Authors: Enrique J. Vila Torres
Algo sorprendido, se empapó, no obstante, de todos los detalles de esa mafiosa red de la que le hablaba su amigo. Fue en ese instante, y no durante todas las tediosas clases que el catedrático le había impartido en la facultad, cuando el maestro le enseñó al alumno la lección más provechosa de su vida, el negocio que a la postre iba a hacer rico al mafioso doctor y a todos sus ayudantes, y a convertir su vida en una plácida existencia llena de lujos y beneficios.
Por todo esto, recordaba con añoranza a su mentor, Agapito, y agradecía que ese sabio hombre le hubiese indicado el camino idóneo para ejercer esa profesión por la que no sentía un amor especial.
Además, aunque era el dinero lo que más importaba al doctor, también existía una cierta motivación moral o religiosa en sus actos. Separar a los bebés del desecho de la sociedad, y entregarlos a familias ricas y de bien, enorgullecía su alma y aplacaba totalmente los remordimientos que muy de tanto en tanto sentía por sus infames actos.
En el fondo, además de ganar mucho dinero con la venta de niños que había instaurado como práctica habitual en su clínica, también sentía el sucio galeno un cierto placer morboso e insano cada vez que separaba a un tierno bebé de esas madres incultas, sucias, de clases bajas, ateas y muchas de ellas prostitutas, a las que no tenía más remedio que tratar y aguantar, si quería que su negocio siguiese adelante.
Precisamente una de ellas, una cubana, inmigrante, prostituta y casi negra, yacía en una de las camas de su amada institución, manchando con su pútrido sudor impregnado de miedo e incultura, sexo y pecado sus sábanas blancas y puras.
—¡Qué asco! —pensaba el doctor—. La odiaba. Odiaba a todas esas mujeres embarazadas, estúpidas, a las que tenía que engañar, sin demasiadas complicaciones en la mayoría de los casos, para hacerse con sus hijos recién nacidos con el fin de entregarlos en adopción ilegales. Pero tenía que aguantarlas.
En muchas ocasiones, cuando más amargado y enfadado se encontraba, él mismo hubiera deseado inyectar en los goteros de las mujeres algo más de tiopental sódico o benzodiacepinas que lo estrictamente necesario para su función analgésica o sedante, y llegar a la muerte disimulada de sus pacientes.
Sin embargo, eso le hubiera dejado sin su mercancía deseada: sus hijos.
Y el bebé de aquella mujer, siguió cavilando el médico, la prostituta que ahora por fin parecía dormir en la habitación 17, ya lo tenían «colocado» para un matrimonio de Catarroja, un pueblecito cercano a Valencia, que esperaba ansioso hospedado desde hacía una semana en un hotel del centro de Madrid. Las 200 000 pesetas que iban a pagar por el bebé les vendrían de maravilla, como siempre, al doctor y a sus colaboradores.
Pero el parto se estaba retrasando de forma inusitada. Había decidido, pues, provocárselo esa misma noche, pues ya había pasado casi una semana desde que la mujer llegó a término, y no había manera.
Cualquiera diría que el niño supiese de antemano que iba a ser separado de aquella escoria, y no quisiera alejarse del mundo ruin y depravado que ella representaba. Pero la suerte estaba echada. Esa noche nacería otro bastardo, que reportaría con su venta nuevos ingresos en la caja de caudales del galeno, llena ya desde hacía muchos años de sucio dinero procedente de cientos de casos similares.
La desgraciada Magdalena dio a luz el 4 de enero de 1973 entre gritos de dolor, tras administrar el ginecólogo a la mujer la necesaria dosis de oxitocina para provocar artificialmente el alumbramiento.
El bebé resultó ser un varón, de apariencia sana y fuerte, que vino al mundo en extraño silencio, por lo que las auxiliares se vieron obligadas a golpearle con rudeza para que rompiese a llorar y diese su primer respiro de vida. «No quería venir al mundo, y cuando al fin lo hace, viene triste y en silencio», pensó la madre.
Pese a todo lo sufrido, la mujer estaba muy contenta, y sentía en su corazón la natural alegría de toda madre primeriza. Era prostituta, soltera, se encontraba sin dinero y sin amigos en España, pero esa criatura que acababa de traer al mundo le daría razones suficientes para seguir adelante en la mísera vida que le había tocado vivir. Estaba segura de ello. Además, se prometió, no iba a permitir que su futuro le trajese más sufrimientos.
No obstante sus deseos, y como si el destino siguiera empecinado en burlarse cruelmente de ella, a las pocas horas de haber dado a luz, la tarde del 5 de enero, un frío e incluso en apariencia divertido doctor V. comunicó a la madre, sin una pizca de conmiseración en sus palabras, que su hijo había muerto.
La chica lloró sin descanso.
La vida no podía ser tan dura con ella. Le escocían los ojos a causa del torrente de lágrimas que escapaban como queriendo aplacar un fuego que ardía descontrolado en el interior de la pobre mujer.
¡Cuánto dolor! ¡Qué vida más desgraciada, vacía y sinsentido! Con veintitrés años, lejos de su Colombia natal —donde al menos sus padres y sus abuelos la hubieran consolado en esos momentos de desolación—, sin dinero y sin forma inmediata de ganarlo, tras la reciente maternidad y el parto. Sin amigos, o mejor dicho, solo con un grupo de rameras egoístas, que la veían más como una extranjera que les iba a quitar los clientes que como una compañera de profesión. Sin amor, y con el dolor de la ausencia precipitada y reciente de Juan, que le había roto el corazón con su huida…
Y ahora con su primer hijo muerto, en esa cama fría, ante ese doctor que parecía incluso disfrutar con su pena, al lado de sor M., una monja estirada y orgullosa que hacía las veces de auxiliar, y que ahora evitaba con descaro la mirada de la chica suplicante de consuelo.
Sentía en su interior cómo su corazón se rompía en mil pedazos, y cómo su sangre ya no tenía más ganas de seguir circulando caliente por sus venas. Iba a morir allí mismo. El vacío que sentía era tan grande, tan intenso que notó casi de forma física cómo se precipitaba en una profunda sima negra sin fondo, sin esperanza, y allí mismo dejaba de respirar hasta exhalar su último suspiro.
«Dios mío —pensaba la desesperada mujer—, no aborté por el amor hacia Juan y hacia el hijo de ambos, y porque no quise pecar. Ayúdame, Señor… —rogó—. A tu misericordia me encomiendo. Por una vez en mi desgraciada vida, ayúdame, Señor mío…»
Mientras rogaba aturdida y llorosa, buscó la mirada del médico o de la monja, desesperada, y solo encontró los fríos ojos de ese monstruo, inexpresivos y distantes, que la taladraron igual que lanzas horrendas mientras como en un sueño escuchaba las últimas palabras del doctor:
—Mira, chica, voy a ser sincero porque no aguanto más ocultar lo que siento por ti. Tu vida es un auténtico asco. Sé que eres creyente, aunque de poco te vale para no pecar, ya que también sé que eres una sucia prostituta. No eres digna de este hijo, ni de nada, y por eso te lo ha quitado tu Dios… Tu hijo ha muerto, y es lo mejor que ha podido pasarle. No preguntes, no indagues, no vuelvas a acercarte en tu vida a este sanatorio, ni acudas al Registro Civil, ni vayas a llevar flores a cementerio alguno, pues ya nos encargaremos de que tu hijo sea enterrado donde tú nunca lo encuentres.
»Pórtate bien, y no te pasará nada. Tenemos contactos en el gobierno y la policía, a los que no haría ninguna gracia que una extranjera y prostituta como tú fuese haciendo preguntas indiscretas por ahí. En cuanto estés algo recuperada y limpia, vete de aquí y calla. En un último gesto de buena voluntad de esta casa, te daremos 10 000 pesetas para que vayas tirando y las uses para coger el tren que te aleje lo más posible de Madrid.
Mientras escuchaba esas inmundas palabras, creyendo que el límite de su horror y su aguante iban a llegar al final, y caer allí misma tendida y muerta, una idea tenebrosa pasó por la mente de Magdalena y le golpeó con absoluta certeza.
Su hijo estaba vivo, la habían engañado.
—No vuelvas más. Insisto —prosiguió el infame doctor—. Mañana quiero esta habitación libre. Y te recuerdo, cuidado con lo que haces. Estarás vigilada y si no me haces caso, será tu vida la que corra peligro.
Esa misma noche, bajo el manto discreto y protector de la oscuridad ausente de luna, un matrimonio valenciano salía contento de la clínica, portando en sus brazos a quien iba a ser su nuevo hijo, un rechoncho bebé de apariencia sana y fuerte, al que llamarían Vicente.
A la puerta los esperaba un taxi, el mismo que los había traído hacía más de una semana desde Catarroja, para devolverlos en un largo pero ahora feliz viaje hasta su tierra natal.
Habían tratado con el encantador doctor V.; les había causado una magnífica impresión, y le admiraban por la labor tan humanitaria que llevaba en la clínica, donde atendía de forma desinteresada a mujeres pobres pero decentes, desdichadas que no podían mantener a sus hijos y decidían voluntariamente darlos en adopción. Al parecer, tal era el caso de la madre biológica de aquel chiquillo que ahora acogían entre sus brazos: una jovencita guineana que trabajaba como criada para una rica familia madrileña, y que ante su falta de medios había decidido entregar a su bebé a unos padres que lo cuidasen mejor.
Pobre niña.
Pero al menos, parte de esas 200 000 pesetas que habían tenido que pagar al doctor por conseguirles un bebé de manera tan rápida iban a parar a la madre, con lo que sin duda paliaría la pena que estaría sufriendo por haber tenido que abandonarlo.
El matrimonio marchó con la conciencia tranquila en un viaje de seis horas hacia Catarroja, felices y convencidos de haber hecho el bien. Ahora solo tenían que esperar pacientes los seis meses que exigía la ley para poder iniciar los trámites definitivos de la adopción. En cualquier caso, el amable doctor les había asegurado que no iba a haber ningún problema con la madre biológica, pues había prometido voluntariamente que nunca reclamaría a su hijo.
El médico pasó una Noche de Reyes feliz entre los suyos, disfrutando de regalos abundantes que hicieron las delicias de todos.
R. C., el encargado de mantenimiento del sanatorio, un pobre y obediente peón, electricista y albañil, acudió el día siguiente al Registro Civil de Madrid en su calidad de encargado de la clínica. Allí inscribió el nacimiento de un niño la madrugada del día 4, con un peso de 3,200 kilos e hijo de padres desconocidos.
Por su lado, sor M. entregó su parte del botín a su madre superiora, jefa del convento y de la congregación, quien aceptó el «donativo» de los bondadosos padres adoptantes, dando gracias al Señor por su infinita misericordia, pues permitía que cada día hubiera más buenos cristianos.
No muy lejos de allí, mientras los truenos y relámpagos partían la noche como espadas brutales de duro acero, al igual que en la noche que nació su hijo, Magdalena se asomó triste por la ventana del hostal donde se cobijaba.
La joven colombiana se sentía sola, destrozada, sin amor, familia o dinero, lejos de su país y con el convencimiento de que a su hijo se lo habían robado vilmente sin haber podido oponer resistencia.
No sabía muy bien si a su bebé se lo había llevado Dios con su muerte, o los hombres con su robo, pero eso le dio igual, y tras unos breves segundos que dedicó a rezar y dedicar un último pensamiento a sus seres queridos, saltó al vacío desde el octavo piso. Durante los breves segundos que la separaron de la muerte, justo antes de dejar esparcidos sus sesos en el frío asfalto, únicamente acertó a pensar en la carita de su bebé recién nacido, al que solo por unos minutos pudo dedicar una tierna mirada, unas palabras suaves, y todo el cariño que le quedaba a su pequeño y golpeado corazón.
La noticia de la muerte violenta de Magdalena llenó el corazón del doctor V. de tranquilidad, alegría y sosiego.
Nunca sabía uno lo que podía esperar de esa gentuza desarraigada, desesperada y sin escrúpulos. Tenía todo bien controlado, y algunos amigos policías corruptos o algún matón a sueldo ya se habían visto obligados a darle algún susto a algún paciente curioso. Desde luego, lo prefería así: un problema menos.
Sor M. sí que rezó hipócrita por Magdalena. Se sentía algo culpable de su suicidio, y quizá dedicó esos avemarías y padrenuestros más a redimir su propio pecado como cómplice en el robo del hijo que a asegurar la paz del alma de la mujer. Lo que no hizo fue gastarse ni una sola peseta de las que recibió por su participación en los hechos en al menos un mísero ramo de flores que depositar en la tumba de Magdalena.
El dinero hasta el último céntimo, pensó, sí que era sagrado.
En esos momentos el doctor tenía otras preocupaciones, pues la clínica se hallaba repleta de chicas a punto de dar a luz, todas ellas bastante jóvenes, y no acababa de tener claro a quiénes iba a seleccionar para quitarles el niño. Hasta la última de ellas había acudido con su marido o sus padres, y no había en ese momento ninguna con intención de dejar a su bebé voluntariamente. Cosas así ocurrían de tanto en tanto. Era entonces cuando, reunido con su mano derecha, sor M., estudiaba con detenimiento los antecedentes familiares y el poder económico de las parturientas y su entorno familiar, incluso el nivel cultural, por supuesto, para seleccionar a las candidatas idóneas.
Además de darse la coyuntural circunstancia de no tener bebés disponibles de inmediato, se encontraba en esos momentos con una lista de espera bastante amplia de padres ansiosos por adoptar, y un buen puñado también que querían dar un paso más allá de la mera adopción comprando un niño para inscribirlo como propio. Y es que muchas veces los que acudían a él con la intención de iniciar un proceso de adopción legal acababan decidiéndose por esta última opción, saltándose todos los trámites procesales de la adopción.
La mayoría eran fáciles de convencer, pues eran muchos los matrimonios que, además de tener un niño que no era suyo, querían borrar las huellas de esa circunstancia, y sonreían encantados cuando se les ofrecía esa posibilidad ilegal de la inscripción falsa en el Registro Civil.
Bueno, pensaba el médico, había días en los que la tensión y el estrés se apoderaban de su ánimo. Como en aquellos momentos. Tenía que estar pendiente de cubrir un cupo de lo que él llamaba «casos normales», lo cual tampoco era fácil. Estos eran los casos en los que, en efecto, las madres biológicas acudían a la clínica con la intención clara de entregar a los niños, firmaban tras el parto la correspondiente autorización, se inscribía a la criatura en el Registro Civil como hijo de padres desconocidos, y luego se iniciaba un proceso cien por cien transparente de adopción a favor de unos padres pacientes que esperaban que se cumpliesen todas las legalidades.