EL FINAL DEL SUEÑO
La sirena sonaba como el lamento de un animal prehistórico.
Eso me pareció la primera vez que la oí al llegar a Los Valles. Subíamos en el taxi que nos había recogido del coche de línea en la carretera general.
—Algo pasa —dijo el chofer—. Porque no es hora…
A partir de entonces el quejido periódico de la sirena iba a marcar el ritmo de nuestras vidas: amanecer, mediodía, atardecer, medianoche. Aquélla era su función de cronómetro. Pero el lamento irrumpía a veces de forma inesperada: era un mensaje urgente, una llamada enloquecida, fuera de hora.
«Algo pasa.» En seguida entendimos ese aullido que anunciaba la tragedia. De las casas salía gente. Corría carretera arriba, hacia los pozos. Marchaban todos, agitados y silenciosos; no se miraban ni se reconocían. Al llegar a lo más alto, más allá del poblado y de la colonia de ingenieros, traspasada la barrera de acceso a un territorio vedado habitualmente, alguien orientaba los pasos temblorosos:
«Ha sido en el 1, o en el 2, o en el 7…» En torno al pozo señalado se agrupaba la multitud. Las noticias tardaban en llegar. De algún lugar surgía una ambulancia destartalada. Un cordón de empleados cerraba el paso al pozo. Detrás, en apretado círculo, las familias de los mineros, mujeres, viejos, niños, esperaban. El paso del tiempo aumentaba la angustia. Los sollozos se propagaban de unos a otros, se entremezclaban y era un solo gemido colectivo, un llanto compartido, el ay larguísimo de las catástrofes.
Al final estallaría la noticia: «Han sido tres… asfixiados… sepultados… la galería. Los demás van saliendo por el 8.»
Todavía hoy, cuando oigo el lamento de una sirena, algo pasa, me digo, algo terrible, previsto y sin embargo sorprendente. Como aquel primer día cuando entramos en Los Valles; cuando el taxi se detuvo a la puerta de la que iba a ser nuestra casa; cuando el conductor apresurado arrebató de nuestra mano el dinero convenido y salió con su coche a toda marcha, advirtiendo de nuevo: «Algo pasa, porque no es hora…»
Olía a carbón. Una película finísima cubría los objetos. Al principio no se veía pero al cabo de un tiempo se hacía evidente. Las manos se volvían sucias, la ropa ennegrecía y en la cara aparecían motas negras. El olor estaba allí, agrio y picante, penetraba por la nariz, se masticaba entre los dientes, se detenía en la garganta.
—Es al principio —dijo Ezequiel—. Ya lo verás.
El viaje había sido lento —tren a León, transbordo, coche de línea, taxi— a pesar de que no eran muchos los kilómetros que nos separaban del pueblo de mis padres. Las casas se extendían a los dos lados de la carretera que atravesaba el pueblo. Hacia la mitad estaban las Escuelas Nacionales. Unidas por un costado, una pared las separaba al dividir los patios de recreo. Las plantas bajas eran las aulas y en el primer piso estaban las viviendas. Para vivir elegimos el edificio de las niñas. La casa era de ladrillo sucio, y el piso era pequeño, pero nos pareció suficiente y con la comodidad de tener las escuelas allí mismo.
Tenía dos dormitorios, un cuartito con balcón, retrete en el hueco de la escalera, agua corriente, cocina económica, luz. eléctrica. Recuerdo que me asomé al balcón aquel primer día y vi, del otro lado de la carretera, detrás de las hileras de casas, un trenecito negro que reptaba por una vía estrecha, al pie de la montaña. La montaña era oscura y no tenía vegetación. Un poco más arriba se prolongaba en otra, ya perforada por la mina. Ezequiel me llamó: «Baja», me dijo.
Detrás de la casa había un minúsculo huerto con dos manzanos y un prado que exhibía la hierba mustia del verano. «Está muy bien, ¿verdad? Para que juegue la niña…»
La hierba y las hojas de los frutales también estaban cubiertas por una capa de carbón que sólo al tacto era perceptible.
De camión en camión, de pueblo en pueblo, nuestros enseres habían llegado antes que nosotros a Los Valles. Iban a porte pagado y en el envío habíamos escrito la dirección: Escuelas Nacionales. Los Valles. Pero las escuelas estaban cerradas y el transportista, que tenía otras cargas que repartir por el pueblo, lo dejó todo apilado delante de las escuelas. Marcelina lo vio, salió de casa, le gritó al hombre.
—¿Pero usted adónde va? ¿Cómo deja aquí esto?
El hombre ya arrancaba el motor. Le hizo un gesto con la mano y se fue dando tumbos carretera arriba. Marcelina cruzó la carretera, se dirigió al conjunto de bultos abandonados, dio vuelta en su torno, observó los colchones envueltos en mantas, los cabeceros de las camas atados con cuerdas, los cajones claveteados. Y vio pegado en cada bulto un papel con letra clara que decía: Escuelas Nacionales.
«Yo en seguida supuse que era de los nuevos, porque los otros se lo llevaron todo, cada uno lo suyo. Lo que yo no sabía es que los nuevos eran matrimonio y yo decía: será del maestro o será de la maestra.»
Marcelina se arregló el pañuelo, se estiró el delantal, asomó a su casa y dio una voz: «Ahora vuelvo.»
Y se fue calle arriba hasta la Plaza. Entró en el Ayuntamiento y preguntó por el Alcalde.
—Si está ocupado, que me den la llave de la escuela que hay que abrirla…
«No me escuchaban, así que al escribiente le di una voz que la oyó hasta el Alcalde. Se asomó don Germán y al decirle lo que pasaba, movió la cabeza así como diciendo: qué desastre. Y dijo: Antolín, dale las llaves. Y ahí lo tienen todo, en el portal. Lo metí como pude con la ayuda de mi hijo mayor que otra cosa no sabe el pobre, pero cargar el peso y buena voluntad, lo que usted quiera…»
Desde el principio me ayudó. Era menuda y enjuta, pero su energía parecía ilimitada. En poco tiempo nos contó su vida.
—Yo vine aquí desde el pueblo que habrán encontrado antes de cruzar el puente, del otro lado del río. Mi familia siempre fue de campo. Por fiestas me cortejó un minero de Los Valles. En mi casa no querían. «El dinero de la mina reluce más que el nuestro, pero está maldito», me decían. A mí me gustó Joaquín y no hice caso a nadie. Me casé y me vine aquí pero con una condición: yo allá arriba, en el poblado, ni en broma, le dije a él. Yo aquí abajo, donde el pueblo viejo, que siempre fue de labradores. Tengo mi huerto que me da fréjoles, lechugas, cebollas. Tengo gallinas. Hago matanza de un par de cerdos al año, ¿qué mejor? Y él sube y baja y cuando llega, aquí me encuentra.
Tres hijos, el mayor, diecisiete años, el segundo quince, diez el tercero.
—El hijo mayor, una desgracia. Nos vino torcido, no andaba, no hablaba. Y ahí lo tienen que parece más crío que el pequeño. Dicen que fue un susto grande que tuve estando embarazada de él. Sonó la sirena y al oírla pensé: mi Joaquín. Salí corriendo y espera, espera, hasta que nos dijeron que no era el pozo suyo, que era un desprendimiento en el pozo nuevo, el que acababan de abrir… Después de aquél tuve otros sustos pero ya estaba hecha a ello como todas; con la esperanza de que no le tocara al mío y la resignación de que pudiera tocarle…
Marcelina nos contó su vida y sólo nos hizo una pregunta: «¿Ustedes tienen hijos?» «Una niña», le dije, «que está con mis padres.» «Una niña, qué alegría.»
Luego se puso a ayudar a Ezequiel que intentaba armar las camas.
Esa noche nos quedamos allí. Hacía calor y el aire era denso, difícil de respirar. Una tormenta estalló en el cielo, al otro lado de los montes. Yo no podía dormir. El cansancio me aplastaba, pero la excitación del día me mantenía tensa.
Me asomé al balcón y contemplé el pueblo dormido, la parte del pueblo que alcanzaba a divisar desde allí. A las doce sonó la sirena y por la calle pasaron dos hombres. Caminaban en silencio con su hatillo a la espalda. Al poco tiempo en la casa de Marcelina se deslizó una sombra y en seguida se encendió una luz. Un relámpago zigzagueó en la oscuridad. A los pocos segundos un trueno se desmoronó sobre el pueblo silencioso.
Mañana nos marcharemos, pensé. Mañana regresaremos a las vacaciones, a la niña, a mis padres.
El insomnio se poblaba de imágenes pasadas y presentes.
Empezar de nuevo. Nuevos niños, nuevas gentes…
—Los niños son igual en todas partes —decía Ezequiel—. Las escuelas son mejores y están juntas. Cambiamos el candil por la luz eléctrica y el agua de pozo por el agua corriente…
—Pero cambiamos el aire puro por el carbón —repliqué yo.
—Todo irá bien —afirmó Ezequiel. Y se quedó dormido.
Al poco empezó a llover. La tierra olía a carbón mojado.
A rachas se colaba otro olor, el del campo que desplegaba hacia la vega sus cultivos. Me volví a la cama y al frescor de la lluvia el sueño fue llegando, lentamente.
El Alcalde resultó ser republicano.
—Mi padre y mi abuelo también fueron alcaldes aunque las ideas de ellos poco tienen que ver con las mías. Pero en sus tiempos les respetaron porque no robaban ni amparaban injusticias. Eran hombres rectos…
El Alcalde tenía barba blanca y vestía traje negro. «Desde que murió la mujer va de negro, de los zapatos al sombrero», nos contó Marcelina. «Ellos han sido siempre muy señores, muy vestidos, muy arreglados. Le llaman don Germán, como el padre y el abuelo, que hasta en eso se parecen, en el nombre.»
Don Germán vivía con una hija soltera que me pareció mayor, por el pelo recogido y el cuerpo sin forma, como planchado por la edad. Después de los trámites del Ayuntamiento don Germán nos había dicho:
—Pasen un momento a mi casa, ahí enfrente la tienen, al otro lado de la plaza.
La hija nos condujo a la sala y nos invitó a sentarnos en un sofá tapizado de terciopelo rojo. Sobre él colgaba una acuarela: una bahía azul salpicada de barcos blancos.
Un buró de caoba ocupaba el espacio entre dos balcones. Sobre el buró el retrato al óleo de una mujer joven, con un abanico en la mano. Era esbelta y el traje de seda gris dejaba ver los hombros desnudos.
«La belga» me aclaró Marcelina. «Don Germán se casó con una belga hija de un ingeniero de la mina, muy rubia ella. La chica se le parece un poco aunque la madre era más alta, más mujer. Como buenas, allá se andan las dos porque la chica ¡qué ángel de muchacha!»
La hija nos preguntó si queríamos tomar algo. «Una copita de jerez», dijo el padre. Y nos sirvió la copa en una bandeja ornada por un paño de encaje.
La casa olía a cera. Relucía la mesa. Brillaban los cristales, protegidos sólo en parte por un estor de hilo bordado. Por las contraventanas entornadas se filtraba la luz de julio. La penumbra invitaba al silencio o a la conversación reposada. Un piano se apoyaba en la pared del fondo. Estaba cerrado y cubierto de retratos de diferentes tamaños y marcos.
«Tocaba la madre, pero la chica también toca. En la Iglesia siempre es ella la que maneja el órgano. A ella le gusta la Iglesia, a la madre también le gustaba. Al padre no, pero recibe al Cura y tienen su buena amistad y sus buenas discusiones también que lo sé yo por la criada que tienen, sobrina de mi hermana por parte de padre.»
En aquella primera visita, don Germán quería saber. Con hábiles preguntas fue conduciéndonos a donde deseaba llegar: quiénes éramos, cómo pensábamos, qué forma de educar y enseñar era la nuestra. Pareció satisfecho con su indagación.
—Veo que son ustedes las personas que necesitamos. Inteligentes, abiertos de mente. Lo que necesitamos porque este pueblo no es nada fácil. Son dos mundos en uno, mina y agricultura, carbón y cultivo, progreso y atraso, todo en uno, ya lo irán viendo, ya lo irán entendiendo…
La hija sonreía. Escuchaba al padre arrobada como si aquélla fuera la primera vez que le oía hablar.
«Una santa, le digo. Y tiene historia. Algún día le contaré para que vea si tengo o no razón cuando le digo…»
—Los mineros tienen sus escuelas —nos había explicado el Alcalde—. Las tienen arriba, en el poblado minero. Los maestros los paga la Compañía y eso, claro, los tiene supeditados a los intereses de la empresa. ¿Interesa Religión? Pues Religión. ¿Interesa disciplina? Pues disciplina.
«Si, es verdad, los mineros tienen sus escuelas», nos confirmó Marcelina. «A las de ustedes, a las del Estado, van los más pobres, los hijos de los labradores, de los albañiles, los del barrio de abajo…»
Para esas fechas ya estábamos instalados. Yo tenía en mi escuela cuarenta niñas, Ezequiel treinta y dos niños, todos entre los 6 y los 14 años.
Por primera vez tuve a mi cargo sólo niñas. Se me hacía raro y, al principio, muy ingrato. Había observado en las escuelas anteriores, todas mixtas, que los niños eran más vivos, más rápidos en la comprensión, se interesaban más por todo y no tenían miedo a equivocarse. Las niñas ponían más atención, eran más constantes; trabajaban con paciencia y remataban con finura sus trabajos, pero eran más pasivas.
—No son diferentes —le aseguraba a Ezequiel—. Pero respiran otro aire. Las preparan desde la cuna para ser mujeres lo más sumisas posible. Les da vergüenza intervenir, creen que no van a saber, ni poder…
Por eso prefería tenerlos juntos. Me parecía que se estimulaban más, que las características de los unos ayudaban a completar los rasgos de las otras. Juntos, se desarrollaban mejor como personas. Ezequiel estaba de acuerdo y se desesperaba.
«¿Cómo es posible», decía, «que se mantengan las estructuras tradicionales? ¿Para cuándo la coeducación?»
«Y sobre todo, ¿no es absurdo que en los pueblos pequeños se permita la coeducación sólo porque no hay más que una escuela y en los grandes no?»
Se lo preguntaba a sí mismo, me lo preguntaba a mí. También se lamentaba ante el Alcalde.
—Seguiremos así por los siglos de los siglos, don t Germán.
»¿Y todo por qué? Porque con la Iglesia hemos topado.
Don Germán era ecuánime. Frenaba los arrebatos de Ezequiel.
—Tiene usted razón, pero hace falta esperar un poco más. ¿No ha visto usted que ni en Francia pueden con esa escuela mixta que usted dice? Recuerde la batalla de hace poco tiempo en la Cámara Francesa.
Hacía sólo un mes de nuestra llegada y en medio de las dificultades de adaptación ya estaba Ezequiel haciendo planes para iniciar cuanto antes las clases de adultos. Fue a ver a don Germán y le explicó su plan. Las clases se darían en la escuela de niños, reuniendo a hombres y mujeres, y nos turnaríamos nosotros para darlas. A don Germán le gustó el programa. Era el atardecer y al terminar la entrevista invitó a Ezequiel a que le esperase, mientras resolvía los últimos asuntos del día. Al salir le dijo: