Authors: Enrique J. Vila Torres
Este primer contacto físico entre César y Elena se produjo una tórrida noche de agosto de 1948, con el cielo plagado de estrellas, la luna ausente acicalando sus encantos en la oscuridad del firmamento, y el cercano murmullo del mar rompiendo en la orilla de arenas tan blancas y límpidas como la tez de la muchacha enamorada.
El hombre era un poco más bajo que su hermano mayor, pero de facciones más hermosas, cinceladas por el creador en una mezcla sabia de sus ascendientes borinqueños (los indios nativos de la isla), españoles y africanos, de pelo ondulado y castaño, y con un cuerpo proporcionado y recio que destacaba por sus definidos músculos y la ausencia absoluta de grasa. Poseía el muchacho unos hombros robustos y unos brazos que se adivinaban fuertes y ágiles, coronados por unas manos elegantes y nervudas, propias de muchos músicos.
Fue con esas manos, y en una noche en la que los amantes se habían reunido en secreto, en ese momento mágico en el que sus corazones se hincharon de adrenalina al sentir el golpe raudo y súbito del amor, con las que César acarició el pelo de Elena mientras le susurraba palabras apasionadas:
—Te amo —dijo el hombre, y en ese instante supo que era cierto. A sus veintiocho años había recorrido mucho: sabía que era un crápula, un vividor y que se dejaba arrastrar con demasiada facilidad por la música, el ron añejo y las mujeres… Pero también estaba seguro, y habría llegado a jurarlo por sus ancestros indios y africanos, de que nunca había sentido lo que sentía al estar con Elena. Nunca su corazón borró las palabras de su mente y de su boca, incapaz de expresar nada más allá de aquel sentimiento. Volvió a mirarla a los ojos y repitió una vez más, tanto para sí como para ella—: Te amo, Elena.
La chica escuchaba las palabras de César como si de un canto de los dioses se tratase, como si un baño de dulce ron se apoderase de sus sentidos y la obnubilase hasta llevarla a cimas de amor insospechadas para ella.
—Sé que venimos y vivimos en mundos diferentes —prosiguió César—, pero desde que te conocí aquella noche hace ya dos semanas, casi escondida tras la mesa, las copas y las botellas, no he parado de pensar en ti. Me has cambiado la vida, Elena. Ya no soy el mismo…
Y también aquello era cierto: su hermano Augusto bramaba enfurecido desde entonces, diciendo que aquella chica le había robado el alma y el corazón usando viejos y ocultos ritos de brujería vudú. Pero no, César sabía que aquello era amor. Tras muchos años pensando solo en dinero, juergas y mujeres, esa chica de apenas diecisiete años le había cambiado de arriba abajo…
—… y sé que lo único que deseo es estar siempre a tu lado, pase lo que pase —concluyó.
Los ojos de Elena estaban húmedos de emoción, y sentía cómo el corazón bombeaba más deprisa.
—Amor mío…
Hasta aquel instante su vida había sido laxa, cómoda y despreocupada, pero no sabía —no podía saber— cuán vacía estaba, cuánto añoraba aun sin conocerla la pasión que ahora sentía. César la deslumbró con su voz, su mirada, su cuerpo y su sonrisa llena… Y al mirarle una vez más, se dijo que era tan guapo, tan fuerte y viril que cada uno de los poros de su piel respiraba fuego en vez de aire y casi podía sentir cómo hervía su sangre cuando estaba a su lado.
—La suerte está echada —dijo César—, y yo la acepto. Renuncio a la vida que he llevado hasta ahora. Dejaré todo: el vicio, las mujeres, el alcohol. Si es necesario, hasta dejaría la música para estar solo a tu lado.
—Y si mis padres no te aceptan —encadenó la chica—, renunciaré yo también a todo, e iré contigo a donde haga falta. —Haría lo que fuera para no romper ese amor que la embargaba y que nunca creyó conocer.
—Te amo, mi vida.
—Te adoro, mi amor…
Se hallaban en la casa de él, a solas en una reunión secreta y en principio fugaz, recostados en un cómodo sofá del salón. Elena se había excusado frente a sus padres con la coartada de una visita a casa de una prima de su edad, que le ayudaba siempre que la caprichosa muchacha necesitaba, por un motivo u otro, desaparecer de la casa familiar.
Elena, la niña mimada y rica de una bella isla caribeña; Elena, la caprichosa, la ingenua y malcriada, casi recién estrenada su condición de mujer, descubrió esa noche el sexo de manos de un vividor, mujeriego y bellísimo hombre, que ya de por vida se grabaría a fuego en su corazón.
Aquella noche, sin ser consciente de ello, César engendró a su primer hijo, fruto del amor incondicional entre los dos jóvenes.
Ese hijo al que el destino iba a querer que jamás pudiera abrazar.
Así, de esa furtiva relación, nacería en mayo de 1949 el primer hijo bastardo de la familia Salazar, deshonra, oprobio y tristeza para todos, repudiado por sus abuelos, y obligado a vivir en la penuria en el seno de una humilde familia de peones agrícolas en la hacienda de otro rico señorito de la isla.
El niño fue separado violentamente de su madre, y condenado a vivir en una especie de acogimiento familiar, entre el amor de esa familia humilde. Se inscribió como hijo de padres desconocidos, ya que en aquella época el poder patriarcal de los Salazar todo lo podía y era fácil hacer y deshacer en los archivos del Registro Civil, donde un juez titular era íntimo amigo y protegido de don Emilio.
También se cuidó mucho el abuelo de que su nieto permaneciese permanentemente en acogida, sin que se realizase adopción alguna, y manteniendo los apellidos ficticios que le había impuesto el juez, solo a efectos de identificación. No quería el amargado viejo que el niño ostentase los apellidos de sus acogedores, ya que los consideraba indignos de aquel que, aunque bastardo, portaba su sangre. En su fuero interno, pese a que nunca reconocería al nieto ni permitiría que lo hiciese su hija, pensaba darle a Julio un destino digno y poderoso: ese pequeño era portador de sangre de los Salazar, y en definitiva no tenía culpa de haber nacido de una relación prohibida.
Así pues, el austero Emilio Salazar dejó abierta la posibilidad de una futura adopción de ese niño, cuando él lo considerase conveniente y por quien él creyese oportuno. El destino de todos los miembros de la familia, incluso los que tenían la sangre manchada por el pecado y la deshonra como ese bebé recién nacido, debía ser digno.
El hijo bastardo quedó bajo la estrecha vigilancia de la familia Salazar, que periódicamente fue entregando importantes sumas de dinero a los acogedores para garantizarse el bienestar y la educación del nieto bastardo. La discreción fue total, bajo amenaza de expulsión del país o cosas aún peores, y Julio, el descendiente ilegítimo de la adinerada familia, creció humilde pero educado y sin pasar hambre, y desconociendo siempre su origen de alta alcurnia.
Elena, la madre biológica, pudo verlo en la distancia, vigilada y controlada, pero nunca pudo abrazar su tierno cuerpecito, ni hablarle, ni besar su tersa piel, de tono tan semejante al de su padre, César.
Y por esa separación, por esa ruptura brutal e impuesta de los lazos que unen a una madre con su hijo, la joven creció consumiéndose por dentro; ya nunca más conoció el amor, y dejó su mente y su corazón, de forma eterna, en propiedad exclusiva de los recuerdos de su amado César y de su hijo robado.
Dos amores lejanos, perdidos, ahora imposibles, que la acompañaron en su mente hasta que murió, ya muy anciana, mientras sus ojos llorosos se embebían de la brisa cálida del inmenso océano caribeño.
Efectivamente, el nacimiento del bastardo casi coincidió con el comienzo de la revolución independentista puertorriqueña, que se oponía a la condición semicolonial de la isla respecto a los Estados Unidos.
Este levantamiento dividió el país en dos, así como el corazón de sus habitantes: unos, partidarios de la independencia total; otros, partidarios de mantener su destino unido al coloso país del norte, como finalmente ocurrió y aún ocurre hoy día. Hubo bombardeos, saqueos, masacres indiscriminadas, asesinatos entre familiares partidarios de uno u otro bando, y en último término los insurrectos fueron arrestados y la revolución finalizó sin éxito, continuándose así para muchos la relación colonial de la isla con los Estados Unidos.
En cualquier caso, esos años convulsos de revolución constituyeron un marco idóneo para que la vida de los hermanos Barbosa cambiase radicalmente.
Dos circunstancias minaron de raíz la vida de César, que arrastró en su destino a su inseparable hermano Augusto.
En primer lugar, el inicio de la revolución y el enfrentamiento civil en la isla supuso un endurecimiento de la vida cotidiana para toda la población, y un periodo de crisis que afectó a la vida disoluta del dúo de músicos. Los hermanos Barbosa perdieron gran parte de sus giras. La gente dejó de participar en celebraciones y fiestas nocturnas, y se cayó en una época de vacas flacas, en la que los artistas como César y Augusto entraron en franca crisis.
Pero además, César había dejado embarazada a la hija menor de una de las familias de terratenientes más poderosas de Puerto Rico, y tal circunstancia no fue en absoluto perdonada por los padres de Elena.
Estos, además de repudiar y aislar a su hija y a su nieto bastardo Julio, centraron gran parte de la energía surgida de su odio en castigar severamente al hermano pequeño de los Barbosa, «al cabrón mujeriego que había manchado el nombre hasta la fecha impoluto de la familia». Así, don Emilio Salazar, el dictatorial padre de Elena, movilizó todas sus influencias políticas y mafiosas para hundir la carrera musical y artística de los hermanos, ya de por sí afectada por la revolución en ciernes.
Los Barbosa se encontraron, pues, sin actuaciones. No eran admitidos ya en casi ninguna de las pocas fiestas que seguían celebrándose, se les acababa el poco dinero que milagrosamente habían ahorrado en sus años de esplendor artístico, y comenzaron a encontrarse en una situación desesperada.
Además de la penosa realidad económica, recibieron de forma más o menos anónima varias amenazas no muy veladas, para que abandonasen de inmediato el país so pena de ver peligrar su integridad física. La mafia local, sobre la que Emilio Salazar poseía importantes influencias, estaba acostumbrada a los asesinatos por venganza, cuestiones económicas o negocios turbios, y tanto Augusto como César sabían muy bien que tarde o temprano aparecerían muertos y tirados en la cuneta polvorienta y olvidada de cualquier camino rural perdido en el interior de la isla. La policía, también corrupta e inclinada a favorecer a los más ricos e influyentes, desde luego tampoco iba a ser garantía alguna para asegurar la salvaguarda de sus vidas.
Quizá si no habían muerto ya se debía bien a que eran lo suficientemente famosos para que el asesinato no resultara demasiado fácil, o bien a las presiones que todavía volcaba Elena hacia su severo padre don Emilio, a través de su destrozada madre.
Porque si bien la joven había tenido que irse avergonzada a vivir enclaustrada al sur de la isla, en la ciudad de Yauco, en el extremo opuesto a la capital, bien lejos de su hijo y de su amante, y teóricamente sus padres le habían retirado la palabra como parte del severo castigo impuesto por su aventura con el músico, lo cierto es que la pobre chica, aterrorizada y destrozada por su depresión, aún podía dirigirse esporádicamente a su madre. La mujer, cómo no, se compadecía del destino de la menor de sus hijas, y si bien no se atrevía a oponerse a la férrea voluntad de su esposo, sí que intercedía entre este y la deprimida Elena. Es posible que de este modo la joven y triste chica —movida por el amor hacia su casi desconocido hijo Julio, y hacia el padre de este, César— contribuyese con sus ruegos, lloros y súplicas vertidos hacia su madre a que la venganza de los Salazar no acabase con la vida de su querido músico.
Y aunque los amantes no podían verse, vigilada estrechamente la joven en su encierro en Yauco, soñaban el uno con el otro en las cálidas noches que envolvían la isla, mientras las palmeras, perezosas y juguetonas, mecían sus ramas rasgando el suave aroma nocturno impregnado del salitre de los mares del sur.
Así pues, el día en el que nació Julio, el 18 de mayo de 1949, los corazones de sus padres estaban rotos de dolor.
El niño había sido fruto de un amor prohibido entre la rica y mimada heredera y el aventurero y mujeriego músico. Sus mundos estaban lejos, pero tan cerca sus corazones que parecían fundidos en uno solo. Y esa fusión de sus sangres corría ahora por las venitas de una criatura inocente, ignorante de las circunstancias de su nacimiento, que sufriría ya de por vida el triste designio de un bastardo, y de no conocer jamás a su padre César ni a su madre Elena.
Solo Elena, la tierna y suave Elena, había estado muy cerca de convertir a ese hombre en alguien digno de confianza y lleno de sensatez. Sin embargo, la distancia impuesta, la ruptura obligada y el dolor por el que pasaron los corazones de los amantes reforzaron en el pobre César su odio hacia la sociedad, y sus ganas de beberse una vida que esencialmente había sido injusta para él.
Le habían robado a su primogénito, que se criaba apartado en un lejano poblado del país. Y aun así él era el auténtico padre de Julio: él había depositado el germen vital en el vientre de su amada, para dar la vida a esa hermosa criatura. Nadie, ni dioses ni hombres, debería poder separar a un padre de su bebé… y más si ese vástago había surgido de un amor tan profundo, sincero y fiel como el que él profesaba por Elena.
Su Dios, en esos momentos lo sabía, era cruel. Y ahora, cuando su hermano Augusto le decía que la vida era una farsa, que no había que creer en nada más que en el dinero, el alcohol y el sexo, se daba cuenta de qué razón tenía.
Porque la única vez, la única, en que había sentido la ternura aflorar de su corazón, llamando a gritos al amor por Elena y el hijo bendito de ambos, el mundo se había interpuesto violento en ese sosegado camino, golpeándole con fuerza y obligándole a sufrir lo que nunca se hubiese imaginado que un ser humano fuera capaz de aguantar.
Era el padre de sangre de Julio. Y eso, en ningún caso se lo iban a quitar.
Por las tardes tristes, cuando el mar se negaba a moverse, ausente la compañía del viento del norte, César se tumbaba sobre la arena blanca de la playa que más amaba, solo, acompañado únicamente por el canto rítmico de las lejanas gaviotas, y miraba concentrado el horizonte, dejando escapar sus lágrimas mientras gritaba en silencio el nombre de sus seres amados.