Sin transición, empezó a hablarme de su vida.
—… Muere mi madre, mueren mis hermanos siendo yo un niño todavía. ¿Y sabes por qué mueren? De hambre —dijo, sin esperar respuesta—, de hambre y de miseria. Mi padre era pastor pero no tenía rebaño. Todo era del amo. Las ovejas, la leche de las ovejas, las pieles de las ovejas… Para mi padre sólo las heladas, los sabañones, el mendrugo compartido con el perro del amo… Pero no está prohibido que se casen los pastores y tampoco que tengan hijos…
Se calló de repente y cuando volvió a hablar le brillaban los ojos.
—Tú no sabes la rabia que da el hambre…
Luego se fue dulcificando. Recuperó la calma que le era habitual y quiso volver atrás, a la pregunta sobre Guinea que le había llevado a la insospechada reacción.
—África irredenta —dijo—. Lo entiendo. Y seguro que hiciste bien. No me hagas caso. Creo que estoy empezando a tener celos de todo lo que te atañe. Por ejemplo, tengo celos del médico que te ayudó a ser más feliz o menos desgraciada allí…
La sorpresa no me dejó hablar. Ezequiel golpeaba el muro con una rama de avellano que había recogido del suelo al pie del castillo. Era una vara fina y flexible y los golpes sonaban como latigazos al restallar sobre la piedra. El juego le ayudaba a no mirarme; le ocupaba y le distraía como a un niño tozudo que no quiere escuchar la reprimenda que le espera. No hubo reprimenda. Aunque tampoco supe cómo tranquilizar su desazón, remediar la debilidad y el desamparo que le atormentaban como a un niño. No supe qué decir. Pero en aquel momento comprendí que acabaría aceptando a Ezequiel y que él compartiría mi destino.
Cuántas veces no me engañará la memoria. Cuántas cosas me inventaré a mi gusto… Pero yo me empeño en dar por seguro que aquella época fue la más feliz de mi existencia. Éramos jóvenes, me digo, y puede ser que lo que yo recuerdo como felicidad fuese tan sólo la plenitud de nuestros cuerpos, la facilidad para dormir y despertar, la resistencia de los músculos. Éramos jóvenes y el vigor físico nos enardecía, nos impulsaba a luchar por algo en lo que creíamos: la importancia y la trascendencia de nuestro trabajo.
Soñábamos. En voz alta levantábamos torres de esperanza, proyectábamos puentes de fantasía. «Si algún día pudiéramos», «Si nos dejaran», «Si nos ayudaran».
Hasta los reproches de algunos padres que no entendían nuestro afán de encender en los niños curiosidades y despertar su imaginación, hasta esas críticas agrias y mal intencionadas a veces, se convertían en estímulo para nosotros.
«La próxima semana voy a hablar de este asunto en la clase de adultos…», decía Ezequiel. O bien decía yo: «No hablemos de ello, sigamos adelante tratando de interesar a los mayores en lo que estamos haciendo con los niños.»
Ya antes de casarnos era el trabajo lo que creaba en nosotros nuevos lazos, ya era el trabajo compartido lo que iba construyendo unos cimientos para una relación que todavía no era más que amistad y camaradería.
Desde el día del castillo y la declaración repentina de los celos de Ezequiel, había empezado entre nosotros lo que después llamaríamos el tiempo de las confesiones. La necesidad de volcar en el otro lo que hasta entonces había sido sólo nuestro, era una forma de entrega y un preludio de las que vendrían después. Nos quitábamos la palabra de la boca, apenas respetábamos los turnos, deseosos como estábamos de dar rienda suelta a nuestras confidencias.
—Después de dos años dejé el Seminario. Me daba cuenta de que aquello no era lo mío, pero al mismo tiempo me costaba desilusionar al Cura de mi pueblo, que era quien me había metido allí, convencido como estaba, le dijo a mi padre, de que yo era un chico demasiado listo para quedarme de pastor…
—… Probablemente yo no elegí ser maestra. Mi padre me inculcó el amor al trabajo, la disciplina y la exigencia y esos principios no sólo formaron mi carácter sino que resolvieron una necesidad urgente: la necesidad de ganarme la vida…
—… Mi padre no quería porque siempre vio a los curas como amigos del amo. Pero poca elección tenia si quería mejorar mi destino…
—…A los ojos de mi padre, la carrera de maestra reunía las características más favorables para una mujer: decencia, consideración social, nobleza de miras…
—… De modo que empecé a dar lecciones en casa del Cura para completar las pocas horas de escuela que tenía a mis espaldas…
—… Y otras dos fundamentales: era una carrera corta y barata…
—… A los catorce años, con muchas horas de trabajo en el monte, me fui al Seminario…
—… En resumen, yo fui maestra porque las condiciones económicas de mi familia así lo determinaron…
—… Me gustaba estudiar y recordar lo aprendido, pero quería marcharme de allí. Así que me armé de valor y en las primeras vacaciones fui a hablar con don Gervasio, que así se llamaba el Cura, y le dije: Nunca le agradeceré bastante que me haya sacado de aquí para lo otro, para lo de ser Cura, pero…
—… Lo que sí es cierto es que cuando niña ya andaba yo jugando con la idea de ser maestra. Tenía una maestra joven y alegre y muy paciente y los niños la adorábamos. No sé si la influencia de la maestra también pesó en mi ánimo junto a las opiniones de mi padre…
—… Dejé el Seminario y me pasé a la Normal. Como pude, con becas y trabajos, fui pagándome los estudios. Fíjate que hasta anduve por las calles limpiándoles las botas a los señores…
Hablábamos. Cuando las confesiones alcanzaron su final, estábamos listos para pensar en el futuro. Seriamente, con un punto de gravedad exagerada hablamos de matrimonio.
Nuestro noviazgo fue el más puro y transparente, el más premeditado de los noviazgos. Por eso digo que pasión, pasión, si queremos entender el amor como pasión, de eso no hubo…
Lo último que colocamos fue el espejo. Era redondo y tenía un marco de escayola dorada. Me lo habían regalado entre todas las amigas. Aquel espejo iba a reflejar mil veces mi cara desde entonces: caras tristes, alegres, temerosas, cansadas; con esa costumbre mía de pensar delante del espejo… El espejo todavía lo tengo pero ha ido perdiendo el azogue con el tiempo y la imagen aparece un poco borrosa, oscurecida por puntitos y manchas.
Los restantes regalos, los obsequios de amigos y parientes y los que mi madre me hizo, los habíamos distribuido con esmero y paciencia. Al final la casa nos pareció hermosa.
No hacía una hora que habíamos terminado de organizarla cuando ya teníamos en la puerta una comisión de niños de las dos escuelas con sus regalos: dos gallinas para mí y un cordero para Ezequiel. Las gallinas las dejamos en el portal hasta que Ezequiel construyó un gallinero detrás de la casa. El cordero, con una marca azul en el costado, se lo entregó Ezequiel al pastor con la advertencia de que lo cuidara bien, del mismo modo que él, dijo risueño, cuidaba y atendía a sus hijos…
Amadeo, el carpintero, no tenía hijos, ni estaba casado. Pero nos ayudaba mucho y mostraba un interés insólito en la educación. Cada vez que surgía la ocasión venia a echarnos una mano. La puerta que no cierra: Amadeo. El banco que hace falta en el portal: Amadeo. Eso en casa. Y en la escuela: Amadeo, si pudieras hacernos un tablero alargado de quita y pon con unas borriquetas, para los trabajos manuales… Amadeo, guárdame las tablillas que no uses que las necesitamos…
«Para la escuela lo que quiera», me decía, «lo que usted quiera o lo que necesite don Ezequiel… que no les cobro, que lo hago con gusto y yo no tengo necesidad ni me importa el dinero.» Le gustaba hablar. Se expresaba con claridad y sensatez.
—Digo yo, señora maestra, que si todos supiéramos más de libros y menos de tabernas, nos engañarían menos y seríamos más felices…
Me pedía el periódico. «El que recibe el Cura, no me gusta. Lo dice todo a su manera, pero ese que reciben ustedes me parece a mí más acertado y más a la medida de mis entendederas, quiero decir que le doy yo más la razón al suyo que al del Cura.»
La educación y la justicia y la salvación de los hombres por el trabajo bien hecho y bien pagado eran conceptos que a él le gustaba discutir y desarrollar en las charlas que tenía con nosotros al caer la tarde, cuando nos visitaba algunos días. Y también en las clases de adultos, a las que fue el primero en asistir.
Tenía un hermano en la ciudad y lo visitaba con cierta frecuencia. «Lo que quieran me lo encargan», solía decirnos cuando se iba a la carretera a esperar el camión de una tejera cercana que le permitía hacer el viaje gratis. Un día llegó, misterioso y exaltado.
—Me he enterado en León —nos dijo— que se prepara una muy gorda. Que el Rey va a salir por los pies y que va a haber una revolución. Dice mi hermano que ha llegado el momento de hacer algo, que no podemos quedarnos todos quietos viéndolas venir. Que va llegando el tiempo de que hable el pueblo y se le escuche y nos den lo que es nuestro. Lo primero la educación, don Ezequiel, la educación y la cultura para ser capaces de sacar el país adelante…
Ezequiel le escuchaba atentamente.
—Ya lo sé, Amadeo. Ya leo los periódicos y veo que algo grande se avecina. Y me da a la vez alegría y miedo. Quiero que ocurra lo que tiene que ocurrir pero me asusta que no nos dejen llevarlo a cabo.
Por la noche Ezequiel y yo volvimos a hablar de aquel asunto que traía a Amadeo preocupado.
—No sé si nosotros llegaremos a verlo. Pero habrá que intentarlo todo si queremos que nuestros hijos lleguen a ser un día libres y, educados como los niños de Francia o Inglaterra…
Las palabras de Ezequiel me conmovieron. Fue precisamente al oírlas cuando tuve por cierto que estaba embarazada, después de tres meses de dudas y esperanzas.
El otoño vino suave y Ezequiel me obligaba a dar largos paseos. Tenía ideas muy naturalistas y decía que al embarazo le vienen bien el sol y el aire y la lluvia para que se vaya asentando el nuevo ser y se desarrolle con salud.
Siempre me ha gustado pasear, de modo que si a veces me negaba no era por falta de ganas, sino por exceso de trabajo.
Aparte de la escuela y la casa, la preparación del nacimiento se me venía encima: sabanitas, lana para tejer botitas y chaquetas, el agobio del espacio y los constantes cálculos; dónde ponemos la cuna, dónde estará más resguardada en invierno y más fresca en verano.
La cuna ya la había empezado Amadeo. Ezequiel le ayudaba y me decía entusiasmado: Qué noble oficio, Gabriela. ¿Te das cuenta de que la cuna y la mesa y la cuchara y hasta el féretro salen de manos de Amadeo?
Yo me daba cuenta, pero me parecía que la cuna de Amadeo y la ropa que yo trataba de hacer y los consejos de las mujeres que se unían en coro cada vez que me las encontraba, todo, resbalaba sobre mí, no me dejaba huella. No estaba triste ni contenta. Había caído en una indiferencia placentera y serena. El embarazo me alejaba del mundo exterior. Me encontraba escuchándome por dentro, observando el más mínimo cambio dentro de mi. Una punzada, un murmullo, un temblor, un pequeño dolor, una oleada de calor o de frío.
Me sentía invadida por una red de pequeños canales que se comunicaban entre sí, que transmitían señales imprecisas a mi cerebro. Era una invasión pacífica y puramente física. Rara vez me encontraba pensando en aquel hijo del que todos hablaban. Mentiría si dijera que sentía otra cosa que la transformación de mi cuerpo. No he sido yo muy dada a las literaturas pero la verdad es que ni el sentimiento maternal anticipado, ni la ilusión de la nueva vida, ni el imaginarme cómo iba a ser aquel niño que se acercaba, me ocupaban el tiempo.
Bastantes niños tenía a mi alrededor, bastantes caras risueñas; bastante atareada andaba, atendiendo ese preguntar insaciable que me ha llenado la vida.
De modo que el otoño fue pasando con la alegría de la vendimia y los cestos de uvas que llenaban mi casa y los paseos hasta el castillo de nuestro noviazgo. Desde allí se veían los chopos del río, abajo, con el oro de las hojas brillando al sol y el rojizo creciente de los robles extendiéndose por las laderas del monte.
Ezequiel me cogía por los hombros y me acercaba a su cuerpo, cuando nos sentábamos.
—Tú no lo entiendes —me decía—. No entiendes el milagro que estoy viviendo, después de tanta soledad…
En Navidades fuimos a ver a mis padres. Empezaba a nevar cuando el tren se detuvo y allí estaban ellos, esperándonos. Por un instante se desgarró la bruma que me protegía de todo, la corteza de blanda indiferencia que me arropaba como una crisálida. Las lágrimas asomaron a mis ojos y me abracé a los dos con una punzada de alegría dolorosa.
Durante aquellos días busqué una ocasión para hablar con mi padre. Tenía que decirle cómo era Ezequiel, quería convencerle de que podía estar tranquilo por mí. Paseábamos por la carretera nevada hasta el pueblo cercano. El sol de diciembre nos quemaba levemente la cara.
—Quiero mucho a Ezequiel —le dije— pero yo creo, lo he creído desde el principio, que es un afecto sereno y reposado lo que siento…
Continué hablando largo rato. Necesitaba contarle que mi amor por Ezequiel no era una sacudida violenta, ni un arrebato incontrolado. Era un sentimiento confiado, tranquilo, que no alteraba el ritmo de mi pulso. Y su amor me rozaba la piel como una caricia, un ligero cosquilleo grato y confortable.
—No te preocupes por la pasión —dijo mi padre—. La pasión puede llegar o no. Puede inundar tu vida y dar a tu existencia vaivenes insospechados. Puedes pasar del infierno a la gloria sin darte cuenta. Pero el amor es otra cosa. Hay muchas clases de amor. Yo creo que entre vosotros hay amor.
Desde aquel día mi padre fue especialmente amistoso con Ezequiel.
«Ya no tiene celos», pensé de modo absurdo. «Mis confidencias le han hecho ver que mi amor por Ezequiel no disminuirá nunca mi amor por él.»
Los hijos de don Cosme, el rico del pueblo, se educaban en la capital. Las niñas en las Carmelitas, los niños en los Agustinos. «Quiero que tengan principios», nos dijo un día a Ezequiel y a mí. «Buenos principios.» No pretendía disculparse por no tenerlos en la escuela. Simplemente nos hacía confidentes de sus proyectos educativos. «Mano dura y buenos principios.»
Cuando empezaba a anunciarse la primavera, llegó el Obispo a confirmar a los niños de los alrededores. Don Cosme organizó un buen banquete en su casa y nos invitó con otras personas que él consideraba importantes: el médico, el veterinario y por supuesto los curas de los pueblos vecinos.
Don Cosme tenía viñas y bodegas. Vivía en mi pueblo pero se consideraba el dueño de la zona. Como él decía a Ezequiel: Es como si usted fuera maestro de aquí abajo porque aquí vive y además mis tierras están también arriba en el pueblo de usted, así que no sé a qué viene tanto pueblo de Arriba y de Abajo si los dos son míos…