero en muchas ocasiones ayudaba a las mujeres en apuros, como los que ahora la pobre Magdalena sufría.
Las más desconfiadas o expertas en los sinsabores de la vida decían que nadie daba duros a cuatro pesetas, y que si en esa clínica atendían gratuitamente a las mujeres en estado hasta su parto, incluso aunque fuesen la escoria de la sociedad como ellas, era a cambio de que dejasen allí sus bebés sin rechistar. Mejor eso que dar a luz en una casa insalubre, atendida por una matrona sin estudios y medio borracha, o ciega, o impedida por la vejez, con el riesgo de que el bebé que llegaba al mundo muriese por cualquier infección o complicación en el parto.
Así pues, parecía que esa clínica terrorífica, que había sido fuente de inspiración en tantas ocasiones para los cuentos de horror de las amigas meretrices en sus noches ausentes de clientes y sexo, había pasado a ser entonces la única salida para la pobre y triste Magda.
Recordando esos acontecimientos, sin parar de temblar de frío y sintiendo correr las amargas lágrimas por sus tostadas y tersas mejillas, Magdalena contemplaba la oscuridad con sus enormes ojos bien abiertos, aterrorizada con cada ruido, gemido, cuchicheo o crujido que invadían la inacabable madrugada.
Por mucho que sus pupilas buscaron, y por mucho que su encogido corazón esperó, ni a unas ni a otro llegó un rayo de esperanza, y no tuvo más remedio la muchacha que dejar desgranar el paso del tiempo, lenta y horriblemente, acurrucada bajo la fina manta, esperando el nacimiento de su primogénito en ese lugar de angustia y terror.
E. V. era un hombre corpulento y algo grueso por aquel entonces. Además, lucía una lustrosa cabellera negra bien cortada, siempre peinada hacia atrás y domesticada a base de abundante gomina, sin apenas entradas. La cara la tenía algo ancha sin ser muy redonda, con unos ojos de rasgos un tanto caídos, coronados por unas cejas pobladas en abundancia y mal cuidadas. En todo ese conjunto, unas carnosas orejas, grandes y salidas, daban al doctor un aspecto cuasi simiesco, bruto y desaliñado, que en ocasiones resultaba objeto de bromas malintencionadas por parte de sus subordinados o amigos, aunque asimismo le conferían un aire tan brutal que en la mayoría de los casos su físico despertaba más miedo que risas entre los que tenían la desgracia de acercarse a su lado.
Había estudiado Medicina sin demasiada vocación, obligado por unos padres austeros y de estrictas costumbres, y ya en la facultad se le conocieron pocos amigos a causa de ese físico que causaba cierta repulsión natural en sus compañeros universitarios, y su carácter seco y huraño.
Desde bien joven, eso sí, desarrolló un sentido innato para los negocios. Diríase que su profesión había sido equivocada, pues más bien debería haberse dedicado al mundo de la empresa, la banca o el comercio, ya que siempre olfateó con acierto cualquier lugar donde el dinero aflorase con facilidad, sin importarle demasiado la legalidad o la moralidad de su origen.
Llegó a la clínica S. R., de la que ahora era el máximo responsable médico y director, un poco por casualidad, de la mano de uno de sus mejores amigos y mentores, el catedrático de Medicina don Agapito B. C., con quien hizo una amistad que nació en sus años de universitario y que perduró durante toda su vida. Uno y otro compartían, no ya su amor por la medicina, desde luego, sino más bien su amor por los negocios y el dinero fácil. Fue de hecho don Agapito quien le informó ya bien entrada la década de los años cincuenta del siglo pasado de la existencia de ese tan lucrativo negocio que se estaba extendiendo por toda España de forma absolutamente brutal: la compraventa de bebés.