Historias de amor (26 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

BOOK: Historias de amor
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—Lo esperaba. Soy el doctor Scotto.

Era, sobre todo, minúsculo («Como mandado a hacer para Carmen», se dijo Almeyda), pero también endeble y de color de cadáver.

—He venido por el aviso.

—Perdone que no lo convide. —Scotto se disculpó—. Habría que pedir su completo a la lechería, que está a la vuelta, y es notable lo que demoran.

Arriba del médico, en la pared del fondo, colgaba un cuadro muy oscuro que representaba a Caronte, con un pasajero, en su barca, o a un gondolero que, por un canal de Venecia, llevaba a un enfermo o quizás a un muerto.

—He venido por el aviso —repitió Almeyda.

—¿Me perdona si como? —inquirió el doctor mientras rebanaba el pan y lo mojaba en la taza—. El café con leche frío ¡no se lo recomiendo! Hable, por favor. Dígame todo lo que le pasa.

—No faltaría más —contestó Almeyda, con una irritación incomprensible, alentada, a lo mejor, por la fragilidad del médico—. Usted pone un aviso bastante sibilino, reconozcámoslo, yo me costeo hasta su consultorio, con la salvedad de que no me hago la menor ilusión, y ahora me sale con que soy yo el que debe dar explicaciones.

El doctor Scotto se pasó el pañuelo, primero por el bigote mojado en café con leche, después por la frente, suspiró y, ya dispuesto a hablar, advirtió una medialuna en el café con leche, mordió y masticó. Observó por fin:

—Yo soy el médico y usted es mi enfermo.

—Yo no estoy enfermo ni soy suyo.

—Antes de prescribir el tratamiento, el médico escucha al enfermo.

—En su aviso, usted mismo ha descrito, con bastante acierto, para qué negarlo, mi situación. ¿Qué más quiere que le diga?

El doctor preguntó con súbita alarma:

—¿No andará con problemas de dinero?

—No, no es eso. Una mujer.

—¿Una mujer? —Scotto recuperó el aplomo—. ¿Una mujer que no lo quiere?
¡La donna e mobile
! Por favor, señor, no me distraiga con niñerías.

—Una mujer que me quiere.

—Permítame, le voy a recomendar un psicoanalista —escribió un nombre y una dirección en el recetario— para que usted no pierda la única oportunidad de ser feliz que nos queda a los hombres en este mundo que se acaba: la formación, la consolidación de la pareja.

—¿Entiendo bien lo que trata de decirme? —preguntó y lentamente se incorporó.

—No lo tome así —contraído, Scotto lo miraba desde abajo—. ¿Es tan grave?

—Irrespirable. Estoy vivo, provisoriamente nomás, porque leí su aviso en el diario.

—¿No puede esconderse, por un mes, en casa de un amigo? El tiempo lo arregla todo.

—Tengo, precisamente, un amigo que siempre me repite esa frasecita; pero ni él, ni usted la conocen a Carmen.

—¿A quién? —preguntó Scotto, poniendo una mano, como pantalla, en la oreja.

—No importa, doctor; si no puede ofrecerme nada, me vuelvo a casa.

—Mi sistema reconoce por base el principio irrefutable de que el tiempo lo arregla todo. En síntesis, mi buen señor, yo a usted lo duermo y lo hielo. Cuando despierte (después de un sueñito de cincuenta o de cien años) la situación ha evolucionado, en la costa no quedan moros. Hago hincapié, eso sí, en que usted pierde lo que yo he de llamar la gran opción de la pareja. La última reunión de la pareja será siempre mi propósito irrenunciable.

—Está bien. Me vuelvo a casa.

—No se enoje, no insisto. Para mostrarme cooperativo le señalaré, en mi sistema de sueño congelado, una ventaja que su espíritu curioso valorará: la ocasión de practicar turismo en el tiempo, conocer el futuro.

—De acuerdo. Si me hiela ahora mismo, le acepto el sueño de cien años.

—No se apure. Procederemos primero a examinarlo exhaustivamente. Le recomiendo un laboratorio serio, donde le efectuaremos radiografías y análisis a precios interesantes. Debo cerciorarme de que su organismo resistirá.

—¿Mi organismo resistirá mejor una bala?

—Ni en broma lo diga. Póngase en mi lugar. La reputación del doctor Scotto, ¿cómo queda si usted revienta? Además, apreciado señor, yo desconozco sus medios, pero supongo que deberá tomar algunas disposiciones para hacer frente. A ojo de buen cubero calcule: cien años de alquiler, más la atención y la manutención.

—Le extiendo un cheque por todo lo que tengo en el banco.

El doctor examinó, sin prisa, el talonario. Por fin declaró:

—Usted me paga un año o, si el costo de la vida no sube, dos años. Después empieza a costarme plata

—No se preocupe. Me voy a casa. Yo vine aquí simple curiosidad, pero tengo mi plan perfectamente trazado.

—Por mi parte, yo tengo un gran defecto. Soy lo que se llama un hombre débil, que se deja convencer por la última persona que le habla. Pero, óigame bien, si mañana se me acaban los fondos, usted es el perjudicado., No lo voy a dejar morir, pero lo despierto, quizá prematuramente.

—No se preocupe. Me voy a casa.

—¿Esa casa, de la que siempre está hablando, es de su propiedad? ¿Dispone de otros bienes? Cuanto más cuantiosos, mejor. Llamo al escribano, que está en el mismo edificio, lo consultamos, y usted me extiende un poder.

Concluyó por fin con los trámites legales. Pensó que si el doctor Scotto se propusiera irritarle los nervios y agotarlo, antes de la congelación, no podría elegir un procedimiento más eficaz. Ni siquiera a la tarde, cuando empuñó el revólver, había estado tan nervioso.

Un ayudante del médico lo llevó a un cuartito y empezó a auscultarlo. Almeyda asumió un aire de gran calma, casi de postración; pero el corazón le golpeaba en el pecho. «Si no me domino —pensó—, quién sabe qué enfermedad va a descubrirme». Para tranquilizarse practicó su habitual método de imaginar praderas verdes y árboles. El ayudante le tomaba la presión y conversaba.

—El señor, ¿de qué se ocupa?

—Dicto un curso de historia en el Instituto Libre —contestó Almeyda—. Antigua, moderna y contemporánea.

—Y ahora podrá añadir futura —dijo el hombre, sin observar tal vez el rigor lógico—. Porque tengo entendido que el señor se larga en vuelo directo al siglo que viene. ¿Qué le parece?

—¿Cómo será el futuro? —Almeyda preguntó en un tono que simulaba indiferencia.

—No habrá trabajadores. No habrá esclavos. Del trabajo se encargarán las máquinas.

—Detrás de la máquina estará el hombre que la maneje.

—Por algo desconfío del maquinismo. Animales harán el trabajo. O seres de otro planeta, seres inferiores, traídos especialmente.

—Por los traficantes de esclavos…

—Algo mejor, le propongo algo mejor: a los hombres apocados, que no quieran hacer frente a las contingencias de la vida, les infundirán por algún método científico, la felicidad, la pura felicidad, a condición de que trabajen. Vale decir que esclavos felices trabajarán para el resto de los hombres.

—¿Sabe una cosa? —comentó Almeyda, como si hablara solo—. Me parece que el futuro no me gusta nada.

—Y sin embargo, allá va en vuelo directo.

Lo pasaron a otro cuarto. Lo acostaron. Lo rodearon Scotto, el ayudante y tres enfermeras. Antes de dormirse miró, en la pared de la izquierda, el calendario y se dijo que el 13 de septiembre de 1970 emprendía la aventura más extraña de su vida.

Soñó que se deslizaba por una barranca nevada y que seguía después por un angosto sendero hasta la boca de una caverna; desde la oscuridad le llegó un rumor de risas.

—Estoy despierto —afirmó, como quien se defiende— y no sé nada de la bella del bosque.

Lo rodeaban dos hombres y una muchacha. En seguida se preguntó si esas personas habían hablado de la bella del bosque o si él había estado soñando.

—¿Hormigueo en los pies? —dijo uno de los hombres.

—¿Se le durmieron los dedos de la mano? —dijo el otro.

—¿Quiere una manta? —dijo la muchacha.

Se encorvaron, para examinarlo de cerca. Temió, por un instante, que los desconocidos le ocultaran con sus cuerpos algún extraño servidor, un animal o un mecanismo. Apenas trató de incorporarse, divisó entre dos cabezas, el calendario. Con desconsuelo se dejó caer en la almohada.

—Despacito, despacito —dijo la muchacha.

—¿Debilidad? —preguntó uno de los hombres.

—¿Un mareo? ¿Un vértigo? —preguntó el otro.

Por despecho no contestó. Lo habían sometido a un simple ensayo o, peor aún, el experimento había fracasado; el calendario seguía en el 13 de septiembre.

—Quiero hablar con Scotto —dijo sin disimular su abatimiento.

—Soy yo —contestó uno de los desconocidos.

—No… —Almeyda inició una protesta, que se transformó en confusa explicación, porque de pronto entrevió una duda.

Al dormirse, ¿tenía el calendario a la derecha o a la izquierda? Ahora lo tenía a su izquierda. Dijo: Quiero levantarme.

Se incorporó, apartó a los desconocidos, no sin vacilaciones dio unos pasos en dirección a la pared. En el calendario, debajo del número 13, leyó una fecha increíble. Había dormido cien años. Pidió un espejo: se encontró pálido, con la barba un tanto crecida, pero más o menos igual a siempre. Quedaba, por cierto, la posibilidad de que todo fuera una broma.

—Ahora me va a beber la poción —dijo la muchacha y le puso entre las manos un enorme vaso de leche.

—Me la toma de un trago —dijo uno de los hombres.

Aquello parecía leche, pero no lo era; sabía, quizá, a petróleo.

—Ya se bebió el primer vaso —dijo el otro.

—Antes de beber el segundo, pasará un rato, descansando, en la salita de espera —dijo la muchacha.

—Después tendremos una charla amistosa —dijo uno de los hombres.

—Hay que prepararlo —dijo el otro.

—Hay que prevenirlo —dijo la muchacha— sobre la rigurosa reducción de sus medios económicos y sobre lo que va a encontrar en la calle.

—No está preparado. Antes deberá descansar un rato y fortificarse con la segunda poción —dijo uno de los hombres.

—Lo pasaremos a la salita de espera —dijo el otro.

La muchacha abrió la puerta y declaró:

—Está ocupada.

—Lo sé —replicó uno de los hombres—. Son contemporáneos. Aunque hablen, no hay peligro.

—Entre —le dijo el otro.

Iba a entrar, pero se detuvo, ¿aún no había despertado? Si no soñaba, ¿cómo podía sonreírle, plantada en el centro de la salita?… Un instante después, para ocultar sin duda la mueca en que se mudaba la sonrisa, Carmen animosamente se arrebató en espirales y taconeos, alzó, estática los brazos y por fin los abrió, para brindársele toda, al grito de:

Voilá
!

Tras un silencio, articuló Almeyda:

—No esperaba…

—¿Por qué disimulas tu generosidad y tu amor? —preguntó Carmen, ya segura—. Escribí esa horrible carta en un arranque, en un mal momento. No sé cómo decírtelo: creí que me asfixiaba, que no aguantaba más. Pensé, ¡que horror!, en el suicidio, ¡perdóname! y entonces vi el aviso del doctor Scotto, vine a visitarlo y lo convencí de que me durmiera, y te dejé esa carta horrible, y la leíste, no me guardaste rencor, me perdonaste quiste dormir mientras yo dormía, pensemos que hemos dormido juntos, mi amor, y ahora, de veras y para siempre, cuentas conmigo.

ADOLFO BIOY CASARES,(Buenos Aires, Argentina; 15 de septiembre de 1914 – ibídem, 8 de marzo de 1999) fue un importante escritor argentino que frecuentó las literaturas fantástica, policial y de ciencia ficción. Debe, además, parte de su reconocimiento a su gran amistad con Jorge Luis Borges, con quien colaboró literariamente en varias ocasiones. Éste lo consideró incluso uno de los más notables escritores argentinos. La crítica profesional también ha compartido la opinión: Bioy Casares recibió, en 1990, el Premio Miguel de Cervantes.

Bioy nació en Buenos Aires y fue el único hijo de Adolfo Bioy Domecq y Marta Ignacia Casares Lynch. Perteneciendo a una familia acomodada, pudo dedicarse exclusivamente a la literatura y, al mismo tiempo, apartarse del medio literario de su época. Escribió su primer relato, Iris y Margarita, a los 11 años. Cursó parte de sus estudios secundarios en el Instituto Libre de Segunda Enseñanza de la Universidad de Buenos Aires. Luego, comenzó y dejó las carreras de Derecho, Filosofía y Letras. Tras la decepción que le provocó el ámbito universitario, se retiró a una estancia —posesión de su familia— donde, cuando no recibía visitas, se dedicaba casi exclusivamente a la lectura, entregando horas y horas del día a la literatura universal. Por esas épocas, entre los veinte y los treinta años, ya manejaba con fluidez el inglés, el francés (que hablaba desde los cuatro años) y, naturalmente, el español. En 1932, Victoria Ocampo le presenta a Jorge Luis Borges, quien en adelante será su gran amigo y con quien escribirá en colaboración varios relatos policiales bajo diversos seudónimos, el más conocido de los cuales fue el de Honorio Bustos Domecq. En 1940, Bioy Casares se casa con la hermana menor de Victoria, Silvina Ocampo, también escritora y pintora.

Entre sus premios y distinciones destacan la membresía a la Legión de Honor francesa en 1981, su nombramiento como Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 1986,1 el Premio Cervantes y el Premio Internacional Alfonso Reyes en 1990 y el Premio Konex de Brillante en 1994 Sus restos descansan en el Cementerio de la Recoleta.

Novelas

La invención de Morel (1940). Plan de evasión (1945). El sueño de los héroes (1954.) Diario de la guerra del cerdo (1969). Dormir al sol (1973). La aventura de un fotógrafo en La Plata (1985). El perjurio de la nieve (1945). Un campeón desparejo (1993). De un mundo a otro (1998).

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