«Hermenegildo se volvió a los otros:
»—Señores, hemos encontrado las alcantarillas de la ciudad de Cástulo, secas por el estío o cegadas, hace un tiempo, por sus habitantes, que posiblemente se habrán olvidado de ellas. Éste es el punto débil que buscábamos.
»—¡Bien! —exclamó Wallamir—. ¡Lo hemos encontrado!
»Bessas, por primera vez, sonrió de satisfacción.
»—Volvamos al campamento —dijo Hermenegildo.
«Salieron despacio del túnel, alejándose sin hacer ruido. Cruzaron, de nuevo, el río. Cuando llegaron al camino, tras una curva se encontraron a una patrulla de soldados que iban del campamento bizantino hacia Cástulo. Bessas, sacando la espada, reaccionó rápidamente; los otros hicieron lo mismo.
»Hacia Bessas se abalanzó un guerrero enorme; un oriental, cubierto con una cota de hierro y galones de cuero, blandía un mazo enorme y vociferaba salvajemente.
»—¡Godos! —gritó en griego.
»Bessas, espada en mano, se enfrentó a aquel hombre.
«Mientras tanto, tres guerreros, entre los que se encontraba el que comandaba la tropa, se dirigieron hacia Hermenegildo. Samuel y Wallamir se vieron rodeados por un par de enemigos cada uno.
«Bessas se agachó ante un envite del arma del enorme guerrero imperial, giró sobre sí mismo y se alzó, cuando el golpe circular ya había pasado. El bizantino repitió el golpe que en esta ocasión le tiró por tierra, golpeándole en el escudo y haciéndole soltar la espada. Su rival comenzó a descargar golpes con la maza, pero Bessas pudo irlos evitando. El otro se acercó aún más, para aplastarle, pero ágilmente a pesar de su gran complexión, el godo se levantó, recogió la espada del suelo y pudo herir al gigante en la parte alta del muslo, junto a la ingle. El bizantino comenzó a sangrar, pero aunque siguió luchando, los golpes de su maza no tenían la fuerza de antes. Bessas pudo ahora regatearlos con más facilidad. Pasó a hostigarle con la espada hasta encontrar la ocasión de tirarse a fondo y atravesarle el pecho. El guerrero cayó hacia atrás, herido de muerte.
«Entonces, Bessas se volvió hacia sus compañeros. Hermenegildo se defendía frente a tres guerreros bizantinos, pero era evidente que necesitaba ayuda. Avanzó Bessas, con la maza del guerrero caído, un arma de gran tamaño, con la que pudo alcanzar a dos de los que rodeaban a Hermenegildo. Éste pudo dedicarse al que parecía comandar el grupo; cruzaban sus espadas, sin encontrar hueco en la coraza. En un momento de descuido, el príncipe godo se lanzó a fondo y atravesó el abdomen de su contrincante, que se desplomó sin lanzar un grito.
«Wallamir se defendía bien de sus dos atacantes, pues, afortunadamente, era un guerrero muy ágil, ambidextro, que desconcertaba a sus rivales con cambios continuos en los mandobles del arma; así, pudo librarse de ellos con facilidad. Sólo quedaban los dos que rodeaban a Samuel, el judío, que se rindieron al verse rodeados por los godos. Ataron a los que quedaban vivos y los amordazaron, para que no diesen la voz de alarma, alejándose después con gran celeridad.»
»A la mañana siguiente, en el fuerte godo, Hermenegildo expuso el plan de campaña a los jefes godos.
»—Las murallas de Cástulo no son inexpugnables, necesitamos máquinas de guerra y más refuerzos. Volveré a Hispalis, a una nueva leva de hombres. Es mi deseo que no deis tregua a la ciudad, que la hostiguéis continuamente; impedid cualquier salida y que se aprovisionen, pero no iniciéis el ataque hasta que yo regrese con refuerzos. Los hombres de Cástulo deben pensar que el ataque se producirá desde el fuerte, que hay más tropas aquí de lo que parece. Toda la atención de la ciudad debe estar centrada en vosotros, en este pequeño fuerte de frontera. Mientras tanto, con los refuerzos que vendrán de Hispalis, rodearemos Cástulo, atacando por el este.
«Wallamir, Hermenegildo y el joven Samuel regresaron al campamento junto al Betis. Dejaron atrás los cerros de aquellas antiguas montañas de color pardo, cubiertos de monte bajo y pinares. El calor les requemaba, pareciendo querer dar fin a la primavera. Atravesaron cauces de río secos. El corazón de Hermenegildo latía cada vez con más fuerza al aproximarse a la ciudad junto al río y un ardor que no podía explicarse le recorría el cuerpo.
«Divisaron la ciudad cuando el sol, tras haber llegado a su cénit, comenzaba a descender. Hacía calor, un calor insoportable, propio de aquellas tierras. Del río salía una humedad que se difundía por toda la urbe y la empapaba de bochorno. Al entrar en ella, al mediodía, la ciudad junto al Betis parecía una ciudad fantasma. Alguna mujer se atrevía a salir escondiéndose del calor entre las sombras de las calles, oscurecidas por casas altas —antiguas ínsulas romanas— y apretadas entre sí. Poco a poco, descendió el sol y un hálito cálido que movía los toldos de las casas recorrió la ciudad. Al caer la tarde, las calles se llenaron de gentes y la música de vihuelas y laúdes se escuchó por todas partes. En algún sitio, dos mujeres danzaban cruzándose rápidamente entre sí, mientras que otras entonaban sones desgarrados. La vida latía en la ciudad.
»Tras refrescarse del viaje, Hermenegildo se dirigió hacia las habitaciones de su esposa; olía a azahar, un perfume que embriagaba los sentidos y hacía nacer en la mente deseos inconfesados. La encontró sola, cortando ramas en flor de los naranjos, en el pequeño jardín del palacio de los godos. Por el calor, vestía una túnica de una tela fina, casi transparente. Su cabello dorado y desparramado sobre los hombros estaba húmedo para hacer más llevaderos los ardores del estío; volaba secándose en la brisa tórrida del incipiente ocaso. El sol, al descender, tornó traslúcidas las blancas vestiduras de Ingunda. Hermenegildo la llamó. Antes de salir a la guerra, cada tarde había bajado a hablar con ella al jardín, entre los naranjos; se había sentido en paz a su lado, pero aquel día algo era distinto. Quizá sería el olor de la primavera; quizás el bochorno en el ocaso; quizá, que ella era un capullo que se abría en flor ante su presencia; o, tal vez, la fatiga del guerrero le incitase a llegarse a la mujer amada. Hermenegildo miró a Ingunda con ojos distintos: una figura perfecta cubierta por una blanca túnica que alzaba los brazos para tomar la flor del azahar de un naranjo. El príncipe godo se quedó sin aliento al verla y la deseó. Percibió la plenitud de la belleza de Ingunda y, al volverse, ella también se detuvo, conmovida ante la mirada amorosa y deslumbrada del hijo del rey. Eran jóvenes, la sangre caliente fluía bajo la piel de la hermosa princesa franca y el fuerte guerrero godo. La naturaleza los condujo sin ellos apenas darse cuenta, fundiéndolos entre sí. Pasaron las horas, unas horas de intensa intimidad en las que un placer profundo, nunca antes experimentado, brotó entre ellos. Sólo el instinto les guiaba y se unieron, sintiendo un único latido, una única sangre que corría por sus venas.
»Al despertar, Ingunda lo descubrió a su lado. Al fin se dio cuenta de que era a él a quien amaba, a su esposo, el que había sabido aguardar. Hermenegildo abrió los ojos y, en ellos, se reflejó el rostro de Ingunda.
«Hubiera deseado no separarse de ella, en aquel momento en el que el deseo y el amor los llenaba, pero la guerra lo reclamaba. Él era godo, perteneciente a un pueblo siempre en combate, cuyo único motivo para existir eran las guerras. Guerras góticas que les habían conducido desde las heladas y blancas tierras bálticas a los confines del continente, a las doradas y ardientes tierras hispanas. La campaña contra los orientales estaba en su punto álgido. Se sentía fuerte y poderoso, quizás el amor de Ingunda, su confianza ciega en él, le llenaba de seguridad.
»Levó el ejército junto al río y, para mostrar su poder, atravesó Hispalis al son de cuernos y trompetas, ante las aclamaciones de la multitud y la mirada de adoración de Ingunda. En una jornada, habían alcanzado las líneas de la frontera bizantina.»
«Tal y como habían planeado antes de la partida, el grueso del ejército, dando un enorme rodeo por el sur, se dispuso a abordar la ciudad por el este, en aquel lugar donde la muralla era más débil. Hermenegildo puso esas tropas bajo las órdenes del experimentado gobernador Gundemaro. Necesitaban varios días de marcha, durante los cuales el príncipe godo se dispuso a preparar la batalla desde el campamento de Bessas, quien le esperaba impaciente por atacar.
»Los hombres de Bessas lo habían pasado mal y había sufrido diversas bajas pero, a pesar de ello, no había cesado de hostigar al enemigo. La ciudad de Cástulo continuaba inquebrantable sin dar muestras del menor signo de debilidad. Bessas recibió con alegría a su príncipe y señor, aunque protestó de que no hubiesen llegado más refuerzos al lugar donde la batalla era más dura.
»Al día siguiente de la llegada del duque, desde el fuerte godo, salió una expedición hacia el campamento bizantino. Hermenegildo conocía bien que, para que las tropas pudiesen tomar Cástulo, se hacía necesario destruir primero el campamento de frontera de los imperiales. Las fuerzas godas estaban formadas por casi quinientos hombres al frente de los cuales estaba Hermenegildo y, a su derecha, Bessas. Con catapultas y troncos de madera arremetieron contra las defensas del campamento, que eran de madera. Lanzaron teas y bolas incendiarias, el fuego se propagó por el recinto enemigo. Pronto los soldados del fortín debieron salir a combatir a campo abierto. Allí, la superioridad de los godos se hizo evidente. Al fin, los capitanes bizantinos tocaron retirada y sus tropas hubieron de refugiarse tras los muros de la ciudad. La primera fase del asalto a Cástulo se había conseguido.
»Ahora comenzaba la conquista de la invicta ciudad de Cástulo. A primera hora de la tarde, desde el reducto godo, salieron las tropas a pie, seguidas, poco después, por la caballería. Al atardecer, el ejército godo se desplegó frente a la muralla. Una larga fila de jinetes se situó a una distancia de la ciudad donde no podían ser asaeteados por las flechas, detrás la infantería. Allí, Hermenegildo hizo sonar las trompas; los hombres a caballo, lo mejor del ejército godo, se dispusieron ante el foso. Desde lo alto de las torres se escucharon silbidos y gritos de desprecio.
«Hermenegildo se adelantó a todos ellos y retó a los capitanes bizantinos.
»—¡Hombres de Cástulo! ¡Dejad vuestra guarida y enfrentaos a nosotros! La cobardía es esconderse tras las murallas. ¡Rendíos a las tropas del gran rey Leovigildo o salid a luchar!
«Pasaron unos segundos de un silencio expectante. Después Hermenegildo prosiguió:
»—Si sois nobles, si sois varones de ánimo recio, combatid… Yo, el hijo del muy noble rey Leovigildo, reto a los jefes de la ciudad a que se enfrenten a nosotros, capitanes godos, a un combate cuerpo a cuerpo. Si perdemos levantaremos el cerco; si perdéis vosotros, rendiréis la ciudad.
«Dentro de la ciudad se escucharon ruidos y expresiones de burla, pasó un corto intervalo de tiempo. Por fin, un guerrero con los distintivos de un oficial de alto rango del ejército bizantino contestó.
»—Se hará tal y como queréis: unos cuantos de nuestros mejores hombres se enfrentarán a los vuestros.
«Se abrieron las puertas de la ciudad y unos cuantos oficiales imperiales se dirigieron a la formación enemiga. Hermenegildo bajó del caballo y el resto de los capitanes godos le imitó; después, se dispusieron alrededor del joven duque. Éste dio un paso al frente y desenvainó con un movimiento amplio la espada. El resto de los capitanes godos le imitó. Los enemigos se desplegaron, uno frente a otro, sopesando la fuerza y armamento de los adversarios; un ardor de lucha desbordó los corazones de todos, al tiempo que sonaban las trompas y los cuernos de guerra. Al fin, dio comienzo un combate cuerpo a cuerpo entre los oficiales godos y los bizantinos, presenciado tanto por los atacantes godos a pie como por los habitantes de la ciudad que se asomaban a las torres. En el combate quedó patente la fuerza y habilidad de Hermenegildo, quien se desembarazó del primer enemigo con rapidez, para continuar luego guerreando con uno y con otro; la espada se le iba cubriendo de sangre de sus enemigos y su cabello oscuro brillaba, mojado por el sudor del esfuerzo.
«Mientras tanto, el grueso del ejército godo, acaudillado por Gundemaro, avanzaba con sus máquinas de guerra y su caballería bien adiestrada por el sur, prosiguiendo después hacia el este, y ascendiendo por último de nuevo hacia el norte: alcanzaron la ciudad a la caída de la tarde. Pocos de sus habitantes se dieron cuenta de lo que se avecinaba porque la mayoría estaba pendiente del combate cuerpo a cuerpo que se estaba desarrollando en el lado contrario de la muralla. Cuando los de Cástulo avistaron el peligro, era ya demasiado tarde. Fue entonces cuando se escuchó la llamada a retirada desde los torreones. Los bizantinos comenzaron a retroceder para guarecerse dentro de la ciudad y organizarse frente al enemigo que llegaba por el sur.
»Al tiempo, se escucharon gritos dentro de la urbe. Los hombres de Wallamir habían entrado por las alcantarillas y estaban atacando la ciudad desde el interior. Fue Samuel, el judío hijo de Solomon ben Yerak, quien consiguió alcanzar la torre y, con otros hombres, bloqueó el mecanismo que permitía cerrar las puertas de la ciudad.
»Por el lado este de la urbe, en el lugar en el que el foso no rodeaba las murallas, las máquinas de guerra de Gundemaro lanzaban piedras de gran tamaño y teas incendiarias que lograron derruir un trozo de sus cuadernas. Por aquel lugar y, a través de la gran puerta de entrada que había sido abierta por Wallamir y Samuel, el ejército godo se introdujo en Cástulo.
»La batalla fue cruenta, calle a calle, casa a casa; ni los hispanos ni los bizantinos querían rendirse al ejército godo.
«Después de horas de encarnizada lucha, la ciudad cayó en las manos del hijo de Leovigildo. Tras la rendición, el comandante bizantino le entregó las llaves, en medio del silencio dolorido de la multitud. Las calles de la ciudad estaban llenas de muertos y heridos, sin que nadie pudiese hacer nada por ellos. Los hombres y las mujeres de la antigua ciudad de Cástulo vieron entrar al invasor godo con horror y angustia. La ciudad había sido siempre un estado autónomo. No gustaba, en absoluto, de los godos y, aunque había tenido que soportar a los bizantinos, no quería rendirse al poder del reino de Toledo.
»Mi hermano intentó impedir el saqueo de la ciudad, pero despojar al enemigo caído formaba parte de la soldada de los combatientes. El botín de guerra fue cuantioso, la ciudad era rica en joyas y bienes de todo tipo.