Oí entonces una trompa de caza y los apremiantes ladridos de la jauría. Había algo tan compulsivo y terrorífico en el clamor que empecé a correr. «Lo que faltaba» pensé. «Que me sigan con perros». Cuando acordé había transpuesto la tapia divisoria y caía de rodillas en las piedritas del sendero, en el segundo triángulo del parque. Ya no oía ladridos, como si hubiera llegado muy lejos o como si los perros no existieran. Al levantar los ojos me encontré frente a un anciano, estaba sentado en un sillón de mimbre, a la sombra de un baldaquín a franjas amarillas, coloradas y azules, vestía un traje de gabardina, de vez en cuando se abanicaba con un sombrero de panamá, parecía enfermo y cansado, me observaba. El jardín, a su alrededor, era un paraje de sueño, mejor dicho el simulacro de un sueño, construido según ideas muy convencionales, con objetos vagamente significativos y simbólicos: una jaula, en forma de quiosco chino, donde revoloteaban dos o tres pájaros de color azul verdoso, una locomotora incompleta, casi enterrada en la arena y desparramados por el césped, el cilindro, en espirales blancas y escarlatas, de una barbería, un medallón dorado, con una cabeza de caballo, un escudo, una antorcha. El casual descubrimiento de que las piedritas del suelo eran, en realidad, libros minúsculos (de vidrio macizo, pintado) me indignó. Olvidé los perros, olvidé la policía, recogí uno de esos libritos, lo arrimé a los ojos del viejo como si le mostrara un elemento de prueba verdaderamente abrumador y le pregunté:
—¿Qué significa todo esto? ¿Y esa puerta?
Era de madera oscura, con infinidad de cabecitas labradas; tenía un llamador con mano de bronce y estaba enmarcada en la frondosa hiedra de una glorieta.
—Aseguran que abre únicamente sobre sueños reparadores —contestó.
Me pareció lóbrega, tristísima y sospeché que traería desgracia; para sustraerme a esa idea imaginé a la muchacha del lago, pero en seguida traté de pensar en otra cosa, como si lo que entonces ocupara mi atención estuviese expuesto a efluvios de mala suerte. Pregunté:
—¿Qué se proponen con todo esto? ¿Volverme loco? No se hagan ilusiones.
—Una buena observación —respondió el viejo, riendo como si fuera a sofocarse—. La mejor crítica. Pero confiese, pues, amigo: ¿es usted algún nuevo partiquino del doctor Veblen?
—¿Partiquino del doctor qué?
—¿No dirá que entró por error? ¿O lo de siempre? ¡Un fugitivo! Le prevengo que la policía aquí no lo molestará. Es claro que si Veblen le echa el guante… Por nada se malquista con el gobierno.
—Yo me voy.
—Está bien. Hay que huir de los neuróticos. —Miró el reloj—. Cinco y media pasadas. Por un ratito no vienen a buscarnos.
Me dije que tenía tiempo de cruzar todo el parque y de llegar puntualmente al hotel (o
motel
) donde Luz me esperaba. ¿Estaba seguro? En su conjunto, el parque era enorme; yo podía extraviarme; no sería raro que me encontrara con alguien dispuesto a cerrarme el paso o a llamar a la policía. Quise volver, aunque fuera por unos minutos, al lago de las rocas, para hablar con la muchacha. Así urgido ¿la convencería de algo? ¿De qué? En el mejor de los casos, de que me diera nombre y dirección, para mantener correspondencia cuando yo hubiera regresado a Buenos Aires. ¿Valía la pena (Dios me perdone), para jugar a los novios por cartas, correr el riesgo de la cárcel? Antes de contestar la pregunta, había trepado el cerco y estaba de nuevo en el jardín del lago. «Por una desconocida» cavilé «pierdo tiempo y me expongo. Van a prenderme. Van a meterme a puntapiés en un calabozo. Entonces no hallaré justificación para esta conducta». Cuando enfrenté el montículo y no encontré allí a la muchacha me angustié, por segunda vez en un rato comprendí que si la perdía no me consolaría nunca. Olvidé las precauciones, me lancé a buscarla agitadamente. La descubrí de pronto debajo de un arbusto de flores coloradas, con las manos tendidas hacia mí; la muchacha cortaba flores, pero por un instante supuse que me llamaba; este error me confundió, me desalentó, y cuando reapareció el gigante vestido de cazador verde, nuevamente emprendí la fuga, traspuse la tapia, una sucesión de tapias y en los diversos jardines vi (ya sin curiosidad) cocineros que disputaban un partido de tenis, gente disfrazada de animales, la torre de una fortaleza, de cuyas alacenas colgaba un ancla, un cupé, una chimenea, un arpa, una cuna dorada. Me dije que renunciaba a la mujer de mi vida porque estaba demasiado triste para luchar (lo contrario era verdad: estaba triste porque renunciaba a la mujer) y atribuí la culpa de todo a la funesta fantasía de esos jardines. En el último, un individuo de guardapolvo casi me atrapa. Escalé el muro, me encontré en plena calle; me interné (sobreponiéndome al cansancio y al miedo) por la ciudad; dos veces me extravié; por fin llegué al
motel
.
Luz cumplió su palabra: me esperaba. Riendo, como si me vistieran para un baile de máscaras, me disfrazaron de capitán o de camarero. Bebimos, llegó el ómnibus, el conductor comentó «Hoy va uno más», atravesamos el aeropuerto y embarcamos. Hasta que despegó el avión, la tripulación parecía nerviosa; yo pensaba en la muchacha del lago.
Ya en el aire, me cambié de ropa y para estar solo, me refugié en el último asiento. Creo que después de servirnos la comida, Luz nos deseó las buenas noches y vino a sentarse conmigo. Yo recordé historias, que todos conocen, de lo que sucedió en algún vuelo, en ese último asiento, mientras los pasajeros dormían. Para distraerla me puse a hablar.
—¿Usted cree en el amor a primera vista?
—Es maravilloso —contestó— y de lo más común. Pregúntele a cualquiera.
Se apasionó tanto con la argumentación que estuvo a punto de abrazarme. Le pregunté:
—¿Quién es el doctor Veblen?
—¿No sabes? El susto que te habrás llevado.
—Por lo menos he visto cosas raras.
—Comparsas alquiladas y objetos que consigue no sé dónde. Los pone ahí para que los internados, a la noche, sueñen. El charlatán cura con sueños a millonarios que se curan por el gusto de pagar montones de pesos.
Como si no cambiara de tema, rápidamente me preguntó con quién vivía. Cuando comprendí, le dije:
—Con mi madre y mis hermanas, en Beccar.
—¡Entonces no estás casado! —gritó sin disimular el júbilo.
Pensé como si le hablara: «Con tal de que me dejes por un rato, después nos casamos». La chica me había salvado, se parecía tal vez a las grandes heroínas de Stendhal y a mí no me interesaba mi destino. Me miró con esos ojos graves, que ahora le conozco tan bien, me dijo que iba a ofrecer no sé qué a los pasajeros, pero que volvería pronto.
Almeyda se había vestido con el traje azul, como si fuera a salir. Frente al espejo anudó, en impecable moño, la corbata de las grandes ocasiones y aún le agregó el lujo de un alfiler, en herradura de la suerte, con piedritas verdes, de valor puramente sentimental. A la luz de ese día de invierno, las envolventes hojas de hiedra del marco dorado conferían una profundidad misteriosa y triste al óvalo de cristal que lo reflejaba. «Así voy a quedar —murmuró— en alguna fotografía, en el dormitorio de Carmen. En la repisa, entre su retrato, con mantón de Manila, y la foto del sobrinito desnudo sobre un almohadón».
Oyó el roce de un papel y vio surgir, por debajo de la puerta, una carta que alguien empujaba desde afuera. «¿Todavía siento curiosidad?», se preguntó, mientras desgarraba el sobre. Era la cuenta del sastre. «Para pagarla —comentó— nadie postergaría el suicidio».
Como si quisiera darse una última oportunidad, nuevamente enfrentado con el espejo, se preguntó cuáles eran las cosas que para él no habían perdido su encanto. De un rápido inventario sólo rescató el olor del pan tostado y el tango
Una noche de garufa
. Dos cosas no le bastaron; por superstición creyó necesario llegar a tres. Registró la memoria, primero de cualquier modo, luego con método; personas («Mejor pasar de largo»); costumbres que tuvo alguna vez («Con esas manías quién no se cansa de sí mismo»); teatro en la Avenida de Mayo; billares en el centro; comidas de hombres solos, hasta muy altas horas, con discursos y cuentos procaces, por lo común en un restaurante de la recova del Once; en verano, siestas en un bosque, en el camino de La Plata; lecturas, que en otro tiempo lo entretuvieron, como la historia de la máquina del tiempo y demás fantasías en que algún viajero se aventuraba en el futuro, que era mundo bastante aterrador y melancólico. ¿Dónde estaban los libros? En casa de Carmen, probablemente, o de algún sobrinito de Carmen, al que ella en seguida los pasaba, como si le quemaran las manos.
Ya se había cansado de esa inútil pesquisa de objetos más o menos encantadores, cuando se acordó de un camión, en forma de oso polar, de una peletería, que lo había deslumbrado cuando era chico. «Llegué a tres» victoriosamente, exclamó, para agregar demasiado pronto. «¿Y bueno?». Mirando todavía el espejo, alargó la mano, a tientas, en procura del revólver. Segundos después, al seguir ese movimiento con los ojos, reparó en el diario, sobre la mesa. Mejor dicho, reparó en el siguiente anuncio (recuadrado en negro, como aparecían en periódicos de provincia, de otra época, los avisos fúnebres):
¿Usted está convencido de que la vida lo ha cercado y atrapado, de que todo se le cae encima y de que no le queda otra escapatoria que el suicidio? Si no tiene nada que perder, ¿Por qué no viene a vernos
? «Como si pensaran en mí», se dijo. «Mi caso, exactamente».
Felices los que pueden descargar su culpa en el prójimo; tarde o temprano se desahogan. ¿Por qué no le hablaba francamente a Carmen y aclaraban la situación, como le aconsejaba Joaquín, el Zurdo de
Los 36
? ¡Aclarar la situación!: un alivio, un oasis, una meta inalcanzable, un sueño que más valía no soñar. Nuestra libertad está limitada por lo que el prójimo espera de nosotros. Carmen, de carácter rápido, de voluntad firme, de arranques generosos, le había asegurado: «Cuentas conmigo», para proceder en el acto a una de esas convincentes explicaciones minuciosas, que parecían incompatibles con su personalidad vivaz, pero que en realidad la complementaban y reforzaban. Carmen, Carmen, incesantemente Carmen, preciosa, de facciones delicadas, nítidamente delineadas, blanca, rosada, de mirada centelleante, de sonrisa triunfal, de proporciones tan armoniosas, que nadie, nunca, soñó en llamarla enana. Si él abría una puerta, del otro lado surgía, cerrando el paso, rápida como el movimiento de un abanico, graciosa como la muñequita, vestida de bailarina, de una caja de música, Carmen, de ojos que adormecían la voluntad, de risa que infundía alegría, de perfecta dentadura, blanca y filosa, de manos minúsculas, con dedos pálidos y delgados, que terminaban en uñas como garfios. Involuntariamente se la representaba arrebatada en frenéticas espirales de zapateos y taconeos a los que ponía fin, las manos en alto, con un impetuoso
Voilá
! «El tiempo lo arregla todo», le había dicho en
Los 36 billares
, Joaquín, el mejor zurdo del paño verde, su amigo de siempre, a quien la vida le salía bien por carambola. «Yo no tengo esa suerte, o esa maestría, pero tengo a Carmen», recapacitó y estiró resueltamente la mano. En ese momento lo estremeció una detonación. Recordó después que en la Recoleta rendían honores a un militar muerto. Como si el inesperado cañonazo lo precaviera contra cualquier sobresalto, postergó el revólver hasta haber leído, otra vez, el anuncio. Lo recorrió sin mayores ilusiones, pero cuando llegó al número de teléfono y a la exhortación
Llámenos ahora mismo
, se dijo: «¿Por qué no? Soy demasiado escéptico para oponerme a nada», y por simple curiosidad, para ver si en ese trance la vida le proponía una aventura, llamó. En seguida contestaron.
—¿Quiere fijar una entrevista? —le preguntó una voz de hombre, cansada pero serena—. Esta semana tengo todos los días tomados…, salvo que usted pueda venir ahora mismo…
Tal vez porque estaba perturbado entendió que se le presentaba una oportunidad.
—Poder… puedo… —balbuceó.
—Anote.
—Un momento…
—Avenida de Mayo —dictó la voz cansada.
Almeyda cuidadosamente escribió el número, el piso.
—Ya está.
—Si no quiere esperar, no se demore, por favor.
Recogió el reloj, las monedas que había en el cenicero, el llavero que le regaló Carmen, mojó el pañuelo en agua de Colonia y, al ordenar el escritorio, vio la libreta de cheques. «La llevo», pensó. «Después de todo no moriré sin pagar al sastre». Como iría hasta Callao, a tomar un taxímetro, la sastrería le quedaba de paso.
El portero lo interceptó con grave deferencia.
—La señorita Carmen —anunció— le dejó un sobre. Voy a buscarlo.
—Me lo da más tarde, cuando vuelva.
Se alejó por la calle, antes de que el portero protestara. Entró en la sastrería. El sastre le preguntó:
—¿Le muestro un corte de género?
—No creo que necesite trajes nuevos —contestó—. He venido a pagar, nada más. ¿Le sorprende?
—No, señor, uno se lleva sorpresas cuando quiere.
Ni bien salió a la calle, un taxímetro quedó libre. Lo ocupó, dio la dirección y comentó para sí: «Tengo suerte. Cómo andarán mis cosas, que solamente pienso que tengo suerte cuando consigo un taxímetro».
Con el conductor mantuvo un diálogo sobre los avisos que leemos en los diarios.
—¿Usted qué opina? —preguntó Almeyda—. ¿Habrá que tomarlos en cuenta?
—Mi señora siempre los lee y hay que ver las oportunidades que consigue. Si protesto que en la casa no caben más cachivaches, me confunde con alguna salida inesperada, como el que guarda tiene, y me hace ver que gracias a un aviso me compró el cinturón eléctrico que llevo puesto hasta el día de hoy.
El conductor parecía muy atento a lo que decía, pues al llegar a la Avenida de Mayo se mostró sorprendido de que hubiera automóviles en la calle y apenas evitó el encontronazo; un colega suyo, al sortearlo, se estrelló contra un ómnibus. Dieron fin a esa parte del episodio hierro y cristales en sucesivo estrépito.
Cuando bajó del automóvil, Almeyda sintió flojas las piernas; no era para menos: primero, la salva en honor del militar muerto; después, el choque. Se dijo que por aprensión al ruido y a la sacudida, esa tarde no tendría fuerzas para gatillar el revólver, pero que si llegaba con vida a la noche se encontraría de nuevo con Carmen. Por la Avenida de Mayo, al 1200, buscando la puerta correspondiente al número que traía anotado en un papel, llegó a pocos metros del teatro Avenida. «Qué destino. Los mismos lugares de siempre», exclamó. «Debiera volverme a casa». Como había llegado hasta ahí, se dijo que más le valía enterarse de qué le propondría el estafador del anuncio. En el
hall
de entrada notó un vago olor desagradable, como si el portero cocinara con formol; subió hasta el quinto piso; leyó:
Doctor Edmundo Scotto
, en una chapa de bronce, que se le antojó funeraria; siguió a una muchacha, vestida de enfermera, hasta un consultorio o despacho, con las paredes cubiertas de libros, donde un viejito en guardapolvo, desde atrás de un escritorio, donde había infinidad de papeles y una bandeja con un café con leche completo, le anunció con la boca llena: