Sin embargo, esa visión pesimista de la realidad no impidió a Aureliano continuar cumpliendo con su deber hasta el final. No aceptó el separatismo de Zenobia, marchó contra ella, batió a su ejército, la capturó en su misma capital, condenó a muerte al primer ministro y consejero, Longino, la llevó encadenada a Roma y la confinó en Tíroli, en una espléndida villa y en relativa libertad, a que esperara tranquilamente la vejez. Por un momento Roma creyó haber vuelto a ser
caput mundi
y otorgó el título de
Restitutor
, restaurador, a Aureliano, que intentó cimentar firmemente su obra sobre bases políticas y morales. Aquel hombre singular que lo veía todo con tan desencantada claridad, creyó resolver el conflicto religioso que corroía el Imperio creando una nueva fe que conciliase los viejos dioses paganos con el nuevo Dios cristiano, e inventó la del Sol, al que hizo elevar un espléndido templo. Con él, la religión fue por vez primera monoteísta, o sea que reconoció a un solo los, si bien no fuese el verdadero. Ello significó un gran paso adelante hacia el definitivo triunfo del cristianismo. Por aquel dios único, y no ya del Senado, es decir, de los hombres, Aureliano declaró haber sido investido del poder supremo. Y con ello sancionó el principio de la monarquía absoluta, la que se proclama tal precisamente «por la gracia de Dios» y que, de origen oriental, se difundió después por el mundo.
En prueba, sin embargo, del escepticismo con que sus súbditos acogieron aquella invención está el hecho de que, aunque «ungido del Señor», se cargaron a Aureliano como habían hecho con casi todos sus predecesores. Y para sucederle, sin aguantar ninguna indicación del Cielo, el Senado nombró a Tácito, un descendiente del ilustre historiador, el cual aceptó sólo porque ya tenía setenta y cinco años, y, por tanto, no tenía nada que perder. Efectivamente sobrevivió sólo seis meses, y gracias a esto pudo morir en su lecho.
Le sucedió (276 después de Jesucristo), Probo, que era tal de nombre y de hechos. Desgraciadamente, era también un soñador. Y cuando, tras haber ganado sus buenas guerras contra los alemanes que seguían desbordándose un poco por todas partes, puso los soldados a sanear las tierras pensando fijarlas en ellas como labradores, ellos, acostumbrados ya a hacer de lansquenete de oficio y a vivir de rapiñas, le mataron, aunque se arrepintieron inmediatamente después y erigieron un monumento a su memoria.
Y hétenos aquí a Diocleciano, el último verdadero emperador romano. En realidad se llamaba Diocletes, era hijo de un liberto dálmata, y que sus miras eran ambiciosas se puso de manifiesto cuando intrigó para obtener el mando de los pretorianos: había comprendido finalmente que al trono no se llegaba a través de la carrera política y militar, sino a través de los pasillos de Palacio.
Pero también había comprendido que, una vez coronado, y para no tener el fin de todos los otros emperadores, no debía quedarse en Palacio; es más, no se debía siquiera permanecer en Roma. Y, efectivamente, su primera decisión como emperador fue la sensacional de transferir la capital a Asia Menor, en Nicomedia. Los romanos se ofendieron, pero Diocleciano justificó aquel paso con las exigencias militares. La Urbe quedaba a trasmano, el mando supremo tenía que acercarse a las fronteras para controlarlas mejor, y por esto fue dividido: Diocieciano, con su título de Augusto y la mayor parte del ejército, cuidó de las orientales, como ya hiciera Valeriano; para atender a las occidentales designó, también con el título de Augusto, a Maximiano, un buen general, que sé instaló en Milán. Cada uno de estos Augustos escogió a su propio César; Diocieciano, en la persona de Galerio, que situó su capital en Mitrovitza, en la actual Yugoslavia; Maximiano, en la persona de Constancio Cloro, llamado así por la palidez de su rostro, quien eligió por
sede
Tréveris, en Germania. Así se formó la llamada
Tetrarquía
en la que Roma no tuvo ningún papel ni siquiera de segundo plano. Se había convertido tan sólo en la mayor ciudad de un Imperio que cada vez se volvía menos romano. Quedaron los teatros y los circos, los palacios de los señores, la chismografía, los salones intelectuales y las pretensiones. Pero el cerebro y el corazón habían emigrado a otra parte.
Los dos Augustos se comprometieron solamente a abdicar después de veinte años de poder, cada uno a favor de su César, a quien para empezar cada uno dio una hija propia. Pero al mismo tiempo, Diocieciano llevó a término la reforma absolutista del Estado iniciada ya por Aureliano, que contradecía plenamente aquella división de poderes. El suyo fue un experimento socialista con una relativa planificación de la economía, nacionalización de las industrias y multiplicación de la burocracia. La moneda quedó vinculada a una tasa de oro que permaneció invariable durante más de mil años. Los campesinos quedaron fijados en las tierras y constituyeron la «servidumbre de la gleba». Obreros y artesanos fueron «congelados» en gremios hereditarios, que nadie tenía derecho a abandonar. Se instituyeron las «aglomeraciones». Aquel sistema no podía funcionar sin un severo control de los precios, que fue instituido por un famoso edicto en 301 después de Jesucristo, el cual representa todavía una de las obras maestras de la economía dirigida. Todo en él está previsto y reglamentado, salvo la natural tendencia de los hombres a las evasiones y su ingeniosidad para tener éxito en ellas. Para combatirlas, Diocleciano tuvo que multiplicar al infinito su
Tributaria
. «En nuestro Imperio —rezongaba el librecambista Lactancio—, de cada dos ciudadanos, uno suele ser funcionario.» Pululaban confindentes, superintendentes e inspectores. Sin embargo, las mercancías eran sustraídas igualmente de los «stocks» y vendidas de estraperto, y las deserciones en los gremios de artes y oficios estaban a la orden del día. A causa de todos estos abusos llovieron detenciones y condenas, y fortunas de miles de millones fueron deshechas por las multas del fisco. Y, entonces, por primera vez en la historia de la Urbe, viéronse ciudadanos romanos cruzar a escondidas los «límites» del Imperio, o sea «el telón de acero» de aquellos tiempos, para buscar refugio entre los «bárbaros». Hasta aquel momento habían sido los «bárbaros» quienes buscaron refugio en tierras del Imperio, cuya ciudadanía codiciaban como el más precioso de los bienes. Ahora acontecía lo contrario. Era precisamente ése el síntoma del fin.
No obstante, aquel experimento era el único que Diocleciano podía intentar. Apuntaba al encierro del mundo romano dentro de un corsé de acero para frenar su descomposición. Aunque ineficaz, el remedio estaba impuesto por las circunstancias y, pese a sus muchos inconvenientes, de algo sirvió. Constancio y Galerio, dedicados a la guerra, llevaron de nuevo las banderas romanas a Britania y Persia. Y en el interior reinó el orden. Era un orden de cementerio, donde todo se esterilizaba y se secaba. Cada categoría se había convertido en casta hereditaria, ocupada en elaborar ante todo una propia y complicada etiqueta de modelo oriental. Por primera vez el emperador tuvo una autentica
corte
con minucioso ceremonial. Diocleciano se proclamó reencarnación de Júpiter (en tanto que Maximiano se conformó, más modestamente, con serlo de Hércules), inauguró un uniforme de seda y oro, un poco como Heliogábalo, se hizo llamar
domino
y, en suma, se comportó en un todo como un emperador bizantino, aun antes de que la capital hubiese sido transferida definitivamente a aquellas regiones. Pero no abusó de ese su poder absoluto, del cual tal vez se reía para sus adentros, pues era un hombre de ingenio, lleno de equilibrio y de buen sentido. Fue un administrador cauto y un juez imparcial. Y, al cumplirse el plazo de veinte años de reinado, mantuvo el compromiso adquirido al subir al trono.
En 305 después de Jesucristo, con solemnes ceremonias que se celebraron simultáneamente en Nicomedia y en Milán, los dos Augustos abdicaron a favor de su propio César y yerno. Diocleciano, de cincuenta y cinco años apenas, se retiró al bellísimo palacio que se hiciera construir en Spalato y ya no volvió a salir de él. Cuando, unos años después, Maximiano solicitó su intervención para poner fin a la guerra de sucesión en que había desembocado la nueva Tetrarquía, respondió que semejante invitación sólo podía llegarle de quien jamás había visto con qué lozanía crecían las coles en su huerto. Y no se movió.
Alcanzó los sesenta y tres años, y nadie ha sabido jamás lo que pensaba de la anarquía que empezó de nuevo después de él. Había hecho todo lo que un hombre podía hacer: la demoró durante veinte años.
CONSTANTINO
Flavio Valerio Constantino era hijo bastardo de Constancio Cloro, el César de Maximiano, y ahora nuevo Augusto de Milán, que lo había tenido de Elena, una doncella oriental convertida en concubina suya. Diocleciano, al nombrar César, en Tréveris, a Constancio, le impuso librarse de aquella compañera poco cualificada y contraer matrimonio con Teodora, la hija de Maximiano. El chico no tuvo una buena educación de la madrastra, pero se la hizo en el Ejército, al que se alistó muy joven. El otro Augusto, Galerio, el de Nicomedia, llamó a su lado al brillante oficial: le apremiaba tenerle como rehén en caso de sinsabores con el padre, su colega de Milán, que en realidad había de quedar como subordinado suyo y a quien había impuesto, como César a Severo. Para sí mismo tomó a Maximino Daza.
Pero Constancio no se sentía tranquilo en el cuartel general de Galerio y tal vez tenía motivos para ello, por lo que un buen día escapó, cruzó toda Europa, se reunió con su padre en Bretaña, le ayudó notablemente a ganar algunas batallas y le cerró los ojos pocos meses después en York. Los soldados, que le apreciaban por sus cualidades de mando, le aclamaron Augusto. Mas Constantino prefirió el más modesto título de César «porque —dijo— éste me deja el mando de las legiones sin las cuales mi vida estaría en peligro». Y Galerio, Augusto en funciones, aun cuando a desgana, le ratificó.
Pero entretanto, el título de Augusto, en Milán, era disputado por dos aspirantes. En línea directa, hubiese debido corresponder a Severo, el César en cargo. Pero el hijo de Maximiano, Majencio, apoyado por los pretorianos, presentó su candidatura. Temiendo no conseguirla solo, llamó en su ayuda a su padre, que volvió a tomar el cargo que había abdicado a la par que Diocleciano; y con él marchó contra Severo, que fue muerto por los soldados. Desde Nicomedia, Galerio trató de resolver el conflicto nombrando un Augusto de su agrado, Liciano. Entonces, hasta Constantino salió en campaña como Augusto. Para llevar el caos al colmo, Maximino Daza, el César de Galerio, hizo otro tanto. Y así Diocleciano, regando sus coles en Spalato, supo que su Tetrarquía se había convertido en un Hexarcado, todo de Augustos en guerra uno con otro.
Honestamente, no nos atrevemos a aturrullar más la cabeza del pobre lector, ya puesta a dura prueba como la nuestra, con un enredo semejante, siguiendo su desarrollo. Y llegamos a la conclusión de que fue también el fin de la era pagana y el comienzo de la cristiana. El 27 de octubre de 312 después de Jesucristo, los dos mayores aspirantes al trono, Constantino y Majencio, se enfrentaron con sus ejércitos, unos veinte kilómetros al norte de Roma. El primero, con hábil maniobra, acorraló al otro en el Tíber. Después, Constantino miró al cielo y más tarde el historiador Eusebio, contó que había visto aparecer en él una cruz llameante que llevaba inscritas estas palabras:
In hoc signo vinces
. «Con este signo vencerás.»
Aquella noche, mientras dormía, una voz le retumba en los oídos, exhortándole a marcar la Cruz de Cristo en los escudos de los legionarios. Al alba dio orden de que así se hiciera, y en vez del estandarte hizo enarbolar un
lábaro
que ostentaba una cruz entrelazada con las iniciales de Jesús. En el ejército enemigo flameaba la bandera con el símbolo del sol impuesto por Aureliano como nuevo dios pagano. Era la primera vez, en la historia de Roma, que una guerra, se combatía en nombre de la religión. La Cruz resultó vencedora, y el Tíber, al arrastrar hasta su desembocadura los cadáveres de Majencio y de sus soldados, pareció que barriese los residuos del mundo antiguo.
No todo había terminado, pues quedaban aún Licinio y Maximino. Con el primero se encontró Constantino en Milán el 313 después de Jesucristo y el resultado de aquella entrevista fue el reparto del Imperio entre dos Augustos y la publicación del famoso edicto que proclamaba el respeto del Estado a todas las religiones y devolvía a los cristianos los bienes que les habían sido arrebatados en las últimas persecuciones. Maximino murió, Licinio casó con la hermana de Constantino, y por un momento pareció que los dos emperadores podían dar vida a una pacífica diarquía.
Pero al año siguiente volvieron a las andadas. Constantino derrotó en Panonia a un ejército de Licinio, que se vengó en los cristianos en Oriente reanudando las persecuciones contra ellos. Constantino no se había convertido aún oficialmente. Pero los cristianos ya veían en él a su caudillo y constituían seguramente la aplastante mayoría, si no la totalidad, de aquel ejército de ciento treinta mil hombres que, bajo su mando personal luchó contra los ciento sesenta mil defensores del paganismo a las órdenes de Licinio. Primero en Adrianópolis y después en Escútari, los primeros obtuvieron la victoria. Licinio se rindió y salvó la vida, que le fue quitada, empero al año siguíente. Con el signo de Cristo se volvió a formar un Imperio que de romano no tenía ya más que el nombre.
¿Qué había ocurrido?
Hemos dejado a los cristianos, en Roma, en los comienzos de su organización: primero unos pocos centenares, después miles de personas, casi todos hebreos, reunidos en sus pequeñas
ecclesiae
, con pocas conexiones entre sí, con una doctrina todavía en estado fluido y en medio de la indiferencia, más que de la hostilidad, de los gentiles. Aquellas desperdigadas y escasas células estaban unidas por la creencia de que Jesús era el Hijo de Dios, que era inminente su retorno para establecer en la Tierra el Reino del Cielo y que la fe en Él sería recompensada en el Paraíso. ero ya habían comenzado a surgir disensiones sobre la fecha del Retorno. Algunos la vieron anunciada por las calamidades que se abatieron sobre el Imperio: Tertuliano dijo que había que esperarlo después de la caída de Roma, la cual parecía tan inminente que un obispo de Siria partió sin más con sus fieles al desierto, seguro de encontrar en él al Señor; Bernabé proclamó que faltaban aún mil años. Sólo mucho más tarde triunfó la tesis de Pablo que transfería definitivamente al mundo ultraterreno el Reino del Señor. Mas, por entonces, la espera de su inminente instauración contribuyó poderosamente, con las inmediatas promesas que implicaba, a la difusión de la fe.