Fue después, al discurrir de los días, cuando empezaron a surgir entre ellos las pullas, los pequeños ataques, las desavenencias que reflejaban las distintas posturas de sus padres. No obstante, poco a poco, una nueva normalidad se instaló en el pueblo. La calma presidía la vida del lugar. Aparentemente nada había cambiado a pesar de los continuos informes de la prensa.
Reforma agraria, reforma sanitaria, reforma de la enseñanza. Las reformas discurrían por la tinta fresca, pero todavía no se veían señales de su realización.
Entre el deslumbramiento por los cambios políticos del país y el desconcierto de nuestra nueva situación familiar, el tiempo fue pasando y sin darnos cuenta el verano se nos echó encima.
Yo estaba deseando llegar a casa de mis padres para que conocieran a su nieta y para encontrar alivio a la crianza de Juana con la ayuda de mi madre.
La víspera de las vacaciones un suceso vino a empañar nuestra alegría. Amadeo, el carpintero, nuestro amigo, fue asaltado una noche cuando volvía andando, solo, de visitar a unos parientes en un pueblo cercano. En la oscuridad no pudo reconocer a sus atacantes; aunque, decía él, «seguro que no eran de aquí».
Le pegaron una buena paliza y dice que sólo una palabra pronunciaban: masón, masón, masón, mientras le golpeaban.
La maternidad me colmaba de nuevas sensaciones. Lo mismo que en el embarazo mi cuerpo, replegado en sí mismo, se había aislado del mundo exterior, ahora, con la niña cerca de mi, creía percibir todas las vibraciones de la tierra. Me sentaba en el poyo del emparrado o debajo del enorme nogal que sombreaba la huerta de mis padres y las horas pasaban tranquilas.
El menor movimiento de una mano, un parpadeo, un mohín de la niña, me trastornaba. Vivía entregada a aquel contacto cálido mientras el tiempo se escapaba dulcemente.
Ezequiel se acercaba a nosotras y pretendía ilusionarme con los proyectos que le pasaban por la cabeza acerca del futuro de nuestra hija. Pero yo no lo entendía. Absorta en su cuidado no podía imaginar otro proyecto que el de su sueño, su próximo biberón o la mueca ¿de dolor? que a veces cruzaba por sus labios. Mi vida transcurría ajena a cualquier fenómeno que no fuera el de mi maternidad. Cuando la niña dormía en su cuna, yo me instalaba a su lado y sin darme cuenta me sentía caer en un letargo. Como si todavía no se hubiera resuelto la separación, el corte del cordón que nos unía, seguía yo prisionera del ritmo y la frecuencia de sus funciones vitales: dormía cuando ella dormía y me embargaba el dolor cuando ella, por la menor causa, lloraba.
Fue un verano caluroso y espléndido. ¿El mejor de mi vida? Es difícil seleccionar en el recuerdo los momentos felices. Pero aquél fue sin duda el más hermoso y sereno de los veranos. Atrapada voluntariamente en mi papel de madre, prescindía de lo que me rodeaba, hasta el punto de aislarme de las conversaciones que mi padre y Ezequiel mantenían con frecuencia y de las que me llegaba como un lejano eco de dudas y esperanzas.
Mi madre respetaba mis silencios. Nunca fue muy charlatana, pero ahora la percibía activa a mi alrededor, atendiendo a todas las complicaciones que nuestra presencia le creaba.
En cuanto a mi padre, se daba cuenta de lo necesaria que era su compañía para Ezequiel. Los veía a los dos, torpes en su papel de hombres, innecesarios y ajenos a la complicidad espontánea de las mujeres. Por primera vez en mi vida prefería la cercanía de mi madre a la deseada y siempre añorada de mi padre. Pienso que él lo entendía y volcaba su interés en un Ezequiel abandonado y un poco receloso.
Poco a poco, el verano fue pasando y se acercó el momento de partir. Me costaba trabajo arrancar de aquel delicioso refugio. Al despedirme de mi madre, me sentí más hija que nunca, desamparada y huérfana al separarme de ella. Cuando dejé a los dos en la Estación, uno al lado del otro, me pareció intuir los confusos eslabones que nos unían; la red de misteriosas ligazones, que nos encadenaban y que el nacimiento de mi hija había desvelado en mi.
Cuando nació la niña, toda la casa se volvió cocina. La cortina que había separado nuestra cama del resto de la estancia, permaneció ya siempre corrida y así todo el espacio disponible quedaba a la vista, sin trabas ni estorbos. El calor del hogar y el olor de las comidas se extendía por la habitación.
La cuna presidía nuestra vida. Los biberones iban y venían del agua hirviendo a la mesa en que se alineaban todos los utensilios de la niña. Yo no podía criarla y desde el primer momento aquel trabajo de limpieza y asepsia me tenía obsesionada.
—«Échelo todo junto, que uno encima de otro alimenta más», me decían las mujeres del pueblo. Ellas ni siquiera lavaban el frasco y se limitaban a añadir nueva leche, sin rebajarla ni hervirla, y las botellas tenían un fondo de cuajada agria.
Como madre primeriza todas me daban consejos y, a mi vez, aprovechaba yo para tratar de convencerlas de los principios imprescindibles de la higiene infantil.
Algunas me decían que echaban en el biberón unas gotas de aguardiente para que el niño durmiera mejor. Otras le ponían adormidera para conseguir el mismo resultado. La ignorancia de aquellas mujeres me tenía descorazonada. Tan pronto como volví a ocuparme de las clases de adultos introduje, un día a la semana, charlas sobre el cuidado de los niños pequeños. Las jóvenes venían y mostraban interés. Las viejas se burlaban y aconsejaban a sus hijas que no me hicieran caso. «Toda la vida de Dios ha sido así», decían con un convencimiento tozudo.
Nacían muchos niños, pero durante el primer año la mortandad era muy frecuente. Yo vivía en constante preocupación con las infecciones y encargué a Amadeo algún libro moderno sobre cuidados infantiles. Me trajo de León una cartilla sanitaria con el ABC de tales cuidados y compartí con las mujeres mis nuevos conocimientos.
La ropa se lavaba en el río, como en mi pueblo. Yo conocía el río y la forma de lavar en él y allá me dirigía con mi balde de cinc aprovechando los momentos en que la niña no me necesitaba, al mediodía o a la tarde, según la época del año. No siempre coincidía con las otras mujeres que disponían de un horario más libre que el mío. No me importaba, porque el tiempo del lavado se convertía para ellas en una ocasión de chismorreo. Entre risas y susurros, las vidas ajenas burbujeaban en la espuma de la colada. Río abajo naufragaban reputaciones entre burlas maledicentes. Cuando esto ocurría en mi presencia volvía a casa desalentada. Ezequiel me animaba. «Contra esto también tenemos que luchar, contra ese rasero mezquino con el que quieren medir a todos.»
En el río me enteré, sin quererlo, de adulterios tristísimos y de paternidades supuestas, de herencias amañadas y de viejos rencores trasladados de padres a hijos, de abuelos a nietos. Pero el río era hermoso y cuando estaba sola me recreaba en la paz del paisaje, el murmullo de la brisa entre los chopos, el discurrir tranquilo del agua, sólo apreciable en el temblor de la superficie. La percepción de la Naturaleza me despojaba de toda atadura presente. Me parecía que mi ser entero se deshacía de sus límites, sensible sólo a la atracción de la tierra impasible.
Castrillo de Arriba, el pueblo de Ezequiel, era más pobre que el mío. Su escuela también era peor. Desmantelada y oscura, había hecho milagros para convertirla en un lugar habitable. Luego estaba la lucha con los padres más ignorantes por más abandonados a su miseria.
—Hay tracoma, tuberculosis, bocio, ¿quieres más? — me decía al llegar a casa los días negros en que todo parecía convertirse en un largo camino sin final. Otros días llegaba alegre porque había conseguido vencer alguna resistencia, avanzar un poco en la dirección deseada.
—Lo que ocurre es que nosotros no podemos resolver casi ninguno de los grandes problemas. El hambre y la enfermedad son asunto del Gobierno. Pero ¿cuándo van a empezar los republicanos a cumplir sus promesas?
Mediaba febrero, con la escarcha brillando en las callejas del pueblo. El humo de los hogares se disolvía con dificultad en un cielo duro, de un azul blanquecino. Hacía daño respirar. Parecía que el aire estaba suspendido en capas heladas. Llegó Ezequiel con la cara amoratada, envuelto en la pelliza y la bufanda, golpeando los pies entumecidos de los kilómetros que recorría cada día, de casa a la escuela, arriba y abajo.
—Hay novedades. — Más que novedades, instrucciones para poner en práctica lo que ya sabíamos: se acabó la religión en las escuelas.
Y me enseñó la circular que acababa de recibir de la Inspección. «La escuela ha de ser laica. La escuela sobre todo ha de respetar la conciencia del niño. La escuela no puede ser dogmática ni puede ser sectaria…»
Estábamos de acuerdo pero también sabíamos las dificultades que íbamos a encontrar. En primer lugar estaba el problema de los símbolos.
«La escuela no ostentará símbolo alguno que implique confesionalidad, quedando igualmente suprimidas del horario y del programa escolares la enseñanza y la práctica confesionales.»
Todo estaba muy claro. Pero se esperaba que fueran los maestros quieres dieran la primera batalla.
—¿Te imaginas a don Cosme? — pregunté yo.
—¿Y el Cura? — añadió Ezequiel. Era el mismo Cura para los dos pueblos y para los caseríos que se agrupaban en pequeños núcleos de familias por los montes cercanos.
Guardamos silencio durante algún tiempo y luego Ezequiel dijo:
—Lo haremos. Hablaré con el Alcalde para que toque a concejo, informaré a los vecinos.
Estaba empezando a nevar. Los copos de nieve se aplastaban en el cristal con una violencia agresiva.
No eran muchos. La mayoría, del pueblo de Abajo pero también se acercaron algunos de otros puntos del Ayuntamiento.
El Alcalde tomó la palabra. Era un viejo reposado, respetuoso con las leyes y con las personas. Parecía violento y a la vez decidido.
—… y nos hemos reunido aquí para haceros saber que de orden del Gobierno se va a proceder a quitar el Crucifijo de las escuelas…
El silencio se extendía por la sala. Todos estaban en pie porque no había bancos ni sillas donde sentarse. Se veía el aliento de los asistentes convertido en nubecillas de vapor al contacto con la atmósfera gélida de la habitación.
Cuando el Alcalde terminó su breve discurso Ezequiel tomó la palabra.
—No es un ataque a vuestras creencias. No es un insulto ni un desprecio. Pero tenéis que entender que la escuela no puede ser un lugar para hacer fieles sino un lugar para aprender lo más posible, y llegar a ser hombres y mujeres cultos. Para aprender a ser buenos cristianos, tenéis la Iglesia, no lo olvidéis. La Iglesia Católica aquí y en otros lugares las Iglesias de otras religiones que también merecen respeto.
El silencio era total. De pronto una vieja se echó a llorar.
—Ya ni a Dios nos van a dejar a los pobres —dijo entre sollozos.
Su marido le cogió la mano.
—No llores, Maria —le decía—. Que no es eso, mujer, que ya verás como no es eso…
Un hombre joven tomó la palabra.
—Digo yo, don Ezequiel, si no sería bueno votar eso del Crucifijo, porque digo yo que así se sabe si estamos o no todos de acuerdo.
El Alcalde intervino.
—No hay nada que votar, Andrés, porque esto es una orden de arriba, no un capricho del maestro.
El silencio se había roto y todos opinaban; en voz alta unos y otros en susurrados apartes cautelosos.
Ezequiel se dirigió al Alcalde: «Espero instrucciones sobre la forma y la fecha en que se cumplirá lo anunciado. Yo explicaré a los niños…»
—Usted no va a explicar nada a mi hijo porque no va a volver a esa escuela sin Cristo y sin moral… —dijo iracundo un vecino.
—Pues mándalo a los frailes de León —apuntó otro risueño—. Gástate los duros y mételo allí interno.
Unos pocos se acercaron a nosotros. Los conocíamos. Eran nuestros discípulos de las clases nocturnas. Pero no todos. También observamos que algunos de entre ellos se retiraban prudentemente, sin decidirse a mostrar su opinión.
Por las calles nevadas se retiraron todos presurosos hacia sus casas. Al amor de la lumbre, crecería el rumor de las conversaciones.
Regina, nuestra vecina, que se había quedado al cuidado de la niña, nos esperaba ansiosa de noticias.
Era una mujer joven, que asistía a mis clases de adultos. Nunca olvidaré lo que supuso para mí aquella ayuda. No quiso mi dinero, que era escaso, pero todo el dinero del mundo no habría sido suficiente para pagar la amorosa atención que dedicaba a mi hija.
Amadeo llegó más tarde y poco a poco fueron entrando con aire furtivo cuatro o cinco mozos. Hasta muy tarde permanecimos de charla. En torno a la lumbre baja del hogar, sentados hasta en el suelo, parecíamos un grupo clandestino preparando una acción o una batalla. Pero era una acción pacífica y una batalla incruenta.
—No es la religión lo que les preocupa a algunos —decía Amadeo—. Lo que les preocupa es que ya no van a poder explotar a los demás con la cosa religiosa. — Tienen que comprender —decía Ezequiel— que la la moral es otra cosa; está por encima de las religiones. La moral es el resultado de aceptar la verdad y la justicia en todas partes del mundo. Porque la verdad y la justicia no tienen fronteras…
Como el fuego se iba consumiendo, se fueron marchando en silencio, uno a uno, como habían venido, con su aire de conspiradores alegres.
Antes de dormirme recordé que ni don Cosme ni por supuesto el Cura habían dado señales de vida. Al día siguiente Amadeo nos contó que hasta las doce de la noche hubo luz en la sala de don Cosme. Desde la calle se oían las voces de él y del Cura y de media docena más.
Al quitar el Crucifijo de la pared lo hice con sencillez, sin alarde alguno de solemnidad. Lo guardé en el cajón de la mesa y empecé las clases del día.
Acababa de pedir a los mayores sus comentarios sobre un párrafo del
Quijote
que habíamos leído, mientras los más pequeños copiaban el trabajo preparado en la pizarra, cuando se abrió la puerta. En el umbral apareció la figura conocida del sacristán.
—¿Qué pasa, Joaco? — le pregunté.
Era un hombre de escasa inteligencia, inútil para un trabajo concreto, pero buena persona y dispuesto a ayudar a quien se lo pidiera.
—Que dice el señor Cura que me dé el Crucifijo…
La sorpresa me dejó muda un instante.
—¿Y para qué quiere él el Crucifijo? — fue todo lo que se me ocurrió decir.
—Para guardarlo bien, que usted le da mal trato —aseguró el torpe enviado.