, En Roma mandaba, entonces, el partido de Catón. Éste terminaba siempre sus discursos, cualquiera que fuese el tema, con el habitual estribillo: «En cuanto al resto, creo que Cartago ha de ser destruida.» El Senado, ayudado por él, vio en el incidente una buena ocasión, y no sólo intimó a los cartagineses a no tomar iniciativas, sino que exigió trescientos niños de familia noble para retenerlos como rehenes. Los niños fueron entregados entre los lamentos de las madres, algunas de las cuales se lanzaron a nado detrás de las naves que se los llevaban, pereciendo ahogadas. A poco, visto que la provocación no había bastado, los romanos pidieron la entrega de todas las armas, de toda la flota y de gran parte del trigo. Cuando también estas peticiones fueron aceptadas, el Senado exigió que toda la población se retirase a diez millas de la ciudad, que debía ser arrasada. Los embajadores cartagineses objetaron en vano que la Historia no había visto jamás semejante atrocidad y se echaron al suelo mesándose los cabellos y ofreciendo a cambio sus vidas.
No había nada que hacer. Roma quería la guerra y tenía que hacer la guerra a toda costa.
Cuando estas cosas se supieron en Cartago, la muchedumbre enfurecida linchó a los dirigentes que habían entregado los niños, a los embajadores, a los ministros y a todos los italianos que encontraron a mano. Después, enfurecidos y llenos de odio, llamaron a las armas a todos los hombres, incluidos los esclavos, convirtieron cada casa en un fortín y en dos meses fabricaron ocho mil escudos, dieciocho mil espadas y treinta mil lanzas y construyeron ciento veinte naves.
El asedio, por tierra y por mar, duró tres años. Escipión Emiliano, hijo adoptivo del hijo del vencedor de Zama, alcanzó una incierta gloria, expugnando por fin la ciudad, donde durante seis días más, calle por calle, casa por casa, se siguió combatiendo. Hostigado por los francotiradores, que combatían desde tejados y ventanas, Escipión destruyó todos los edificios.
Los que por fin se rindieron fueron solamente cincuenta y cinco mil de los quinientos mil habitantes de Cartago. Todos los demás murieron. Su general, que por no cambiar se llamaba Asdrúbal, imploró para sí mismo la misericordia de Escipión, quien se la concedió. Su mujer, avergonzada, se precipitó con los hijos entre las llamas de un incendio.
Escipión pidió al Senado permiso para poner fin a aquella carnicería. Le fue contestado que no tan sólo Cartago, sino todas sus dependencias debían ser destruidas. La ciudad siguió ardiendo durante diecisiete días. Los pocos supervivientes fueron vendidos como esclavos. Y su territorio fue a partir de entonces una «provincia» designada con el nombre genérico de África.
No hubo tratado de paz porque no se hubiera sabido con quién concertarlo. Los embajadores cartagineses habían tenido razón: jamás se había visto en la Historia semejante atrocidad.
Por suerte para ellos, Catón y Masinisa no tuvieron tiempo de sentir remordimientos. Estaban ya bajo tierra.
CATÓN
En 195, inmediatamente después de la primera guerra púnica, las mujeres de Roma, formando cortejo, se dirigieron al Foro y pidieron al Parlamento la abrogación de la Ley Oppia, promulgada durante el régimen de austeridad impuesto por la amenaza de Aníbal, que prohibía al bello sexo los adornos de oro, los vestidos coloreados y el uso de vehículos.
Por primera vez en la historia de Roma, las mujeres eran protagonistas de algo, tomaban una iniciativa política y, en suma, afirmaban sus derechos. Hasta entonces, no había sucedido jamás. Durante cinco siglos y medio, o sea. desde el día en que fue fundada, la historia de Roma había sido una historia de hombres, en la que las mujeres actuaron, en masa y anónimamente, de coro. Las pocas cuyos nombres se conocen, Tarpeya, Lucrecia, Virginia, acaso no existieron nunca y no encarnan personajes verosímiles, sino monumentos a la Traición o a la Virtud. La vida pública romana era solamente masculina. Las mujeres no contaban más que en la privada, es decir, en el ámbito familiar de la casa, donde su influencia quedaba circunscrita exclusivamente a sus funciones de madre, de esposa, de hija o de hermana de los hombres.
En el Senado, Marco Porcio Catón, en su calidad de «censor» encargado de vigilar las costumbres, se opuso a la petición. Y su discurso, que nos ha sido dado a conocer por Livio, dice mucho sobre las transformaciones acaecidas aquellos últimos años en la vida familiar y social de la Urbe:
«Si cada uno de nosotros, señores, hubiese mantenido la autoridad y los derechos del marido en el interior de la propia casa, no hubiéramos llegado a este punto. Ahora henos aquí: la prepotencia femenina, tras haber anulado nuestra libertad de acción en familia, nos la está destruyendo también en el Foro.
Recordad lo que nos costaba sujetar a las mujeres y frenar sus licencias, cuando las leyes nos permitían hacerlo. E imaginad qué sucederá de ahora en adelante, si esas leyes son revocadas y las mujeres quedan puestas, hasta legalmente, en pie de igualdad con nosotros. Vosotros conocéis a las mujeres: hacedlas vuestras iguales e inmediatamente os las encontraréis convertidas en dueñas. Al final veremos esto: los hombres de todo el Mundo, que en todo el Mundo gobiernan a las mujeres, serán gobernados por los únicos hombres que se dejan gobernar por sus mujeres: los romanos.»
Las manifestantes rubricaron con una burlona risotada las últimas palabras del orador, que, por lo demás, estaba habituado a ello como todos los que dicen la verdad. La ley Oppia fue revocada y Catón trató inútilmente de recobrarse decuplicando los impuestos sobre artículos de lujo. Ciertas ventoleras, cuando empiezan a soplar, no hay barba de censor que pueda pararlas. Y las sufragistas, conseguida la iniciativa, no estaban dispuestas a dejársela arrancar de las manos. Poco a poco obtuvieron el derecho de administrar su propia dote, lo que las hacía económicamente independientes y libres, como se diría hoy, de «vivir su vida»; después, el de divorciarse y de vez en cuando, si no lo conseguían, de envenenar al marido.
Y cada vez más se entregaron a la práctica del maltusianismo para evitar el «fastidio» de los hijos.
Contrariamente a lo que se cree y a como nos lo han pintado, el hombre que trataba de cerrar el paso a estas modas nuevas, todas de origen griego, no era en absoluto un insoportable moralista de boca acerba y de hígado enfermo. Todo lo contrario. Marco Porcio Catón era un campesino plebeyo de los alrededores de Rieti, lleno de salud y de buen humor, que llegó a los ochenta y cinco años (edad, para aquellos tiempos, casi legendaria), y murió después de haber conseguido todas las satisfacciones, incluida la de hacerse muchos enemigos, cosa que le agradaba particularmente.
Debióse a la casualidad que llegara a ser un relevante hombre político y acaso el personaje más interesante de aquel período. Vivía con estoica sencillez en su pequeña granja que cultivaba con sus propias manos, cuando, muy cerca, estableció su residencia un viejo senador jubilado, Valerio Flaco, que se retiró allí por el desagrado que le producía la corrupción de Roma. Patricio a la antigua, es decir, de aquellos que sentían horror por los refinamientos, en seguida simpatizó con aquel muchacho desdentado, de manos callosas, de costumbres rústicas y pelo rojo, que leía los clásicos, pero a escondidas porque se avergonzaba de ello como de un vicio poco menos que impúdico, con los cuales había aprendido a escribir y a hablar con un estilo seco y escueto. Se hicieron amigos, compartiendo costumbres e ideas. Y Valerio estimuló a Marco, que se llamaba Porcio porque su familia había criado siempre puercos, y Catón porque sus antepasados habían sido astutos, a que se hiciera abogado. Era la profesión con la que se debutaba en la vida política. Y acaso el senador le lanzó precisamente con este objeto, con la esperanza de dejar un heredero en la polémica antimodernista, que la edad no le permitía ya sostener a él.
Catón lo intentó y ganó, una tras otra, doce causas ante el tribunal local. Después, con una clientela segura, abrió un bufete, como se diría hoy, en Roma, se presentó a las elecciones y batió el llamado «curso de los honores» con anibálico ceño. Edil a los treinta años, en 199, y pretor en 198, tres años más tarde era cónsul. Luego volvió a empezar: tribuno en 191 y censor en 184, prácticamente continuó ejerciendo magistraturas hasta muy avanzada edad, distinguiéndose sobre todo en tiempo de guerra, cuando cambiaba por los militares sus galones civiles. El campamento le convenía más que el Foro, porque con más pertinencia podía apelar a la disciplina, que él consideraba como la condición de los valores morales. Al parecer, era un general tacaño. Pero los soldados se lo perdonaban porque caminaba a pie como ellos, combatía con sereno valor y, en el momento del saqueo, que figuraba en los derechos del vencedor, concedía a cada uno una libra de plata sobre el botín, que después entregaba enteramente al Senado sin guardarse ni una onza para él.
Esta regla, que los generales romanos habían observado casi siempre hasta las guerras púnicas, hacía algún tiempo que constituía una excepción. El Gobierno no se fijaba demasiado en la parte que el vencedor se había embolsado del botín, cuando éste era rico. Quinto Minucio había traído de España treinta mil libras de plata y treinta y cinco mil denarios; Manlio Vulson, cuatro mil quinientas libras de oro de Asia y cuatrocientos mil sestercios, y algo así como dos mil millones de liras fueron extorsionadas a Antíoco y a Perseo… Bajo aquella lluvia de oro, la honradez de los magistrados y de los generales romanos, estrechamente ligadas a la pobreza, al ahorro y a la avaricia, era natural que se hundiese. Y la batalla que condujo Catón para impedirlo estaba destinada al fracaso. De todos modos, él la llevó a cabo igualmente.
En 187, cuando era tribuno, pidió a Escipión Emiliano y a su hermano Lucio, que regresaban vencedores de Asia, que rindiesen cuentas al Senado de las sumas pagadas como indemnización de guerra por Antíoco. Era una petición perfectamente legítima, pero que sorprendió a Roma porque ponía en entredicho la corrección del triunfador de Zama, que, en realidad, estaba por encima de toda sospecha. No se comprende bien qué impulsó a dar aquel paso a Catón, que no podía ciertamente ignorar la integridad del Africano y su inmensa popularidad. Tal vez quiso simplemente restablecer el principio, que estaba cayendo en desuso, de que los generales, cualesquiera que fuesen su nombradía y sus méritos, debían rendir esas cuentas; ¿o tal vez fue por una violenta antipatía hacia el
clan
de los Escipiones, esteticistas, helenizantes y modernistas?
Acaso una y otra cosa. Como fuere, el pretexto coligó contra quien presentaba la petición, a aquella oligarquía de familias dominantes que, en el ámbito de la aristocracia senatorial, detentaba prácticamente el monopolio del poder. Hasta Sila, la historia de Roma se resume en la de algunas dinastías, y de hecho presenta siempre los mismos nombres. De los últimos doscientos cónsules de la República, la mitad pertenece a sólo diez linajes y la otra mitad a dieciséis. Y de ellos, el de los Escipiones era acaso el más insigne, desde el que cayó en Trebia hasta el que había triunfado en Zama y que era padre adoptivo del que más tarde destruyó Cartago.
El Africano, aun cuando herido en su orgullo, se disponía a responder. Pero su hermano Lucio se lo impidió. Y, sacándose de la cartera los documentos que comprobaban las percepciones habidas y los pagos correspondientes, los hizo pedazos delante del Senado. Por este gesto fue llevado ante la Asamblea y condenado por fraude. Mas el castigo le fue ahorrado por veto de un tribuno, un tal Tiberio Sempronio Graco, de quien pronto oiremos hablar, lo que venía a confirmar más la regla supradicha de la política por dinastías, pues era pariente del acusado, por haber casado con la hija del Africano, Cornelia. El héroe de Zama fue convocado a la Asamblea para ser sometido a juicio. Interrumpió el debate invitando a los diputados al templo de Júpiter para celebrar el aniversario de su gran victoria, que caía precisamente en aquel día. Los diputados le siguieron y asistieron a las funciones que allí se celebraron. Mas, de vuelta en el Parlamento, convocaron de nuevo al general. Éste se opuso a ello y, amargado por aquella insistencia, se retiró a su villa de Liternum, donde permaneció hasta la muerte. Sus perseguidores le dejaron finalmente en paz. Pero Catón deploró justamente, que por primera vez en la historia de Roma los méritos de combatiente de un acusado obstaculizaran la justicia, y en este episodio denunció el primer vislumbre de un individualismo que pronto corrompería la sociedad con el culto del héroe y había de destruir la democracia. Los hechos se encargarían de darle la razón.
Alguien se preguntará cómo, teniendo en contra adversarios poderosos como las mujeres y la «mafia» de las familias aristocráticas, aquel implacable debelador logró, sin embargo, seguir en el machito y ganar las elecciones cada vez que se presentaba candidato a cualquier magistratura. Pocos le querían, ciertamente. Su honestidad en aquellos tiempos de corrupción, su ascetismo en aquella época de molicie, eran sentidos por todos como un remordimiento. Representaba lo que cada uno hubiera debido, y acaso querido ser, pero que, desgraciadamente no era. Y precisamente por esto, pese a detestarle, le respetaban y le concedían el voto. Era, además, un gran orador.
Y la cosa era bastante extraña, pues había debutado en las letras publicando un tratado contra los retóricos y anticipando la famosa frase de Verlaine:
Cuando veas la oratoria, tuércele el cuello
. Pero precisamente a fuerza de enseñar a los demás cómo «no» se debía hablar, había aprendido él mismo a hablar perfectamente. Lo poco que nos queda de sus discursos basta para que le reconozcamos como más grande que Cicerón, ciertamente más rotundo, enfático y literariamente perfecto que él, pero menos directo, eficaz y sincero. Lo que demuestra que no hay elocuencia, como no hay literatura, como no hay música ni pintura, como no hay nada, sin una fuerza moral y una convicción sincera que las sostengan.
Catón sazonaba con notas de humor incluso sus más severas requisitorias. Y cuando, por ejemplo, como censor, hizo expulsar del Senado a Manilio por haber besado a su mujer en público, alguien le preguntó si él no lo había hecho nunca, respondió: «Sí, pero solamente cuando truena. Por esto el mal tiempo me pone siempre de buen humor.» Hasta cuando intentaban procesarle, y lo hicieron, al parecer, cuarenta y cuatro veces, con las más variadas acusaciones, conservaba su jovialidad y se reía en igual medida que mordía. Con aquel sarcasmo siempre a punto, con aquellos chistes populares, con aquel rostro surcado de cicatrices, el pelo rojo y los dientes separados, no era agradable encontrárselo enfrente como contradictor. Y nadie hubiera conseguido arrinconarle, si él mismo no se hubiera cansado, en un momento dado, de aquel inútil combate; así que retiróse espontáneamente a escribir libros, ocupación que, en su fuero interno, despreciaba.