»Se percató de toda la maldad que albergaba el corazón de Leovigildo. Recordó que le había obligado a dirigir la ejecución de su propio padre. Además, recordaba la muerte de la que ya nadie nombraba. Los extraños rumores que corrieron por Toledo.
»Quería la verdad, la verdad sobre la muerte de su madre.
«Después minaría el poder omnímodo de aquel rey godo al que rechazaba; pero lo haría con prudencia; se rebelaría subrepticiamente contra él. Una idea insistente se repitió en su cabeza: se independizaría de Leovigildo. No por afán de dominio o poder, no por ambición, sino por justicia. Separaría a los hispanos de la Bética del dominio de aquel rey tirano. Sí, los romanos le apoyarían; Bizancio también: los suevos, católicos como él, lo harían, y los cántabros y astures, su hermano Nícer. Los francos, regidos por Brunequilda, respaldarían a Ingunda. Sería el fin de Leovigildo, de su imperio de mentiras y de miedos.
«Bebió de nuevo del cáliz de ónice. Intentó ver en el fondo la figura del hombre barbado que le miraba, pero lo único que pudo ver fue la piedra de ónice, brillando, y su propia faz, encendida aún por el despecho y el dolor.
«El sol rozó, con sus últimos rayos, el río. En el cielo brilló la estrella de la tarde. Hermenegildo, levantándose, envolvió el cuenco de ónice en su capa. Al fin, tomó el camino de regreso hacia la casa de Lucio Espurio.
«Atravesó un trigal, los siervos labraban la tierra, vigilados por capataces. Entonces, un hombre de mediana estatura, uno de los siervos que estaban trabajando en el campo; salió corriendo hacia él, perseguido por el capataz, y se arrojó a sus pies, gimiendo.
»—Mi señor, mi señor Hermenegildo… Libradme de la servidumbre.
«Aquel hombre era Román.
»—¿Qué haces aquí?
»—Asaltaron mi casa, mataron a mi mujer y me vendieron al noble Lucio Espurio, convirtiéndome en siervo…
»El capataz había llegado también junto a ellos, blandiendo un látigo. Hermenegildo se situó entre ambos. El capataz, al ver la actitud del príncipe godo y su indumentaria, se detuvo.
»—Os ruego no golpeéis a este siervo… Ha trabajado para mi familia hace algún tiempo.
»—Debe volver al trabajo…
»—Lo hará.
«Hermenegildo se agachó hacia él y murmuró alguna palabra en su oído. Con reticencia, Román volvió al campo. El joven duque godo le vio retirarse con una expresión de compasión; después, él se dirigió a la mansión de Lucio.
»En el vestíbulo de la Gorgona, la guardia se cuadró ante él. Asaltado por mil pensamientos, cruzó los patios, sin ver las hermosas salas ni las fuentes, hasta llegar al comedor, donde los demás comensales lo esperaban. En la sala se sentaban recostados Lucio Espurio, su esposa Pulquería, el obispo Mássona y varios hijos de la familia; eran jóvenes, el mayor tendría unos quince años; se llamaba Licinio. La conversación se dirigió hacia temas intrascendentes. Las cosechas, los siervos huidos y las incursiones de bandidos que eran frecuentes. La cena fue deliciosa, con vinos suaves de la zona, pato con hierbas aromáticas, espárragos y puerros; pero Hermenegildo se hallaba ausente. Mássona se preocupó ante su silencio obstinado. De pronto, interrumpiendo la conversación, el príncipe godo intervino:
»—Amigo Lucio, vuestra familia está asentada en tierras de la Bética desde siglos atrás.
«Lucio sonrió, aquel tema le agradaba especialmente. Se sentía orgulloso de los orígenes de una familia que enraizaban en la leyenda.
»—La tradición de mis mayores une los orígenes de mi familia con Hércules, el hijo de Zeus, el fundador de Gades, el que separó las columnas del estrecho. Dicen que Argantonio, el gran rey tarteso, fue hijo suyo y que mi familia procede de él. También se dice que los griegos fueron nuestros antepasados. De hecho, siempre hemos comerciado con Oriente, y de ahí procede nuestra fortuna. En las guerras púnicas mis predecesores apoyaron a los romanos frente a los cartagineses, quienes nos impedían el comercio con la Hélade. El nombre de mi familia, Espurio, quiere decir bastardo…
»—No parece muy agradable…
»—Indica que somos descendientes del bastardo de Júpiter, Heracles… Estamos orgullosos de ese nombre.
»—¿Desde cuándo sois cristianos?
»Volvió a sonreír, mientras respondía:
»—Muchas generaciones atrás, no recuerdo cuándo, éramos paganos.
»—¿Os sentís fuertemente católicos?
»—Lo somos. En las persecuciones de Diocleciano hubo mártires en mi familia. Nunca seguiremos a un príncipe que no sea fiel a la fe ortodoxa.
»—¿Odiáis a los godos?
»Mássona miró preocupado a Hermenegildo, no sabía adónde quería dirigirse con aquel interrogatorio. Temió que el patricio pudiera molestarse, pero no era así; Lucio disfrutaba con la historia de su familia y demostrando su poder.
»—No. Quizá me habré explicado mal, no es odio, pero os considero fuertemente incivilizados, alejados del mundo cultural romano.
»—¿Nunca seríais capaces de seguir a un godo?
»—Pienso que no.
»—¿Y a un godo que os respetase, que os hiciese formar parte del Aula Regia? Un príncipe que, realmente, respetase la religión que profesáis.
»—Quizá, sí…
»—Pues bien, sabed que esta tarde he estado hablando con Mássona y, en Hispalis, he discutido largamente con vuestro obispo Leandro. Si yo os asociase al gobierno de la Bética, a vosotros, a los nobles hispanos…, ¿la población romana me apoyaría?
»Lucio se incorporó bruscamente del diván en donde estaba echado, muy animado por el cariz que iba tomando la conversación.
»—Si no fuese una añagaza para dominarnos… realmente sería mucho más de lo que cualquiera de nosotros pudiera desear. Si eso fuese así… ¡Brindo por Hermenegildo, el futuro rey de la Bética!
»Lucio se levantó y alzó la copa. Hermenegildo, al oírse llamar rey, se sintió entre sorprendido y asustado.
»Durante la cena continuaron haciendo planes sobre el futuro reino de la Bética. La esposa de Lucio se sentía admirada de lo que estaba ocurriendo.
»—Necesito una tregua con los bizantinos. Sé que vos los conocéis de cerca y que se fían de vosotros.
»—Comenciolo, el
magister militum
de la provincia bizantina de Spaniae, es amigo mío. Me debe, como sabéis, muchos favores; entre otros, el aprovisionamiento de Cástulo.
»—Necesitaría una entrevista personal con él. Podría tener lugar, si no os oponéis, en esta misma casa. Quiero conseguir la paz con los bizantinos: una alianza entre pueblos católicos.
»—No creo que Comenciolo se oponga. La situación de los bizantinos es crítica. Desde que les derrotasteis en Cástulo, sus posiciones han empeorado. Sobreviven en Hispania porque los antiguos hispanorromanos, de raigambre católica, les apoyamos. No podrían nada frente a una Hispania realmente unida. El emperador Tiberio tiene demasiados problemas en el frente persa como para enviar tropas a la lejana Hispania. Estará encantado de negociar con vos.
»—Pues os ruego que hagáis las gestiones necesarias…
»Lucio escrutó atentamente a Hermenegildo, no entendía el cambio de actitud del príncipe godo:
»—¿Vuestro padre qué dirá de esto?
»—Me es indiferente. Yo soy ahora el gobernador de la Bética, con plenos poderes que me han sido concedidos por gracia divina.
»Mássona presenciaba la conversación entre godo y romano sin intervenir. Le preocupaba el cambio de actitud de Hermenegildo; sabía cuál era el origen último de aquello: el príncipe godo rechazaba al que ya no consideraba su padre.
»Hicieron planes. Lucio Espurio deseaba participar en el nuevo gobierno de la Bética. Tras asegurarle, Hermenegildo, el profundo cambio que iba a tener lugar, fue inquiriendo sobre las personas con las que podía contar. En la conversación salió la figura de Cayo Emiliano.
»—Ese hombre no es de fiar. Un comerciante al que sólo interesa el dinero. Hoy estará de vuestro lado pero, en cuanto exista un mejor postor, os venderá… Es una víbora…
»—¿Lo odiáis mucho?
»—Él era un liberto de mi familia. Nos educamos juntos, pero a él sólo le interesa el oro. Se siente avergonzado de haber trabajado para los Espurios. Nos vendió a los godos y después a los bizantinos…
»—Él cuenta una historia completamente distinta.
»—Podéis averiguarlo vos mismo.
»La conversación continuó. Hermenegildo se sinceró con Lucio Espurio: tenía grandes planes que iba forjando al ritmo de sus palabras.
»—Quiero separarme de mi padre. Me he dado cuenta de que es un tirano. Sin embargo, no desearía que corriese la sangre de hispanos y godos en una nueva guerra civil, una más de las tantas que han ocurrido durante la dominación goda.
»Lucio le hizo descender a la realidad:
»—Al final, habrá guerra. Los godos no consentirán la escisión de su territorio. En eso son muy diferentes a los francos. Los reyes merovingios consideran sus estados como parte de su patrimonio, lo dividen entre sus hijos como si fueran sus fincas. Después los descendientes de Meroveo guerrean entre ellos, se matan y vuelven a unir otra vez el territorio. Los godos tienen una conciencia nacional diferente. Habrá guerra y habéis de prepararos para ella.
»Se escuchó la voz de Licinio, el hijo de Lucio:
»—Si hay guerra, yo quisiera combatir…
»Ni su padre ni su madre estaban de acuerdo, y esta última se volvió para advertirle:
»—En el ejército godo sólo caben los godos.
»—En el ejército del reino de la Bética, habrá godos y romanos, luchando juntos. Yo empecé a combatir cuando tenía tu edad… pero tú aún dependes de la potestad de tu padre.
»—Ya hablaremos —concluyó éste.
»Mássona se encontraba incómodo, el cambio de actitud de Hermenegildo venía dado por el conocimiento de la verdad de su vida que él acababa de revelarle.
»—No debéis enfrentaros en una guerra civil contra vuestro padre… —le previno Mássona—, los godos os rechazarán y muchos hispanos también.
»—Yo pienso que éste es el momento, y que Hermenegildo es el hombre—protestó Lucio—. Le apoyaré…
»—Os lo agradezco de corazón —le manifestó Hermenegildo.
»—Si hay algo que yo pudiese hacer por vos… No tenéis más que pedirlo.
«Hermenegildo pensó en Román.
»—Sí. Hay algo. Cuando volvía hacia aquí por el campo, me encontré con un antiguo liberto de la casa de los baltos. Hace tiempo el poblado en que vivía fue asaltado por algunos bandoleros, que mataron a su familia. Al parecer, él ha sido vendido como siervo. Me gustaría recuperarlo. Os daré lo que me pidáis.
»—No hay inconveniente. Aunque hoy día, los siervos son un bien escaso, os lo cederé de buena gana. Sabed que podréis contar conmigo en el establecimiento del nuevo reino de la Bética.
«Aquella noche mi hermano no durmió. Su vida había cambiado; posiblemente no habría ya una vuelta atrás. Al amanecer, se levantó cansado de dar vueltas en el lecho y salió al patio, en el que la fuente océana manaba sin fin. Se sentó junto a ella, jugando con el agua durante horas. No supo bien cuándo Mássona se situó a su lado.
»—El odio no es buen compañero, ni guía.
»—Yo no odio a Leovigildo.
»—¿Estás seguro?
»—Siento un dolor profundo. En Leovigildo hay algo malvado. Comandé el pelotón que ajustició a mi verdadero padre. Antes de morir, me miró; sé que me miró con una mirada profundamente compasiva. No la entendí. Sí, hay algo perverso en la mente de Leovigildo. En la campaña del norte, me ordenó que matase a los jefes cántabros; hubiera matado a Nícer, mi propio hermano. ¿No es todo esto cruel?
»—Lo es, pero debes perdonar. Nuestro Señor Jesucristo lo hizo.
»—No sé si le perdono o no; quiero olvidar a ese monstruo. Sencillamente, no quiero pensar en él; mi único anhelo es que triunfe la justicia. Es injusto que Leovigildo detente un poder que no le corresponde, que proviene de mi madre, a quien despreció y maltrató. La oí llorar tantas veces cuando yo era niño… También está su muerte…
»—Debes olvidar.
»—No puedo. Leovigildo es un tirano que oprime a su propio pueblo y a los hispanos. No merece reinar.
»Ambos callaron. Mássona se arrepintió de haber abierto la caja de Pandora de la que surgen todos los males. No sabía cómo calmar a Hermenegildo. Después de un rato de silencio, el joven duque de la Bética volvió a hablar:
»—Mássona, amigo mío, no te preocupes por mí. Regreso a Hispalis. Iré al campamento godo. Hablé con Lucio, él me conseguirá una reunión con Comenciolo, el jefe bizantino.
»Tras unos instantes de silencio prosiguió:
»—Querido Mássona, Leovigildo es un opresor que sólo busca el poder. Sé que finalmente habrá una ruptura. Leovigildo no me quiere como su heredero y habrá guerra. Confío en que siempre estarás a mi lado. Sólo le pido a ese Dios en el que crees que, en la guerra, Recaredo y yo no estemos en distintos frentes…
»La casa de Espurio había despertado y se llenó de gente. Algunos criados limpiaban en el patio; miraron con sorpresa a los dos hombres, levantados a horas tan tempranas.
»Después de un breve almuerzo Hermenegildo se despidió del amo de la casa, que había comenzado su colaboración con el joven duque de la Bética, aportando una pequeña cohorte de guerreros, a la que se sumó su hijo Licinio. En la puerta le esperaba Román, al que abrazó; juntos emprendieron el camino hacia el fuerte godo.
»Antes de llegar se encontraron con Wallamir, iba al frente de un grupo de soldados.
»—¿Estás bien? —le gritó—. Salíamos a rescatarte de esa guarida de romanos.
»—Sí, lo estoy y traigo más hombres para engrosar nuestro ejército.
»Wallamir miró de arriba abajo a aquellos hombres preguntando con incredulidad:
»—¿Más hispanos…?
»—Sí. Es lo que se vende por aquí… —rio Hermenegildo sin darle demasiada importancia.
»Para sí, pensó: “Yo también soy hispano.”
«—¿Eres feliz? —le dijo Ingunda olvidando todo protocolo.
»Unos meses atrás, Hermenegildo había regresado victorioso de la campaña contra los bizantinos; toda Hispalis había salido a aclamar a su príncipe, a contemplar el botín de guerra. Poco después, el duque de la Bética había firmado la tregua con el jefe bizantino Comenciolo. La paz reinaba en la hermosa ciudad de Hispalis, regida por la mano firme y justa de Hermenegildo. Los hispanos secundaban, cada vez más, el gobierno de su duque y señor. Los godos, por su parte, parecían también colaborar, pero había descontento entre ellos.