Historia de España contada para escépticos (23 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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El primer pretexto de la Inquisición fue resolver el problema judío. El escéptico lector habrá advertido que en la Europa actual, cuando los excesos del capitalismo generan malestar social, los nativos la toman con los emigrantes extranjeros, especialmente si tienen la piel oscura y cocinan con aceite. En otras épocas, cuando algo marchaba mal, el chivo expiatorio era el judío. A finales del siglo XIV, las masas urbanas desheredadas andaban hambrientas y mohínas, y el ambiente se fue caldeando hasta que estalló en 1391. Ciertos predicadores populares acusaron a los judíos, en su condición de asesinos de Cristo, de causar todas las desgracias, y el sencillo pueblo, que en tiempos predemocráticos recibía el nombre de
chusma
, se inflamó y asaltó las juderías para robar, asesinar y violar a sus pobladores. Aterrados, miles de judíos apostataron de su religión y abrazaron el cristianismo; en algunos casos, para escapar de una muerte probable, y en otros, con la esperanza de que en lo sucesivo los dejaran vivir en paz. La sencilla ceremonia del bautismo era, para ellos, un salvoconducto.

Los conversos de aquel año fueron tantos que los cristianos de pura cepa, los de toda la vida, nunca los asimilaron. Además, sospechaban que sus conversiones no eran sinceras. El pueblo no los perdió de vista y los llamó, con desprecio,
marranos
.

Parte de los conversos rompieron los tenues lazos que los ligaban a su antigua religión y, en el plazo de un par de generaciones, se diluyeron en la sociedad cristiana. Otra parte se acomodó a una doble vida: en público, iban a misa y observaban los preceptos del cristianismo, pero en secreto se mantenían fieles a la religión mosaica. Estos criptojudíos serían el pretexto para establecer la Inquisición, su razón de ser oficial (ya queda dicho que la verdadera fue de orden político).

El impacto social de los conversos fue tremendo. Al equipararse a la sociedad cristiana como ciudadanos de pleno derecho, muchas puertas que hasta entonces no habían soñado traspasar quedaron abiertas. Libre de trabas, el judío emprendedor y laborioso, escapaba del encierro de la judería y escalaba rápidamente puestos relevantes en la sociedad cristiana. Muy pronto, los cargos en la administración, en la judicatura, en la universidad, las canonjías y hasta las sedes episcopales se llenaron de antiguos judíos o de sus descendientes; también en la banca y el mundo de las finanzas. Muchos potentados descendientes de conversos emparentaron con la aristocracia. Entonces, como ahora, existían grandes títulos nobiliarios venidos a menos a los que no quedaba más patrimonio que el lustre del apellido. Entonces, como ahora, el gran pecado de la alta burguesía española consistía en aspirar a ingresar en la aristocracia. El trapicheo matrimonial entre aristócratas sin blanca y conversos ricos fue muy intenso, más en Aragón que en Castilla. Los más altos linajes del reino emparentaron con conversos. Incluso el propio Fernando el Católico era nieto de una judía.

¿Cuál pudo ser el origen de esa especial aptitud de los judíos para el ascenso social? Probablemente, la instrucción: mientras que los cristianos descuidaban la educación de sus hijos, y la inmensa mayoría de la población, incluidos muchos nobles, se mantenía rigurosa y hasta honrosamente analfabeta, los judíos, incluso los más pobres, apreciaban la instrucción y cuidaban de que sus hijos aprendieran a leer, a escribir, a contar. Luego, procuraban guiarlos hacia profesiones bien remuneradas, como el comercio o la medicina.

La súbita promoción social de la minoría había generado en el pueblo llano el resentimiento que nace de la envidia. La palpable evidencia de que la conversión al cristianismo había favorecido a los judíos dio paso a la sospecha de que había sido dictada por el oportunismo, de que no podía haber sido sincera. Se divulgó la especie de que todos los conversos, especialmente los ricos, seguían practicando el judaísmo en la clandestinidad. De este modo, la envidia se disfrazó de celo religioso, y los cristianos de pura cepa pudieron justificar su rencor. Quizá esta circunstancia explique la indudable popularidad de que gozó la Inquisición. Los descendientes de conversos, quizá medio millón de personas, en su mayoría cristianos sinceros, se convirtieron automáticamente en sospechosos.

CAPÍTULO 47
Alguaciles, tormentos, sambenitos

Ya hemos visto que España se gobernaba por una serie de ministerios o consejos. El de la Inquisición era uno de ellos, con el inquisidor general a la cabeza, asistido por un tribunal de apelación, la Suprema, dos de cuyos seis miembros pertenecían también del Consejo de Castilla, el máximo organismo político. La Suprema, además de tribunal, era un puntilloso consejo de administración, que vigilaba al céntimo los ingresos y los gastos.

Del Consejo de la Inquisición dependían varios tribunales provinciales, con sus inquisidores, sus secretarios, sus escribanos, sus alguaciles, sus carceleros y sus criados. Además de estos funcionarios de plantilla, la Inquisición disponía de numerosos colaboradores voluntarios, es decir, delatores, denominados
familiares
de la Inquisición. Casi todos eran gente humilde, y estaban tan orgullosos de su vil cometido que hasta se hacían esculpir el emblema de la Inquisición sobre el dintel de sus casas, como una ejecutoria de nobleza. Ser delator de la Inquisición confería honor y prestigio. El familiar, además, no estaba sujeto a la jurisdicción ordinaria. Si delinquía, sólo la propia Inquisición podía procesarlo.

El sistema procesal se basaba en el secreto. Los alguaciles de la Inquisición detenían al sospechoso y lo incomunicaban en un calabozo. No se le daba ninguna pista que pudiera orientarlo sobre la persona que lo había denunciado ni sobre el delito del que se le acusaba. Solamente se le permitía que escribiese una lista con los nombres de personas que pudieran desear perjudicarlo, pero esta garantía era relativa, porque, a menudo, el denunciante resultaba ser un amigo envidioso, un pariente interesado o un vecino del que jamás se hubiese sospechado.

El paso siguiente era la confesión general del detenido, al que no se le facilitaba pista alguna sobre el delito del que se le acusaba. Muchos detenidos revelaban delitos de los que el inquisidor no tenía noticia, que engrosaban el sumario. Si se negaba a declarar o se empecinaba en declararse inocente, se le podía someter a tortura. Los acusados sometidos a tortura revelaban no sólo sus presuntos delitos, sino incluso otros que no habían cometido, cualquier cosa para que el interrogador se diera por satisfecho y suspendiera la sesión de tormento.

Las sentencias eran de reconciliación (castigo) o de relajación (muerte). Los reconciliados podían ser
de levi
, cuando el delito era leve, o
de vehementi
, si era grave. El procesado
de vehementi
tenía que andarse con mucho cuidado en lo sucesivo. Si reincidía, podían condenarlo a muerte.

Las penas impuestas por el tribunal eran muy variadas: abjuración pública y solemne de los pecados; multa o confiscación de bienes; prisión, destierro, azotes, remar en las galeras del rey, o la muerte.

Las penas de muerte se aplicaban mediante el delicioso eufemismo de «relajar al brazo secular»; es decir, la Iglesia no mataba, lo que hubiese sido contrario a sus enseñanzas, sino que transfería sus reos al Estado para que éste los ejecutara.

Al principio, todas las ejecuciones se cumplían en la hoguera, pero más adelante se impuso la piadosa costumbre de estrangular al reo y quemarlo ya muerto (excepto cuando el reo era contumaz y se negaba a reconciliarse con la Iglesia; al que se mantenía en sus trece, lo quemaban vivo).

Cada cierto tiempo, el tribunal celebraba un
auto de fe
, una especie de ceremonia religiosa, pero también teatral, al gusto de los tiempos. Sacerdotes, frailes y autoridades locales acompañaban a los reos en solemne procesión desde la cárcel a la plaza pública, en la que se había dispuesto un estrado adornado con colgaduras y altares portátiles. Allí, en presencia de una muchedumbre de curiosos, llegados incluso del campo y de lugares vecinos para presenciar el espectáculo, los reos se reconciliaban con la Iglesia o eran condenados a muerte y ejecutados, cada cual según su caso.

Los solemnes autos de fe contaban con el aplauso del respetable, pero salían tan caros, entre tablados, ropones, colgaduras, cera y dietas, que a partir del siglo XVII se celebraron muy pocos y siempre coincidiendo con las conmemoraciones más importantes de la corona. En 1632 se celebró el feliz parto de la reina con un auto de fe, en el que figuraron cincuenta y siete sentenciados, de los que siete fueron quemados.

CAPÍTULO 48
Devoción privada y morcillas públicas

El ambiente de sospecha y delación que envenenó la sociedad española acabó viciando la vida de los pueblos. Cada cual espiaba a sus odiados o envidiados vecinos o enemigos por si los sorprendía en algún desliz que pudiera interesar al Santo Tribunal. El complejo tinglado inquisitorial satisfizo la comezón del vicio nacional de la envidia, del dolor por el bien ajeno. Incluso circularon profusamente panfletos, llamados
Libros verdes
, en los que se censaban familias nobles, o simplemente adineradas, contaminadas con sangre judía. Escudriñar la tara en el honor del vecino o del pariente odiado se trasformó en rutina; la difamación, en un hábito, y el miedo al qué dirán, en una obsesión.

En una comedia de Lope de Vega aparece un filósofo horaciano que alaba la vida retirada, pero continúa residiendo en la corte. Alega, para justificar su contradicción, que en los lugares pequeños no se puede ser libre, dado que el vecindario observa maliciosamente todos los actos e intenciones. Por eso, él prefiere vivir en lugar donde pueda pasar inadvertido. Una conclusión que, a cuatro siglos de distancia, todavía suscribirían muchos españoles, al menos los que sienten que en lugares pequeños y vecindades cerradas subsisten hábitos inquisitoriales, y la gente propende a entrometerse en la vida del prójimo. Para que se vea cuánto arraigó la Inquisición.

En el capítulo siguiente, cuando hablemos del Siglo de Oro, tendremos ocasión de explayarnos sobre la obsesión nacional por la pureza de sangre, la limpieza de sangre. Prosigamos ahora con la Inquisición.

El ciudadano que no acataba los dogmas y principios de la Iglesia con fe de carbonero corría peligro de arder en la hoguera. El que quería mantenerse libre de sospecha no sólo tenía que ser cristiano legítimo, sino, además, parecerlo, es decir, exhibir su atuendo más descuidado los sábados y alardear de afición al cerdo. La ingestión pública y notoria de carne de cerdo era la mejor prueba de cristiandad, puesto que resultaba un animal abominable tanto para moros como para judíos. Quizá ello explique que, en la España tradicional, la matanza del cochino se convirtiera en una fiesta familiar, ruidosa y exhibicionista, al aire libre, a la vista de los vecinos, y a menudo seguida de reparto de preseas porcinas entre parientes y amigos. Cada humeante morcilla estofada de piñones o cebolla es una profesión de fe: «Soy cristiano sin tacha; mi manjar es el cerdo.» ¿Y cuál es la suprema golosina de las reposterías de los conventos? El tocinillo de cielo.

En sus cuatro siglos de vida, la Inquisición fue adaptándose a las cambiantes condiciones de los tiempos. Al principio, con la euforia de la novedad, recién abierta la veda del converso, llegaron a funcionar veintitrés tribunales, que se cebaron en el inmenso coto de antiguos judíos, casi siempre ricos, a los que confiscaron los bienes y condenaron alegremente a la hoguera. Con ello se alcanzaron tres objetivos: uno político, otro económico y un tercero social. El político fue la aniquilación de una minoría conversa, emparentada con la nobleza, que frenaba el absolutismo real; el económico, las saneadas sumas que el rey y la propia Inquisición percibían de las confiscaciones; el social, porque la desgracia del odiado converso satisfacía al pueblo llano. Los partidarios de la lucha de clases saben que no hay mayor consuelo para el humilde que la desgracia del poderoso, aunque a él no le reporte beneficio alguno.

Al principio, el negocio inquisitorial marchaba viento en popa, pero luego comenzó a decaer debido a la sobreexplotación de los recursos. Muchos conversos sucumbieron en las hogueras, pero otros, viéndolas venir, transfirieron su dinero al extranjero, hicieron la maleta y pusieron tierra por medio. De los que emigraron a diversos lugares de Europa, la mayoría demostró que era cristiana sincera, puesto que en ambientes de libertad religiosa, alejados de toda coacción, se mantuvo fiel a la religión de Cristo.

En cuanto a los judíos oficiales, contra los que la Inquisición no tenía potestad, ya hemos visto que en 1492 fueron expulsados de España por decreto. Las consecuencias fueron desastrosas. El rey Fernando, nada versado en los arcanos de la economía, no pudo prever que su medida repercutiría negativamente: a corto plazo, agotó el manantial de los judaizantes de los que se nutría la Inquisición; a largo plazo, perdió un activo económico importante, representado por la comunidad judía. Tener súbditos judíos resultaba rentable tanto para las monarquías cristianas como para el Gran Turco. Este interés crematístico, y no los sentimientos humanitarios, explica que tantas veces nobles y eclesiásticos hayan protegido a sus súbditos judíos de las iras del populacho. Entre los judíos, abundaban expertos comerciantes y economistas, prósperos banqueros por cuenta propia o del señor, hábiles artesanos y prestigiosos médicos (con los médicos, por cierto, Fernando hizo una excepción).

Quizá, si los Reyes Católicos no hubieran expulsado a los judíos y luego la Inquisición no hubiera perseguido a los conversos, el oro de América se habría quedado en España, creando riqueza y suministrando el activo necesario para industrializar el país. Esquilmar y aniquilar a los conversos ricos fue un buen negocio a corto plazo, pero a largo plazo constituyó una de las causas de la decadencia de España.

La Inquisición entró a sangre y fuego en el ubérrimo rebaño de los conversos. Los primeros inquisidores, como eran nuevos en el oficio, se excedieron en su rigor y mandaban a los sospechosos a la hoguera después de juicios sumarísimos, sin garantía jurídica alguna y sin permitirles siquiera reconciliarse, es decir, mostrar arrepentimiento. En estos primeros procesos se calcula que un cuarenta por ciento de los procesados terminaron en la hoguera. Diecisiete años después, la brutal sobreexplotación del coto converso acarreaba un brusco descenso de las capturas, consecuencia lógica de la disminución de las piezas, particularmente de las más rentables, los ricos, en los que se habían cebado preferentemente los tribunales.

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